Hacía un frío tremendo.
Maione y Ricciardi llegaron al largo del Leone ateridos, a pesar de que el viento había dejado de soplar, y, para entrar en calor, llevaran caminando a paso muy vivo desde la jefatura. El sargento ya ni siquiera intentaba proponer que tomaran el tranvía; su superior salía a la calle, la cabeza medio oculta tras el cuello del abrigo, y echaba a andar a toda prisa en dirección al lugar a donde se dirigían.
Comieron algo por el camino; Ricciardi una sfogliatella, Maione dos panzarotti, así ahorraban tiempo y lograban adelantar lo más posible la investigación, ya que estaba a punto de oscurecer. Sabían que en Navidad todo se detendría, y el soñoliento período hasta la Epifanía alzaría una cortina de silencios y puertas cerradas a la investigación, dando unos puntos decisivos de ventaja a los asesinos.
Maione no entendía bien qué motivaba esta nueva visita al lugar del delito. Creía que no servía de nada; todavía debía pasar por el barrio a interrogar a los compañeros de barca de Boccia, y antes de que anocheciera quería darse otra vuelta para ver qué hacían las manos que habían asesinado a su hijo, ahora ocupadas en tallar caras con destreza en la zona de San Gregorio Armeno. Con el único fin de acercarse un poco más a la decisión de arruinar su vida y la del homicida, por cumplir con el absurdo código moral con el que había vivido.
Ricciardi quería ver otra vez al portero. De acuerdo, con frecuencia estaba borracho y no tenía aspecto de ser muy eficiente, pero aún no lo había interrogado sobre la escena del delito. Tal vez en esta ocasión, si estaba algo más sobrio, recordaría algún detalle más.
Tuvieron suerte; Ferro se encontraba en su puesto y parecía algo más sereno. Acababa de colocar el pesebre en el zaguán del edificio y se lo veía orgulloso de sí mismo.
A su alrededor, un grupo de niños manifestaba su admiración con silbidos cortos, suspiros y esporádicos palmoteos.
Al ver llegar a los dos policías, el hombre mudó la expresión. Su mirada se llenó de desconfianza y preocupación; alejó a los niños con un gesto, como si fueran moscas, y fue a recibirlos.
—Buenas tardes. ¿Qué deseaban?
Los dos se miraron un tanto sorprendidos. Al parecer no los había reconocido.
—Buenas tardes, Ferro. Tiene que acompañarnos al apartamento de los Garofalo.
Ricciardi se mostró abiertamente brusco, para comprobar la reacción del hombre, que entrecerró los ojos.
—Ah, comisario, disculpe, con este contraluz no los veía bien. Acabo de montar el pesebre, al final pensé que ya que lo tenía terminado, podía colocarlo en el zaguán. Se lo estaba enseñando a los niños del edificio.
Maione intervino en la conversación.
—Mientras nos acompaña arriba, Ferro, díganos si en estos días ha recordado algún detalle. No sé, alguien que viniera de visita o si oyó alguna discusión, cosas por el estilo.
Ferro cogió un manojo de llaves de un soporte y se dispuso a subir las escaleras delante de ellos.
—Estuve pensado, sargento, y sí, he recordado algo. Vino una pareja, un hombre y una mujer. Yo diría que unos tres o cuatro días antes… antes del… llamémoslo el incidente.
—¿Y qué aspecto tenían? ¿Le dijeron cómo se llamaban?
—La verdad es que no me lo dijeron. Y yo no se lo pregunté, porque los vi al salir. Cuando subieron yo… yo me había ausentado un momento.
—¿Y cómo supo que habían ido a casa de los Garofalo?
—Se lo pregunté después. Por curiosidad.
De modo que la visita de los Boccia quedaba confirmada, pensó Maione.
—¿Los había visto antes? ¿O volvió a verlos después?
—No, sargento. Ni antes ni después. Solamente esa vez, y no sé decirle cuánto tiempo estuvieron, porque…
—Porque cuando ellos llegaron, usted no estaba —Maione terminó la frase por él.
Ferro abrió la puerta y se apartó, sin mirar dentro. Ricciardi lo observaba.
—Vaya usted delante, Ferro. Enséñenos el camino.
El hombre le lanzó una mirada de pavor.
—Comisario, preferiría… En fin, que mejor los espero aquí en la puerta.
Ricciardi le sostuvo la mirada.
—No. No nos espera aquí, usted se viene con nosotros.
El tono no admitía réplicas. Maione dio un paso hacia el hombre, que entrecerró los ojos y abrió la puerta del todo para entrar.
El interior estaba en penumbra, a través de las cortinas parcialmente cerradas se filtraba poca luz; no obstante, en el suelo del recibidor se distinguían las manchas de sangre que había manado a borbotones del tajo en la garganta que le hicieron a Costanza Garofalo. Ferro se tambaleó y tuvo que apoyarse en la jamba de la puerta, mientras Ricciardi fue asaltado por la imagen translúcida de la mujer que, sonriendo y con los ojos gachos, preguntaba: «¿Sombrero y guantes?». De la herida mortal le salían negros borbotones.
—¡Ay, Dios! ¿Eso de ahí es… es sangre?
Ricciardi analizaba la expresión del hombre; su horror parecía genuino, estaba pálido y a punto de caerse redondo.
Maione se acercó y lo sujetó del brazo.
—Venga, Ferro. Llévenos al dormitorio.
El hombre opuso resistencia, se pasó la mano por la cara, como queriendo ocultar la sangre a su vista; después, con paso inestable, enfiló el pasillo. Ricciardi lo siguió con la mirada y pudo comprobar que el portero conocía la casa. Más allá del hecho de que estaba turbado, se movía con bastante seguridad. El comisario notó que se fijaba bien dónde ponía los pies, evitaba las gotas de sangre que marcaban el recorrido entre los dos cadáveres, aunque estas apenas se veían debido a la escasa luz.
Al llegar al dormitorio y ver la enorme mancha negra en las sábanas, Ferro se dejó caer con un gemido en una butaca.
—Virgen santa, ayúdanos.
Ricciardi le dio la espalda a la imagen de Garofalo que repetía: «Yo no debo nada, nada de nada», y se dirigió al portero:
—Quería que lo viera con sus propios ojos, Ferro. Y le pregunto si tiene alguna idea de quién pudo hacerlo.
El portero se echó a llorar en silencio.
—No, comisario —murmuró, con los ojos fijos en la mancha de sangre—. Si conociera a alguien capaz de hacer algo así, me escaparía lejos, créame. Y esa pobre niña, qué guapa estaba la otra mañana, con sus trenzas… Ahora ya no verá más a su mamá y a su papá. El centurión Garofalo, que en paz descanse, era…, quiero decir…, tenía un carácter especial. Quizá no todo el mundo lo quería, quizá había veces en que sacaba de quicio, pero matarlo de este modo… No, comisario, no conozco a nadie en el mundo.
Sin embargo, era evidente que en el mundo había alguien, pensó Ricciardi.
—Echemos un vistazo a las demás habitaciones. Así comprobaremos si se llevaron algo que usted recuerde y que nosotros no podemos saber.
Esa era la idea, ver si al hombre se le escapaba alguna reacción; en el curso de la inspección lo habían revisado todo, si faltaba algún objeto, se notaría gracias al vacío dejado en los muebles o las paredes.
Ferro se mostró aliviado de poder abandonar el lugar de los hechos, y, en silencio, caminando como un autómata, condujo a Maione y a Ricciardi a las demás habitaciones. Cuando estuvo cerca del pesebre, en la habitación contigua al dormitorio, suspiró pero no dio muestras de notar la falta de san José, ni de percatarse de que la estatuilla de la Virgen estaba inclinada sobre la del burro.
Completaron el recorrido de la casa y regresaron al recibidor. El portero contuvo la respiración al ver las huellas dejadas por el cadáver de la mujer, pasó por encima de ellas y salió al rellano donde inspiró ruidosamente. Sacó del bolsillo un cigarrillo aplastado, trató de encenderlo con un fósforo, el temblor de la mano se lo impidió; desistió, y, al final, acabó vomitando en un rincón de la escalera.