Beniamino Ferro, vigilante del edificio del largo del Leone 2, en Mergellina, da un paso atrás y contempla su obra.
Está bastante orgulloso del pesebre que acaba de construir, teniendo en cuenta las tareas que le impidieron concentrarse en el trabajo el tiempo que hubiese sido necesario, está contento con el resultado.
A decir verdad, si no hubiese sentido la necesidad frecuente de refrescarse la garganta, habría contado con más tiempo; y si de vez en cuando no le hubieran entrado ganas de echar una cabezadita, consecuencia del refresco para la garganta antes mencionado, habría contado aún con más tiempo.
Ahora bien, Beniamino tiende a ser indulgente consigo mismo; un hombre solo, sin familia, sin mujer ni hijos que le echen una mano, de vez en cuando debe, por fuerza, tomarse un descanso, piensa. Y si durante una de estas pausas se presenta alguien que es tan maleducado como para entrar sin hacerse anunciar por el portero, que justamente está haciendo su pausa, no es culpa suya. Del portero, claro está.
Realmente bonito el pesebre. Está todo: el musgo, las hierbas para ahuyentar los malos espíritus; los dos compadres, zi’ Vicienzo y zi’ Pascale, uno alegre y el otro triste, que representan el carnaval y la muerte; la virgen Estefanía, que oculta una piedra bajo el hábito para simular el embarazo y que después da milagrosamente a luz a san Esteban. Y Cicci Bacco, el vinatero, su preferido, porque el pesebre también es alegría, porque el nacimiento del Niño Jesús es lo más hermoso que puede ocurrir en el mundo.
A Beniamino se le nubla la vista, los ojos se le han llenado de lágrimas; se acuerda de su papá, y del rito de la preparación del pesebre en su casa. De cuando le explicaba con todo detalle el sentido de cada hierba, de cada casa, de cada pastor. Porque el pesebre representa el mundo entero, el del pasado, el del presente y el del futuro, Beniami’, que no se te olvide. El pesebre es como el mundo; todo parece dispuesto a tontas y a locas, pero no, cada cual tiene su significado. Y aunque Beniamino no ha tenido hijos sabe lo bonito que es el pesebre.
Guarda el cuchillo afilado y piensa en Garofalo. Madre mía, cuánta brusquedad y cuánto empaque; cuando pasaba y lo pescaba adormilado, porque un hombre tiene derecho a adormilarse de vez en cuando, lo despertaba a gritos. Y una vez incluso fue a buscarlo a la taberna, un día que hacía un calor tremendo y él había ido un momento a refrescarse, porque tenía la garganta tan seca que si llegaba a escupir, echaba esparto.
Qué papelón le hizo pasar delante de todo el mundo; le dijo que un edificio se reconoce por su portero, y que él era el portero más asqueroso del mundo. Que tarde o temprano ya se ocuparía de que lo pusieran de patitas en la calle, porque no soportaba que un hombre que tenía el puesto y la categoría que él había alcanzado se viera obligado a vivir en un edificio con semejante portero.
Desde aquel día Beniamino le tenía ojeriza al centurión Garofalo. No lo podía ni ver, aunque su mujer sonriera siempre, la niña fuera bonita y la monja, su cuñada, se mostrara simpática y le hiciera reír.
En cambio él era un canalla. Un canalla engreído y miserable. Se alegra de que no haya llegado a ver terminado el pesebre.
El padre Pierino admiró por enésima vez el pesebre de la iglesia de San Ferdinando. Pasaba delante adrede, dando un larguísimo rodeo desde la sacristía al confesionario, era un pequeño placer que se concedía de buena gana.
Para esas cosas no era muy distinto del niño que había sido; en el frío húmedo de los campos de Santa Maria Capua Vetere, donde había transcurrido su niñez, la Navidad era el pesebre y el pesebre era la Navidad. El párroco del pueblo, que lo había acercado a la fe sencilla que aún lo sostenía, construía uno que a él le parecía inmenso, lleno de personajes, animales y casas; se pasaba horas imaginando que era un pastorcillo que se movía en ese mundo mágico lleno de paz y serenidad.
En un momento dado notó que lo observaban; temió que se tratara de la señorita Vaccaro, dispuesta a comunicarle algún malestar reciente. Al volverse, se sorprendió al encontrarse con la señorita Colombo, la hija del comerciante de sombreros, el de la tienda enfrente de la iglesia. La conocía poco, en realidad. La suya era una familia discreta, que asistía a la misa del domingo pero que el resto de los días no iba mucho a la parroquia; recordó que fue una vez, en lugar del padre Tommaso, a bendecir el local comercial y que conoció al padre, un hombre afable de mediana edad, a la madre, que le pareció devota del chismorreo, y a la muchacha alta y discreta, con gafas y aspecto dulce y reservado.
Ahora se la notaba incómoda. Estaba de pie, a dos metros de él, el bolso sujeto con ambas manos, como si se debatiera entre las ganas de hablar y las de salir huyendo. Decidió sacarla del aprieto.
—Buenos días. Es usted la señorita Colombo, ¿no? ¿Cómo está?
La muchacha se mostró visiblemente aliviada al comprobar que ya no podía escabullirse; acababan de descubrirla.
—Buenos días, padre. Sí, soy yo. Me gustaría… Si dispone de cinco minutos que dedicarme, tendría que hacerle una consulta.
El padre Pierino la miró fijamente; tras las gafas de miope, la mirada de la mujer reflejaba un gran tumulto interior. Estaba acostumbrado a reconocer los momentos de angustia que traicionaban una necesidad de ayuda así como la incapacidad de pedirla abiertamente; negarse a aquella petición muda equivalía a un abandono que podía causar mucho dolor.
—Dispongo de tiempo, estoy a su disposición. Venga, pasemos a mi despacho.
Eso que el padre Pierino llamaba «despacho» era una especie de hueco robado al trastero donde guardaban los ornamentos litúrgicos. Un cuartito ocupado casi en su totalidad por un escritorio y dos sillas, utilizado para las entrevistas con los fieles, aquellas que no eran una confesión propiamente dicha, aunque debían hacerse con discreción, lejos de miradas curiosas.
Enrica se sentó un tanto rígida. Buscaba la manera de sacar el tema, pero no tenía suficiente confianza con el padre Pierino para plantearlo abiertamente. El vicepárroco, por su parte, sabía que debía ayudar a la mujer a superar su timidez.
—¿Qué tal, todos bien en casa? ¿Cómo marchan los preparativos para la Navidad? ¿Han montado el pesebre, han decidido el menú de la comida?
Una red de temas frívolos para que se sintiera cómoda. Enrica lo entendió y lo agradeció.
—Del pesebre se encarga mi padre. Una tarea que no delegaría en nadie más, mis hermanitos miran y él simula que se deja ayudar. Las mujeres estamos por completo entregadas a la preparación de las comidas y las cenas, que dan muchísimo trabajo. Pero lo hacemos con gusto.
El padre Pierino adoptó su postura habitual: entrelazó las manos sobre el vientre.
—¿Y el espíritu? ¿Cómo se siente? ¿Alegre, serena, en paz consigo misma?
Esta es la mía, pensó Enrica.
—De hecho, no mucho, padre. Sentí la necesidad de hablar con usted. Necesito… necesito que me explique una cosa y pedirle consejo.
—Estoy aquí para eso, señorita —dijo el cura asintiendo con gesto serio—. Para ayudarla a estar más tranquila. Solo para eso.
—Ya lo sé, padre. Mire, le contaré una pequeña historia, si tiene usted la paciencia de escucharme.
—La escucho.
Y la muchacha se la contó.
Describió el florecer de un sentimiento a lo largo de estaciones, meses, semanas y horas, a través de los cristales de ventanas cerradas para impedir el paso del frío invernal o abiertas para permitir la entrada del calor estival. Le habló de interminables bordados con la mano izquierda, hechos despacio en el cono de luz de una lámpara, al son de los bailables transmitidos por la radio. Le habló de una silueta de pie, en la penumbra, los brazos cruzados, a cinco metros y un piso de distancia; y de lo difícil que resultaba franquear esa distancia a causa de las convenciones sociales que envenenaban la vida de las personas.
Le habló de dos encuentros fugaces: uno junto a un puesto de verduras, de la proximidad de un par de ojos verdes desesperados y de una fuga precipitada, tras la cual él dejó un reguero de brécoles desperdigados; y el otro, que la muchacha describió con vaguedad, debido a cuestiones de trabajo y en presencia de otra persona con la que había intercambiado pocas palabras, mientras él la miraba como a punto de ahogarse, boquiabierto, con los ojos como platos.
Por último le habló de dos cartas, ambiguas y formales, pero leídas y releídas, una en la que le pedía un absurdo permiso para saludarla y la otra en la que ella, por supuesto, concedía ese permiso.
Después se calló, bajó los ojos, con la certeza de haber sacado el pañuelo del bolso, sin saber precisar en qué momento mientras hablaba, pañuelo que ahora retorcía entre sus manos.
El padre Pierino había escuchado en silencio, respirando despacio y participando en el relato con las mil expresiones de su cara vivaz. Intuyó que no se trataba de una simple historia de amor vivida a la distancia, y esperó que continuara.
Cuando reanudó su relato, Enrica lo hizo con otro tono, más acongojado y menos evocador.
Le describió la emoción de sentirse a un paso del encuentro, de la caída de las barreras; de la toma de posición, insólita en ella, frente a su madre que, empeñada en que formalizara relaciones con otro hombre, le había organizado una cita. Y después el contacto con una persona de la familia de él, una vieja tata amable y decidida que la veía con buenos ojos. Mencionó también a la forastera misteriosa y fascinante a la que había visto acompañarlo, pero se apresuró a aclarar que la actitud del hombre respecto de aquella señora no le había parecido especialmente interesada o afectuosa.
Por último, tras soltar un profundo suspiro, le habló del accidente. Del hospital, de los momentos de terrible tensión en los que creyó que él moriría. De la cara térrea de los presentes, muy pocas personas, la tata, aquella señora, un colega del trabajo.
Y le habló de su promesa a la Virgen de Pompeya: que no volvería a verlo más si se salvaba.
Desde las primeras palabras sobre el accidente, al padre Pierino se le había planteado una duda; le parecía de veras muy absurda la coincidencia con lo ocurrido a su amigo el comisario Ricciardi. A medida que Enrica avanzaba en su relato, en el corazón del sacerdote se abrió paso una esperanza, que jamás habría imaginado, de amor y felicidad para aquel hombre de ojos verdes, desesperado y extraño. Un precioso regalo de Navidad, se dijo el padre Pierino. Mejor dicho, un precioso regalo de la Navidad.
Enrica proseguía con su relato, mientras la cabeza del cura funcionaba a toda velocidad; la muchacha le decía que se sentía obligada por la promesa, aunque la tata había ido en su busca para convencerla de que no se apartara de la vida de él; y que no estaba del todo segura, pues desconocía los sentimientos del hombre, y que la mujer que frecuentaba quizá fuera más adecuada que ella para estar a su lado; y que aunque pensaba todas esas cosas racionalmente, cuando por las noches no abría los postigos de la ventana, se sentía morir.
—¿Qué debo hacer, padre? Hice una promesa, y usted me dirá que la mantenga. La hice voluntariamente y volvería a hacerla. Pero entonces, ¿por qué me siento morir?
El padre Pierino juntó las manos frente a la cara y cerró los ojos. Luego los abrió, con una mirada por completo decidida.
—Señorita, usted le ha prometido a la Virgen algo que no era suyo. Le ha prometido el sacrificio del amor de otra persona, le ha prometido su soledad, su infelicidad y la suya propia. No es eso lo que la Virgen quiere. No es eso lo que Dios quiere para Sus hijos.
Enrica escuchaba, los ojos muy abiertos, enrojecidos por las lágrimas y el insomnio.
—Estoy seguro de que en el fondo de su corazón usted ya sabe lo que está bien y lo que está mal. Nuestra fe no está hecha para poner barreras, muros o impedimentos al amor. Está hecha para aumentar la presencia en la vida, está hecha para entregarse y para vivir en comunión, para fundar familias que nos ayuden a no estar solos en las noches de invierno. ¿Qué clase de Dios sería el que prefiere encerrar en la celda de la soledad a aquel que puede sentir amor?
La muchacha estaba embelesada, pendiente de los labios del cura.
—Entonces usted dice que… que yo… que yo debería…
—Debería luchar por su felicidad, como hacen todos, siempre. Respetando a los demás, amando al prójimo y a la vida, que es el don más grande que nos ha sido dado. Debería hablar y escuchar, sonreír y manifestar todo el amor que lleva dentro a quien, quizá, no tiene la fuerza de pedírselo.
Enrica volvía a sonreír. El padre Pierino pensó que la muchacha era de esas personas que cuando sonríen cambian por completo de expresión, como si sonriesen con todo el cuerpo.
—De modo que debería esforzarme, debería armarme de valor y pelear por mi felicidad, ¿es así? Debería tomar la iniciativa.
El cura se dio cuenta de que la señorita ya no hablaba con él, sino consigo misma. Se apoyó en el respaldo, otra vez con las manos cruzadas sobre el vientre y cara de contento.
—Lo ha entendido perfectamente. Si luego él no quisiera, si su elección fuera otra, entonces encontrará usted otra manera de ser feliz, créame, hay muchas otras. Lo importante en su caso es tener la certeza de haber hecho cuanto estaba en su poder para conquistar la felicidad. Simple, ¿no?
Enrica se levantó. Tras las gafas, su mirada proyectaba un nuevo fulgor.
—Sí, padre. Simple. Era eso lo que no había comprendido, lo que no supe comprender. En realidad todo es así de simple. Si se quiere ser feliz, hay que poner manos a la obra. Le doy las gracias, padre. Le estoy muy agradecida.
—Gracias a usted —dijo el padre Pierino sonriendo—, por haberme elegido como confidente. Ah, y le ruego que me mantenga informado.