Livia acababa de vestirse cuando la criada llamó con discreción a la puerta de su alcoba.
—Disculpe, señora. Hay un señor que pregunta por usted.
Se preocupó, no esperaba visitas, y si un hombre se presenta en casa de una mujer que vive sola, a esa hora de la mañana, o es una descortesía o se trata de algo muy urgente.
—Hazlo pasar a la sala, Teresa. Voy enseguida.
Su sospecha se vio confirmada en cuanto entró en la habitación. De pie junto a la ventana, elegante y tranquilo como siempre, estaba Falco.
Ignoraba si ese era el nombre, el apellido o ninguna de las dos cosas. Había conocido a aquel hombre unos meses antes, cuando preparaba la recepción por la llegada a Nápoles de Edda Mussolini, en compañía de su padre, fiesta que no se había celebrado a causa del accidente sufrido por Ricciardi. Se había presentado de repente, sin ser anunciado por nadie, y había exigido participar en la organización de la fiesta.
Había dicho que formaba parte de una estructura muy reservada, cuya sucursal en la ciudad tenía como misión, entre otras, la de crear las condiciones de máxima seguridad para el Duce y su familia. Con posterioridad, le había facilitado a Livia un detallado informe sobre Ricciardi, dándole a entender que la organización anónima a la que había dicho pertenecer era nada menos que una especie de policía secreta.
Aunque Livia valoró la utilidad de la información recibida, aquel hombre la desconcertó; la frialdad con la que hablaba, su profundo conocimiento de todos los detalles de la vida de los otros la habían incomodado. Comprendió que no había una sola persona de cierta relevancia pública que pudiera sustraerse al estrecho control de Falco y los de su calaña. Había sentido alivio al verlo marcharse en silencio de su casa la última vez, y había deseado no volver a verlo más.
Sin embargo, ahí estaba, tres días antes de Navidad, y por la mañana. Como siempre, había cruzado el portón sustrayéndose a la atenta vigilancia del portero, que controlaba incluso a los proveedores. Livia se sintió un tanto irritada, y no tenía intención de disimularlo.
—Buenos días. ¿Teníamos una cita? Debo de haberlo olvidado.
Falco la miró con una leve inclinación de la cabeza.
—Buenos días, señora. ¿Se ha dado cuenta de que el viento ha amainado de repente? Es bien extraño. La temperatura bajará más, ya lo verá.
—¿También dispone de esa información? —le preguntó Livia, distante y esbozando una sonrisa—. ¿Se lo ha dicho su corresponsal ante el Padre Eterno? ¿O quizá Él en persona?
Falco le respondió con una sonrisa, sin cambiar la expresión de los ojos.
—No, señora. Es que tenía parientes pescadores, de ellos he heredado la capacidad de predecir el tiempo con unas horas de antelación.
Livia se sintió un poco tonta, y quiso rectificar tratando de parecer menos inhospitalaria.
—Qué cosas. ¿Quiere sentarse? ¿Ha desayunado?
Falco no se movió.
—Gracias, señora. Llevo varias horas en pie. Y le pido disculpas por la hora, pero preferimos movernos cuando no hay mucha gente en la calle. Aunque en estos días previos a las fiestas navideñas siempre hay mucho trajín.
—En esta ciudad siempre hay mucho trajín —comentó Livia agitando la mano—. Siempre hay mucha gente, y de todo tipo.
—Algo que a veces ayuda y otras, no tanto. Imagino que en su ciudad es raro que haya tanto trajín, ¿verdad?
—Lo cierto es que en Roma…
—Me refería a Pesaro, su ciudad de origen. Aunque ya hayan pasado casi dos años desde su última visita, veintidós meses, para ser exactos.
Por algún motivo, la referencia tan precisa a su vida la dejó helada. Habría sido incapaz de decir cuánto hacía que no iba a ver a sus padres, y aquel desconocido, que estaba de pie en su sala, se conocía al dedillo sus desplazamientos de los dos últimos años.
Comprendió que era la manera que tenía aquel hombre de recordarle que las charlas y las escaramuzas no servían de nada con él.
—¿A qué debo su visita, Falco? No pensaba volver a verlo tan pronto.
—Señora, tengo que reconocer que entre todas las tareas que se me confían, esta es de las más gratas.
—Santo cielo, qué galantería —comentó Livia, hosca—. Supongo que deberé apreciarla mucho viniendo de un hombre de naturaleza tan reservada.
Falco repitió la inclinación de la cabeza.
—Usted está acostumbrada a recibir cumplidos. Me consta que ayer por la mañana se hizo merecedora del aprecio de nada menos que un detenido.
Livia notó que un estremecimiento siniestro volvía a recorrerle la espalda. Decidió no seguir con la broma.
—Falco, dígame qué quiere de mí. Hoy tengo un día muy ocupado.
—Es una pena —dijo el hombre adoptando un aire afligido— que tenga que mostrarme antipático. Es una parte de mi trabajo a la que no consigo acostumbrarme. Estoy al corriente de sus ocupaciones, señora. Debe ir a recoger dos entradas para el teatro.
Aquello era el colmo; no le había hablado a nadie de sus intenciones.
—¿Y usted cómo diablos lo sabe?
—Digamos que ayer alguien la oyó cuando le dijo al chófer que preparara el coche para ese recado. Imagino, pero se trata de una intuición mía, que el teatro es el Kursaal, de la via Filangieri.
Livia se quedó boquiabierta, apenas atinó a asentir con la cabeza. Falco sonrió.
—En este caso no hubo investigación. Se trata de una representación muy esperada, una única actuación de esta compañía de jóvenes, recientemente formada por tres hermanos, que está muy en boga.
—Sí —asintió Livia, circunspecta—. Es una obra nueva, escrita por el mayor de los tres que hace de director de la compañía y autor. Es sobre la Navidad.
—Y usted no quiere perderse el estreno, que es mañana por la noche. Quiere dos entradas de platea, una es para usted. ¿Y la otra?
Livia se movió incómoda en el sillón.
—¡No creo que sea asunto suyo, ni que se trate de una cuestión de seguridad nacional con quién decido ir al teatro!
Falco bajó la mirada, y jugueteó con el ala del sombrero que tenía en la mano.
—Claro, claro. Le explico. La seguridad nacional es un tanto compleja y tiene mucho que ver con la información, la propaganda. En una palabra, la imagen pública de las personas tiene su importancia. Usted es muy apreciada por figuras de relieve del régimen. La quieren y se preocupan por su bienestar. Su obstinación en seguir viéndose con ese hombre, cuyo nombre resulta inútil pronunciar, preocupa a esas personas.
Livia apretaba los puños para no perder los estribos.
—Ese hombre se llama Luigi Alfredo Ricciardi —murmuró con los ojos entrecerrados como dos ranuras—, y es comisario de la seguridad pública. Me parece que por su función me encuentro en buenas manos, ¿no? Y a quién decido tratar es algo que solo a mí concierne, no a mis amigos, por influyentes que sean.
—Desde luego —dijo Falco, suspirando levemente—. Y le confirmo que se trata de una persona a la que, por el momento, no se le atribuye nada, aunque ciertos comportamientos de su vida personal planteen dudas. El problema radica en que todos estarían más tranquilos, señora, si usted regresara a Roma. El hombre del que hablamos no es de su ambiente; algunas de las personas cuyo trato frecuenta son…, cómo decirlo…, ambiguas. Por ejemplo, ese médico que…, en fin, eso ya se lo he comentado. Está usted recorriendo un camino un tanto resbaladizo, eso es todo.
A Livia casi le dieron ganas de reírse; no había nadie, excepto ella, que viera con buenos ojos su relación con Ricciardi. Ni siquiera el propio Ricciardi.
—Falco, si se trata de un aviso, lo aprecio, créame. Aunque debo decirle, para que lo comunique a quien diablos considere oportuno, que soy lo bastante adulta para tomar con prudencia mis propias decisiones. Ah, y también puede comunicarles que no tengo intención de regresar a Roma.
El hombre no había dejado de juguetear con el sombrero.
—Lo imaginaba —dijo, levantando la mirada—. Advertí incluso de que esta sería su respuesta, señora. Para serle sincero, una parte de mí se alegra de no haber errado en la valoración. Sin embargo, me permito insistir por última vez sobre la cuestión: ciertas relaciones, entabladas quizá a la ligera y con magníficas intenciones, pueden resultar sumamente dañinas. Y hay apoyos y amistades que no abarcan hasta el infinito.
—Falco —resopló Livia—, ya le he dicho que mi relación con Ricciardi es, por ahora, casual y fortuita y, por desgracia, buscada casi en exclusiva por mí. Si fuera él quien me buscara…
—No hablo de sus relaciones —la interrumpió Falco—. Hablo de las de él. Si usted, por casualidad, sin proponérselo y en el curso de una conversación de carácter general, le refiriera un comentario o un viaje de una amiga suya de… de Roma, por ejemplo, y él, a su vez, se lo contara a un amigo suyo, ese hecho se convertiría en una cuestión de seguridad nacional. Y usted, él y nosotros seríamos responsables. ¿Le queda claro?
Siguió un prolongado silencio; Livia comprendió que con su ejemplo elaborado, Falco quería darle a entender el nivel de control al que estaba sometida. Decidió mostrar su agradecimiento por ello.
—Comprendo, Y le agradezco la información. Le prometo la mayor reserva, quédese tranquilo. Y comuníqueles que se queden tranquilos. Hablo muy poco con Ricciardi y él todavía menos conmigo. Por eso quería llevarlo al teatro, al menos allí no hay que conversar.
—Es cuestión de tiempo, señora —rio malicioso—. No consigo imaginar cómo y por qué alguien pueda resistirse tanto a una mujer como usted. Tenga buenos días y disculpe mi intrusión. Confío en que se divierta en el Kursaal.