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Aquella mañana el viento amainó de golpe.

Fue como si alguien hubiese accionado un interruptor, deteniendo el azote incesante que llevaba varios días barriendo la costa. Los más madrugadores lo notaron y miraron hacia arriba, desorientados, oliendo el aire. En los balcones, los pavos y los capones, que sin saberlo vivían las últimas horas de su vida tras una larga cría doméstica, se llamaban con bríos renovados y las gallinas recuperaron el dominio de los callejones, tras dejar de ser perseguidas por hojas de periódico enloquecidas.

Los vendedores ambulantes con lugar fijo cambiaron de inmediato la estrategia y se instalaron otra vez en los sitios comercialmente más codiciados, que en los días anteriores habían quedado desiertos a causa de las violentas ráfagas; los limpiabotas se recolocaron fuera de la Galleria para interceptar a los abogados y médicos que cruzaban la calle en ese mismo punto; los pregoneros agitaban otra vez los periódicos en la plaza, ofreciéndoselos a los caballeros que ya no se veían obligados a sujetarse el sombrero.

Hasta el propio invierno se sorprendió de la brusca muerte del viento del norte; la temperatura se mantuvo apacible durante unas horas, como si el clima mirara a su alrededor, indeciso, incapaz de recordar la fecha y la estación.

El ejército de buhoneros propiamente dichos, aquellos que ampliaban su radio de acción moviéndose sin cesar, invadió enseguida las calles del paseo. Los gritos de reclamo comenzaron a sucederse, proponiendo mercancías y servicios a cuantos los necesitaban y a cuantos no sabían que los necesitaban; el vendedor de despojos exhibía callos y pies de cerdo, que se comían con un chorrito de limón y una pizca de pimienta; le hacían la competencia las ollas de agua siempre hirviendo de los vendedores de macarrones, las de aceite para los freidores de pizzas, panzarotti y croquetas de patatas bien calientes, que se consumían entre las maldiciones arrancadas por las quemaduras en los labios. Las aguadoras reanudaron su deambular cargando sus ánforas en equilibrio sobre la cabeza, sujetas con un pañuelo doblado, ofreciendo el fresco líquido con sabor ferroso de las fuentes del Chiatamone; los quioscos replicaban con las limonadas «a piernas separadas», pues debían sorberse en esa posición a causa de la espuma que rebosaba el vaso gracias a la pizca de bicarbonato añadida en el último momento.

Coman y beban sin sentarse a la mesa, incluso a primeras horas de la mañana; ese era el mensaje de los dos últimos días antes de la comida de Navidad. Columnas de humo blanco se elevaban como un rótulo móvil, para que se vieran las brasas en las que se asaban las alcachofas y castañas. Y las nueces, las avellanas, los altramuces, las semillas de calabaza secadas al sol.

Aturdidos por la abundante oferta, los viandantes comenzaron a cerrar filas en sus respectivos ejércitos: los compradores potenciales contra los vendedores potenciales. En breve las calles y plazas se convirtieron en un único y pululante mercado, repleto de transacciones iniciadas y nunca concluidas, de gritos y altercados fingidos, de interminables negociaciones y acuerdos precarios.

Duró un par de horas. Después la temperatura empezó a bajar.

Sor Veronica pensaba que, bien mirado, los niños siempre se tienen en cuenta.

Todo se hacía por ellos, todo se centraba en ellos, y era justo que así fuera. ¿Acaso los niños no son el futuro? ¿No son ellos la esperanza? Por ese motivo, a ella le gustaba la misión que le había sido encomendada, es decir, la de enseñar a los niños.

Sospechaba que la habían elegido por su baja estatura y su voz aguda, como de trompeta, características que contribuían a que pareciese el personaje de un cuento, un hada madrina con poderes especiales. Había nacido para estar con los niños.

La propia Virgen de los Dolores, a la que su orden estaba consagrada, era ante todo madre, de modo que tenía un niño del que ocuparse; un hijo que, desde luego no por su propia culpa, le había causado y le causaba un dolor constante.

Paseándose entre los bancos y observando a sus alumnos ocupados en escribir una carta a los padres por Navidad, pensó que no existe tarea más elevada ni más laboriosa que ocuparse de los niños; y que los hijos son de quienquiera que los ame, no solo de quienes los ha engendrado. De lo contrario, el corazón atravesado de espadas de María habría carecido de sentido, ¿no?

Con el rabillo del ojo vio que dos chicos se estaban soplando algo, y soltó una sonora advertencia:

—¡Cuidado, que os estoy viendo!

De inmediato, de un punto indefinido del extremo opuesto del aula, se oyó una imitación perfecta de su voz, con el mismo tono, pero sin palabras:

—¡Naná naaa, nanoy niendo!

La clase entera no pudo reprimir la carcajada, acallada de inmediato por la mirada fulminante de la monja; sin embargo, para sus adentros la mujer tuvo que reconocer que la imitación era notable, y ella también tuvo que contener la carcajada. Unos bribones de lo más deliciosos.

Se acercó al último banco, donde se sentaba Benedetta, su sobrinita. Inclinada sobre la hoja, con la lengua asomada entre los labios, concentrada en escribir la carta a una madre que no vería nunca más.

Sor Veronica notó una punzada de dolor en el corazón al pensar en su pobre hermana. Aunque la niña era más afortunada que muchos otros, pensó, al menos contaba con su tía que se ocuparía de ella.

Lo primordial era que pasara la Navidad; las fiestas son la época más difícil para quien acaba de perder a un ser querido. Pero si la Virgen, con el pecho traspasado por tantas espadas, lo había conseguido, ella y Benedetta también lo conseguirían.

Mientras se paseaba, acarició con benevolencia la cabeza de un niño; en cuanto lo dejó atrás, el chico se secó ostentosamente con un pañuelo el lugar donde la monja había posado la mano. La clase estalló otra vez en carcajadas.

Ricciardi y Maione se encontraron para su reunión matinal, en la oficina del comisario; los dos estaban de pésimo humor, distraídos y con cara de haber dormido poco.

Según la tradición, Maione ya había servido las dos tazas de sucedáneo de café.

—Madre mía, esta mañana está más asqueroso que nunca el brebaje este.

—Por lo menos está caliente, ¿no? —dijo Ricciardi—. Dime, ¿qué te parecen los pescadores?

—Comisario, a mí me parece que esta investigación no avanza. Podrían haber sido tanto Lomunno como los Boccia. En el caso de los Boccia, además, tenemos a la mujer que pudo haber contribuido, y eso nos cuadra con los resultados de la autopsia y las dos manos, una fuerte y la otra débil, que asesinaron a Garofalo.

Ricciardi completó la idea:

—Que, al parecer, era un personaje francamente horrible. Lo cual significa que el asesino o los asesinos podrían ser otros, pescadores extorsionados que todavía no conocemos, por ejemplo, o incluso algún colega que estaba a punto de correr la misma suerte que Lomunno.

Maione asintió y, haciendo una mueca, dejó encima del escritorio la taza vacía.

—Menos mal que ya me lo he tomado, un asco. En mi opinión, debemos comprobar lo que dijeron Boccia y Lomunno. Cuando se produjo el homicidio, Boccia estaba pescando con su barca, dijo que salen a las cuatro de la mañana y regresan por lo menos doce horas más tarde; habrá que interrogar a los otros tres de su tripulación. Lomunno estuvo recorriendo las empresas del puerto, a lo mejor alguien lo vio y se acuerda.

—La verdad, no espero nada —dijo Ricciardi con la mirada perdida en el vacío—. ¿Qué van a decirte los compañeros de Boccia? ¿Que no estaba con ellos? Y aunque consigas que alguien te confirme que vio a Lomunno, ¿cómo puedes estar seguro de que no hiciera una pausa, cometiera el delito y luego regresara otra vez al puerto? Habrá que hacerlo porque es nuestro deber y para redactar los atestados, de acuerdo. Aunque dudo que con eso resolvamos el homicidio.

—¿Ha visto, comisario? —preguntó Maione mirando por la ventana—. El viento ha dejado de soplar. A lo mejor hará buen día para los pescadores.

Ricciardi siguió la mirada de Maione y vio que la plaza se iba animando.

—Habría que saber bien qué es lo que se va a pescar. Venga, en marcha. Yo iré al puerto; tú, a interrogar a los compañeros de barca de Boccia. Antes daremos un paseo juntos hasta el apartamento de los Garofalo, comprobaremos si además de la pareja de pescadores, los difuntos esposos recibieron alguna otra visita.