Notaron que los habían avistado, lógicamente, como ocurría siempre. En cuanto doblaron la curva de la via Partenope vieron que del grupo de chicos reunidos delante de los hoteles, esperando la limosna de los turistas extranjeros, se había separado una escolta que se internó a la carrera en el barrio.
Maione estaba preocupado; era como moverse precedidos por una fanfarria. No necesitaban del anonimato, no se disponían a irrumpir en un domicilio, ni tenían pensado detener a nadie, a menos que fuese necesario. Sin embargo, sacar partido a la reacción instintiva producida por su presencia habría sido al menos una mínima ventaja. A la que ya se habían acostumbrado a renunciar.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos los sorprendió. En medio de una placita desierta azotada por el viento vieron a una mujer sola, envuelta en un chal negro. Detrás de ella dos niños: un chico, que parecía el mayor, y una niña agarrada a las faldas de la que supuestamente era su madre.
Las siluetas estaban inmóviles; de no haber sido por la ondulación del vestido, habría podido tratarse de un grupo escultórico, una estatua a la moderna maternidad. Estaban quietos, las caras vueltas en dirección a ellos. Ricciardi echó un vistazo a su alrededor, percibió los ojos clavados en él detrás de los postigos cerrados de las casas.
Maione suspiró y dio un paso al frente.
—Buenas tardes, señora. Somos el sargento Maione y el comisario Ricciardi de la brigada móvil. Queremos hablar con el señor Aristide Boccia. ¿Lo conoce?
La mujer siguió inmóvil, en silencio. Maione miró a Ricciardi, en busca de instrucciones; ¿lo había oído? ¿Entendía lo que le decía? Iba a repetírselo cuando la mujer contestó:
—Es mi marido. Ahora está en el mar. Acompáñenme.
Se dirigió hacia la puerta de un bajo, seguida de los dos niños, de Maione y Ricciardi y de muchos ojos detrás de los postigos.
La habitación en la que entraron hizo que ambos pensaran en Lomunno y su barraca. Esta gente quizá era todavía más miserable, aunque al menos allí se notaba la presencia de una mujer; sobre la mesa había un gastado retazo de tela bordada; en la única ventana, una cortina remendada pero limpia; en una fotografía de principios de siglo, coloreada a mano, se veía una pareja, ella sentada y él de pie, con una lamparilla encendida delante; el olor de una sopa de pescado flotaba en el aire.
El chico corrió hacia una cuna situada en el lugar más al abrigo de las corrientes.
—Este es mi hermano Vincenzino. ¡Se está muriendo!
Lo dijo con orgullo, como si el niño de la cuna se dispusiera a cumplir con una empresa memorable. Maione se concentró en sus propias uñas.
—Alfo’ —le dijo la madre al chico—, ve a ver si llega papá y dile que venga enseguida. Por favor, ten cuidado, no te acerques al agua, que esta noche hay mala mar. —Se volvió hacia Maione y le dijo—: Lo siento, no tengo nada para ofrecerles.
—No se preocupe, señora. Tenemos que hacerles unas preguntas, pero mejor esperamos a su marido.
La mujer asintió con la cabeza. Ricciardi pensó que, vista de cerca, era mucho más joven de lo que le había parecido en un primer momento.
—Una pregunta, señora, ¿cómo sabía que veníamos a buscar a su marido?
La mujer sostuvo la mirada de aquellos ojos extraños y transparentes.
—Comisario, las cosas se saben. Las saben ustedes, que han venido a buscar a mi marido, las sabemos nosotros.
Lógico, pensó Ricciardi. Lógico, pero no ha contestado a mi pregunta.
La puerta se abrió y entraron Alfonso, el hijo mayor, y un hombre que dijo:
—Soy Aristide Boccia. ¿Me buscaban?
Lo miraron; vestía la ropa típica de los pescadores, un impermeable de hule, un sombrero del mismo material. En una mano llevaba una linterna apagada, y estaba empapado.
—Sí, hemos venido a hablar con usted. Me llamo Maione y este es el comisario Ricciardi, de la jefatura. Tenemos que hacerle unas preguntas.
Boccia hizo una mueca que podía interpretarse también como un gesto de cansancio. Tenía la cara angulosa, morena por el sol, de edad indefinida.
—Y aquí nos tiene, como ve. No nos escapamos.
—¿Por qué nos esperaban? —insistió Ricciardi—. ¿Cómo sabían que íbamos a venir?
Boccia lo miró fijamente, inexpresivo.
—Porque mi mujer y yo fuimos a casa de los Garofalo. Estuvimos allí dos días antes de que los mataran.
De la cuna salió una especie de silbido, y la madre se acercó y manipuló algo en el interior. El hombre retomó el hilo, casi con tono de excusa.
—Es mi hijo más pequeño, Vincenzino. Tiene algo en el pecho, desde hace unos meses no respira bien, pero ahora ha empeorado y la fiebre no se le va. Tiene cuatro años. Estoy tallando el pesebre para él, a saber si llegará a verlo terminado.
Desde algún lugar allá fuera, el mar recalcó dramáticamente con su estruendo la frase del pescador.
La voz de Boccia no ocultaba ningún dramatismo, ninguna autocompasión. Como si acabara de referirse al estado de la mar.
—Por él —prosiguió— fuimos la semana pasada a la casa del centurión Garofalo. Si Vincenzino hubiese estado sano, habríamos callado y seguido adelante.
—No lo entiendo, ¿qué quiere decir? —le preguntó Maione.
Boccia se había quitado el impermeable de hule y el sombrero y los había dejado en una banqueta, cerca de la puerta. El chico se apresuró a meterlos en un armario cerca del hogar. Rutinas consolidadas de una familia cualquiera.
—¿Conoce usted nuestro oficio? ¿Conoce a algún pescador?
Maione negó con la cabeza; Ricciardi no contestó.
—No se gana nada. Uno cree que en un golfo como este hay un montón de peces, pues no. Hay veces en que te pasas todo el día en el mar y no pescas nada. Nos movemos, cambiamos de sitio, nos unimos entre nosotros; hagamos lo que hagamos, a duras penas logramos sobrevivir.
La mujer acercó una silla a la mesa al lado de su marido, que se dejó caer en ella exhausto.
—He estado fuera desde las cuatro. Más de doce horas. Con mar gruesa la cosa es más difícil, uno no debería salir siquiera, pero entonces, ¿con qué alimento a mi familia? Así que nos arriesgamos a que el mar se lleve la red, la vela ni siquiera la usamos, remamos. Somos cuatro con una barca.
—No nos ha dicho por qué fue a casa de Garofalo el otro día —intervino Ricciardi, que escuchaba con atención.
El hombre se pasó la mano por la cara. Maione notó que tenía heridas, pequeños arañazos que le sangraban. Boccia siguió su mirada y dijo:
—Esto no es nada, sargento. Rasguños sin importancia que dejan las redes, los cabos, los remos. Las heridas más profundas están en esa cuna.
La mujer se quedó de pie al lado del marido, los ojos clavados en los dos policías.
—Usted ya sabe que hay unas leyes sobre la pesca —prosiguió el hombre—. Son leyes raras, que no se entienden bien, pero nosotros vivimos igual. Los días buenos con nuestra barca sacamos entre dos y tres quintales de pescado. Los días malos, nada. No podemos pescar alevines, eso significa que no podemos ir a algunos lugares del mar donde los peces ponen huevos. Tampoco podemos ir a las aguas privadas, como si el mar tuviera vallas y verjas. No podemos usar explosivos, de acuerdo, lo entiendo. Debemos tener permisos y licencias, y todos los recibos de los impuestos que pagamos.
El hombre estaba exhausto, hablaba con un hilo de voz. La luz de dos faroles mecidos por las corrientes de aire se esparcía por la habitación, cuyos marcos de puertas y ventanas estaban medio rotos.
—El control lo lleva la milicia. Aunque uno tenga todo en regla, hay que pagar algo más. Siempre se ha hecho así, ninguno de nosotros se queja. Como si fuera otro impuesto. Y llegó Garofalo.
Maione asintió, la información cuadraba con la que les había facilitado Nenita.
—¿Qué cambió?
—Al principio parecía mejor que los demás, mucho mejor. Nos convocó a todos los dueños de las barcas, a todos juntos, y nos dijo: de ahora en adelante, no debéis darle nada a nadie. A nadie. Imagínese nuestra alegría, nos quitábamos un gasto de encima. Eso duró casi un año.
—¿Y después?
—Después… Un buen día se presenta aquí, en el barrio. Era verano, estábamos en la plaza tocando un poco de música, bailando. A veces lo hacemos cuando la pesca ha sido buena, nos oyen también en los hoteles, se asoman y baten palmas. En fin, que se presenta aquí solo, de uniforme. Llama aparte a un par de nosotros y nos dice: ¿sabíais que habéis pescado en aguas del duque No Sé Cuántos, en Posillipo? Nosotros nos miramos y contestamos: pero, centurión, ¿qué dice? Que nos fijamos bien adónde vamos, además, ahí no se pesca nada. Y él: ¿lo veis? ¿Cómo sabéis que no se pesca nada si no vais? Y nos puso una multa.
Maione y Ricciardi se miraron.
—¿Una multa? ¿Qué tiene de grave?
Boccia lanzó una carcajada sardónica.
—La multa es lo de menos. Lo grave es otra cosa: si el mismo año te cae una segunda sanción del mismo tipo, la suspensión de la licencia puede llegar a los seis meses. Reincidencia, se llama.
—De modo que os tenía en sus manos —dijo Maione.
—Así es, sargento. Si a alguien como a mí le retiran la licencia, más le vale que junte a toda la familia, la suba a la barca, se haga a la mar y la hunda. Más vale una muerte rápida que morir de hambre.
—¿Y qué quería Garofalo?
—Eligió bien a sus víctimas, comisario. A los que salían más seguido, a los que tenían niños pequeños. A los que no podían quedarse nunca en tierra. Nos esperaba en el mercado, cobraba el dinero directamente de los comerciantes. El diez, el veinte por ciento. Según cómo había ido la jornada.
—¿Y nunca pensaron en denunciarlo?
Boccia rio otra vez.
—¿Denunciarlo? ¿Nuestra palabra contra la de un centurión de la milicia, un fascista? A nosotros nos habrían metido en la cárcel y a él lo habrían ascendido, ya se lo digo yo. Habrían dicho que nos lo queríamos quitar de encima para hacer lo que nos viniera en gana. No podíamos hacer nada.
—¿No hicieron nada? —preguntó Maione, incrédulo—. ¿Aguantaron la situación, pagaron sin decir ni mu?
—Estamos acostumbrados, sargento. Siempre ha sido así, una vez es uno, otra vez es otro, siempre ha sido así. Pero Garofalo no se conformaba nunca, siempre pedía más. Yo habría podido aguantar si Vincenzino no hubiese enfermado.
La mujer dio un paso al frente, saliendo de la sombra.
—Cuando el médico se marchó diciendo que sin los medicamentos no había esperanzas, le pedí a Aristide: vayamos a hablar con él. Pensé que él también tenía una hija, y que su casa estaba cerca del mar; tenía que saber lo dura que es la vida de los pescadores. Aristide no quería, decía: qué diablos le vamos a importar a él Vincenzino o nosotros. Yo insistí, dije que si lo mirábamos a la cara, si hablábamos con él, a lo mejor nos dejaba tranquilos hasta que Vincenzino mejorara un poco. En el fondo, nos lo debía.
Ricciardi pensó en la imagen de Garofalo que, sangrando por todas las heridas, repetía con gesto hostil: «Yo no debo nada, nada de nada».
—Al final fueron a verlo.
—Sí, comisario. Y fuimos con las manos vacías. Garofalo les había dicho mil veces a todos que no quería que nadie le llevara nada a su casa, porque no quería que los vecinos pensaran que era de los que sacaban partido. Con la esperanza de que al menos su mujer, que era madre como yo, entendiera y nos concediera la gracia como la Virgen, a nosotros, que somos trabajadores.
Ricciardi y Maione recordaron el san José hecho añicos y la Virgen caída sobre el burro.
—¿Y cómo los recibieron?
—Nos abrió la señora con la niña. En cuanto nos vio, la pequeña dijo: mamá, qué mal huelen. La madre se echó a reír, y entonces llegó él. Ni siquiera nos invitaron a sentarnos.
—Me había preparado el discurso —intervino el marido—, el niño, los medicamentos. Nada que hacer; se miraron y se rieron. Me dijo: si no te marchas ahora mismo por tu propio pie, llamo a mis milicianos y hago que te metan en chirona. Mi mujer se dirigió a la señora…
—… Y le dije: señora, usted es madre, mi hijo está enfermo.
Maione, que escuchaba sin querer hacerlo, le preguntó:
—¿Y ella qué le dijo?
La mujer del pescador tenía la cara de cera.
—Me sonrió con dulzura y me dijo: el dinero es cosa de hombres, ¿no lo sabías? Nosotras debemos ocuparnos de lo nuestro. Además, tú tienes tres hijos, yo solo tengo a la niña. Como si por el hecho de tener tres, yo pudiera renunciar sin más a Vincenzino.
El mar rugió otra vez. A través de los postigos ya no se filtraba la luz, era de noche.
—¿Y qué hicieron entonces? —preguntó Ricciardi.
El marido y la mujer se miraron; él fue el primero en desviar la vista.
—¿Qué íbamos a hacer? Volvernos para casa a esperar nuestro destino.
—¿Y no regresaron más a casa de los Garofalo? —preguntó Maione tras aguardar un momento.
Siguió un silencio que pareció infinito.
—No, sargento —respondió la mujer—. No regresamos más. Y cuando nos enteramos de que los dos habían muerto, si debo ser sincera con usted, para nosotros fue como una liberación. No eran buenas personas, no. No tenían piedad para quienes estaban en nuestras condiciones. Y una madre y un padre deberían tener piedad. Al menos por los niños. Los niños no tienen nada que ver.
De la cuna salió un silbido lúgubre y leve. Los padres volvieron a mirarse brevemente.
—Nos marchamos —dijo Ricciardi, poniéndose en pie—. Vamos, Maione.
Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia la mujer.
—Señora, enviaré a un amigo para que vea a su hijo. Es médico, tiene el pelo canoso y va acompañado de un perro. Es el mejor, si puede hacer algo por él, lo hará. En cuanto a los medicamentos, no se preocupe, él se ocupará. Tiene usted razón, los niños no tienen nada que ver.