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El trayecto que llevaba al barrio desde la jefatura no era largo, aunque ofrecía una vista panorámica de absoluta belleza.

Bordeaba el Palacio Real, con los soportales de la iglesia de San Francesco que delimita la piazza del Plebiscito. De allí seguía hacia la via Cesario Console, que dobla cuesta abajo hacia el mar. A la derecha, los hoteles grandes y lujosos, con sus filas de coches esperando y los chóferes fumando de pie en el viento, sujetándose el sombrero con la mano y charlando a los gritos. De frente el mar, con sus altas ráfagas de espuma que llegaban hasta la calle, obligando a los automóviles y carruajes a circular por el centro de la calzada y los que venían en sentido contrario, a arrimarse bien a la acera.

La mole del castillo se recortaba oscura y amenazante mientras iba cayendo la noche. Con ese tiempo dejaba de ser inquietante, con sus cañones y sus almenas, y se tornaba protectora, impidiendo al viento que aullara en las callejuelas del barrio.

Hacía más de un siglo los últimos pescadores habían sido trasladados desde Santa Lucia a las casitas bajas construidas expresamente. En la planta baja, muchos de ellos habían abierto pequeñas tabernas, que en verano preparaban el pescado recién traído del mar y que incluso se habían puesto de moda entre los turistas, atraídos por el aroma apetitoso de las brasas que llegaba hasta sus lujosas habitaciones de hotel, a pocos metros de allí; dejando de lado esta diversificación estacional, la gente del barrio se mantenía con el oficio de sus padres, de sus abuelos y bisabuelos.

Apenas unas decenas de familias, que con los siglos acabaron todas emparentadas; privadas de los jóvenes mejores y más ambiciosos, que decidieron marcharse en los grandes barcos de tres chimeneas rumbo a América, o que prefirieron buscar dinero más fácil en el vientre blando de la ciudad. Quedaban quienes no podían o no querían hacer otra cosa.

Ricciardi y Maione cubrieron el trayecto en silencio, soplaba el viento, costaba hacerse oír, los dos sumidos en sus pensamientos.

El sargento tenía una gran confusión en el corazón. Pensaba en la venganza, en la justicia, en la vida y la muerte. En su mente sencilla, donde solo tenían cabida el bien y el mal, no podía consentir que un asesino, responsable del inmenso dolor que llevaba dentro y que durante tres años había convertido a su mujer en un vegetal, no fuese castigado por el delito cometido. De eso estaba seguro, más que seguro.

Y se preguntaba: ¿acaso era él el juez? Era un policía, acostumbrado a respetar unos principios definidos en otros sitios, en las leyes decididas por hombres más inteligentes y cultos, a él solo le correspondía aplicarlos. Él atrapaba a los criminales y los entregaba. A partir de ese momento, y ese era un principio al que se había atenido toda la vida, no le correspondía ocuparse del destino de quienes habían cometido los delitos. Tampoco le habría gustado hacer el papel de juez, siempre se había tenido por un hombre con la conciencia débil, le habría resultado imposible volver a conciliar el sueño.

Por otra parte, sabía bien que por la ley Biagio saldría impune; habían celebrado un juicio y dictado una condena; la confesión del hermano moribundo había sido recogida mediante engaño por Massa, que se había hecho pasar por cura. Además, no había pruebas.

Maione se preguntó qué habría querido Lucia. El instinto lo impulsaba a hablar, a compartir con ella la terrible noticia, a pedirle consejo sobre qué debía hacer y cómo hacerlo. Le obsesionaba su mujer, el horrible sufrimiento al que había asistido, la sombra que seguía encontrando en el fondo de aquellos ojos color cielo, el tormento de los días que siguieron a la desgracia. ¿Qué piedad habría mostrado Lucia hacia el causante de ese dolor? No, imposible, no podía correr el riesgo de que lo reviviera. La responsabilidad por lo que debía hacer descansaba por entero sobre sus hombros. Al final, en contra de sus deseos, se había erigido en juez del juicio más importante, ante el tribunal de su propia conciencia.

A su lado, Ricciardi caminaba arrastrado por la marea de sus propios pensamientos.

La visita de Livia lo había inquietado más allá de lo imaginable. Después del accidente había vuelto a verla, fue la primera en ir al hospital, había estado en la jefatura varias veces para alegría de los chismosos y de Garzo, siempre dispuesto a mostrar su cara sonriente a quien pudiera hablar bien de él en Roma. Sin embargo, se las había ingeniado para no encontrarse nunca a solas con ella.

En esta ocasión no había podido evitarlo. No lo había hecho por cobardía, sino para no herirla. Sabía muy bien, como había ocurrido luego, que no le ocultaría lo que sentía, que se lo diría con lujo de detalles; las acrobacias verbales no eran lo suyo, la diplomacia no se contaba entre sus pocas virtudes.

Creía que no amaba a Livia, pero se preguntaba si era así. Su escasa aptitud para los sentimientos, su poca práctica y la falta absoluta de precedentes le planteaban no pocas dudas. Se sentía gratificado por la admiración que todos mostraban por aquella mujer exótica y felina; le gustaba su olor especiado con un punto salvaje; a ella había acudido instintivamente cuando la soledad, la fiebre y el sufrimiento se habían vuelto insoportables bajo la lluvia de noviembre. ¿Era eso amor?, se preguntaba Ricciardi.

Y, por supuesto, estaba Enrica. Sus gestos pausados, la chispa de alegría tras las gafas con montura de carey. La turbación al verla, la paz que sentía observándola por las noches, asomada a la ventana, el dolor de encontrarse con esa misma ventana cerrada en los últimos días. ¿Sería eso el amor?

Una pregunta lo perseguía con saña: ¿quería que el amor entrara en su vida?

Tras haberlo identificado como uno de los dos principales enemigos, de hecho más insidioso e incomprensible que el hambre; tras haber visto a diario sus dramáticos efectos, la sangre, el dolor, el sufrimiento; tras conocer las debilidades que comportaba con la separación y la melancolía de la pérdida; ¿quería él que ese amor entrara en su vida?

Siempre había puesto cuidado en evitarlo. Lo había mirado con desconfianza, de lejos, manejando sus efectos con cuidado y manos enguantadas para evitar contaminarse. Y ahora se preguntaba qué diferencia había entre las dos emociones, no una sino dos emociones que sentía, tratando de definir su naturaleza.

¿Qué diablos te pasa, Ricciardi?, se preguntó. ¿Has decidido lanzarte al vacío, saltar al abismo en cuyo borde llevas caminando desde siempre? ¿Ya no tienes miedo?

Trató de concentrarse en la investigación que tenían entre manos. Como un fogonazo vio la sangre, los cadáveres, las marcas de las heridas; oyó una vez más las palabras del Asunto, lo que los muertos le decían con su último aliento antes de separarse de la vida; la incomodidad de los milicianos, debatiéndose entre las ganas de colaborar y el miedo a que alguien, en alguna oficina oculta, en Roma o en la ciudad, decidiera airear a los cuatro vientos las miserias de su ambiente; la desesperación y el sufrimiento de Lomunno, un hombre muerto y aún no resucitado, y de sus hijos. La cara seria de la niña que, descalza y de puntillas, removía aquella olla maloliente, y su triste determinación cuando levantó al hermanito del suelo y se lo llevó fuera al notar que las palabras de su padre destilaban furia. Sin duda estaba acostumbrada.

Ricciardi no sabía decir si el excolega de Garofalo era el responsable del doble homicidio. La experiencia le decía que, en general, el culpable no suele expresar su amargura por no haber cometido el delito. Lomunno se mostraba sinceramente destrozado por no haber llevado a cabo una venganza que quizá para él habría resultado liberadora, pero que no había puesto en práctica por amor a sus hijos. No disponía de coartadas verificables; la típica situación que, a falta de algo mejor, desembocaría en su detención y tal vez en la condena. Lomunno había deseado tanto cometer aquel asesinato que quizá sería capaz de convencerse de que él era el verdadero culpable.

Las pesquisas que estaban haciendo debían, por tanto, identificar otra hipótesis; de lo contrario, se verían obligados a privar a los hijos de Lomunno del único progenitor que les quedaba. Por otra parte, reflexionó el comisario, se trataba de un hombre a todas luces agresivo, cargado de una rabia infinita y de un dolor profundo. Recordó el cuchillo clavado en la mesa con violencia. Quizá había sido él, pensó.

Llegaron al barrio casi sin darse cuenta. Sumidos en sus pensamientos, ninguno de los dos advirtió que llevaban veinte minutos caminando sin decirse una sola palabra.

El mar aullaba en el viento.