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Mientras escuchaba el sonido de los gaiteros que venía de la calle, Lucia Maione pensaba en la vida.

Y pensaba que la vida era extraña, nadie la había entendido nunca, ni los filósofos, ni los autores de las canciones, y ella menos que nadie, porque era ignorante y lo único que sabía era hacer de madre y esposa.

Recordaba su vida de unos meses atrás. Si es que se podía llamar vida a eso. Se pasaba gran parte del día y de la noche tumbada en la cama, sin dormir nunca profundamente, en un estado de perenne duermevela poblado de imágenes, pensamientos fragmentados, recuerdos. Si de la noche a la mañana a una madre le quitan un hijo, si todavía le quedan sus camisas por planchar, si todavía su carcajada le resuena en los oídos, entonces lo que puede ocurrir es imprevisible.

Seguía trajinando en la cocina. Sus hijos jugaban en el cuarto contiguo. Estos también son mis hijos, había pensado. Tienen derecho a una madre.

Durante casi tres años ese razonamiento no fue suficiente; ni la casa ni el marido parecían razones convincentes para aferrarse a la vida. Solo le apetecía mirar el retazo de cielo que se veía desde su cama, a la espera de que pasara un ángel rubio y se la llevara lejos.

Un buen día, de repente, se levantó. Notó algo en el aire primaveral, un perfume nuevo, tal vez un aroma. Se había asomado a la ventana para mirar hacia abajo. Había visto la placita, los coches que iban y venían. Había visto la vida, que continuaba su viaje como de costumbre, y le había entrado nostalgia.

Justo a tiempo, pensó alineando los ingredientes sobre la mesa. Había estado a punto de perder a su marido y el afecto de sus hijos. Y de quedarse sola en el infierno de un dolor infinito. Y había comprendido que a su hermoso hijo, a aquel muchacho rubio como ella, que cuando regresaba a casa la tomaba entre sus brazos y la hacía dar vueltas y más vueltas hasta dejarla sin aliento, y la llamaba «mi novia», no le habría gustado verla en ese estado. Se había peinado y cambiado el vestido. Había ensayado una tímida sonrisa frente al espejo del tocador de su dormitorio.

Y desde aquel día, de una en una, había recuperado todas las tradiciones familiares. Ahora que la Navidad estaba otra vez a la vuelta de la esquina, se esperaba que ella preparara la mejor mesa del barrio, por la que su marido y sus hijos eran la envidia de todos sus amigos.

Con los brazos en jarras, el delantal húmedo, pasó revista a lo que había sobre la mesa, recitando a media voz, como una plegaria: el brécol limpio con sus largas hojas verde oscuro, la nabiza de hojas estrechas y largas, la achicoria, el repollo y las torzelle. Tenía todas las verduras.

Sopa maridada, parece cosa de coser y cantar. Y a pesar de su sencillez era uno de los platos más difíciles del año. Pero ¿qué Navidad sería sin sopa maridada?

Vamos a ver, después de las verduras, las carnes: un hueso de jamón; las cortezas y las costillitas de cerdo, el salami, las salchichas pezzentelle, la carne fresca de cerdo. Para el ojo inexperto se trata de restos, cortes de carne que podrían servir para el perro de la casa, y, sin embargo, encierran el secreto de la sopa perfecta. Y no podían faltar el tocino, las salchichas frescas para desmenuzar, una pieza de queso caciocavallo seco, imprescindible. Y el toque especial, una guindilla fuerte y un vaso de vino tinto.

Sonrió pensando en Raffaele, al que le chiflaba la sopa maridada. Y la sonrisa se le empañó.

Lo notaba raro. Un gesto apenas perceptible en su expresión, aunque intentaba ocultarlo; una tristeza, un toque de melancolía. Tal vez fuera por la proximidad de la fiesta, tal vez el recuerdo de Luca, que para ella era una compañía constante, para su marido había llegado a traición, con el sonido de las gaitas y el recuerdo de cuando era pequeño y pedía regalos casi tan caros como la luna.

Había algo que a Lucia no le cuadraba, esa sombra negra en los ojos de Raffaele había surgido de forma muy repentina, exactamente el sábado por la noche, cuando regresó a casa.

¿Sería el nuevo caso? ¿La compasión por la niña que se había quedado huérfana de una forma tan tremenda, según le había contado? Tal vez. De todos modos, Lucia notaba que algo no acababa de encajar.

Mientras cortaba el tocino en cuadraditos encima de la madera, recordó que la primavera anterior hubo un momento en que llegó a sospechar que Raffaele estaba interesado en otra mujer. Aquello había actuado como un motor, un fuerte empujón que la obligó a recuperar a toda prisa las ganas de ocupar otra vez su lugar. No consentiría nunca más que nadie proyectara sombras sobre su vida.

Porque la vida es importante, si la pierdes y la recuperas, volver a perderla es un pecado, un pecado mortal.

Se concentró en Raffaele, mientras canturreaba y cortaba el tocino en cuadraditos.

Angelina comprobó la temperatura de Vincenzino, posando los labios sobre su frente. Estaba ardiendo. Otra vez.

El mar, a pocos metros de la puerta de su casa, no dejaba de aullar en el viento, pero el olor del aire era distinto; los viejos habían dicho que la tramontana dejaría de soplar al cabo de unas horas, y el frío se quedaría como único dueño y señor.

No era una buena noticia para Vincenzino. Los pulmones le silbaban por la noche cuando dormía, y Angelina lo escuchaba como un canto de muerte, y no podía pegar ojo.

El médico había prescrito los medicamentos que había que conseguir; si les hubiese pedido oro, incienso y mirra, como las siluetas de madera con las figuras de los reyes Magos, habría sido exactamente lo mismo.

Los medicamentos son para los ricos. Los médicos son para los ricos. O para los ladrones como el centurión que había arruinado a su marido.

Pensó en la gran casa luminosa. En el calor que hacía dentro, como si el invierno respetara aquellas paredes, como si el frío temiera entrar. Ante todas aquellas luces, aquella plata reluciente, aquellos suelos brillantes, aquellas alfombras mullidas que parecían la arena en verano, cuando caminas descalza y te sientes como en una nube.

Y pensó en la mujer de Garofalo, en su sonrisa amable, falsa, irónica, «¿Sombrero y guantes?», había preguntado. A ellos, que no sabían lo que eran los guantes, a ella que llevaba en la cabeza el mismo chal negro que había pertenecido a su madre, y a Aristide que se cubría con una gorra que olía a agua de mar y dolor, a mil noches pasadas en la barca rogando a los peces que vinieran.

Mientras pensaba en esos dos, como si sus almas negras movieran los hilos desde el infierno, entró Alfonso, su hijo mayor: mamá, mamá, dijo nervioso, están aquí, mamá. Están aquí en la placita, y preguntan por nosotros.

Angelina pensó en su marido, y en el mar ruin y negro que todas las noches trataba de arrebatárselo, pero que daba de comer a todos. Pensó en Vincenzino y en el silbido de sus pulmones, que ahora se oía también de día, y en su frente que ardía. Pensó en su madre y en su padre, que le habían enseñado la honestidad y la sinceridad. Pensó en la comida, los medicamentos, las alfombras y la plata.

Durante un largo instante pensó en no hacer nada, en no decirle a nadie su nombre, en no salir, en no abrir la puerta. En fingir que ya estaban todos muertos, como sin duda ocurriría si, de una vez por todas, no ponían remedio a aquella historia. Lo pensó durante un instante.

Luego suspiró y se levantó. Cogió el chal, se lo colocó sobre la cabeza y se envolvió en él. Se miró fugazmente en el espejo colgado en la pared, el único lujo que tenían en el cuarto de seis metros de lado que era su casa, y se asustó al ver el reflejo de aquella mujer vieja y pálida. Paseó la mirada por el hogar apagado, el brasero peligrosamente próximo a la cama de Vincenzino, con la esperanza de preservarlo de la muerte que se cernía sobre él, el pequeño pesebre triste que Aristide había tallado y adornado con algas secas, para que también fuera Navidad para sus niños.

Lo observó todo con atención, no vio esperanza.

Y salió en medio del viento al encuentro de los policías.