Adentrándose en San Gregorio Armeno, Maione no dejaba de pensar en la barraca donde vivía la familia Lomunno, o al menos en lo que quedaba de ella. Si la Navidad parecía haberse detenido a la entrada de aquella calle sin asfaltar, dejando a sus habitantes librados a su propio destino, aquí en cambio cada ventana, cada puerta, cada tienda gritaba a pleno pulmón que la fiesta principal del año estaba a punto de llegar y había que prepararse.
Desde siempre aquel era el lugar de los pastores del pesebre, de las decoraciones para la casa, de los adornos. La actividad comenzaba a finales de octubre y continuaban hasta la Epifanía; después regresaba el letargo comercial durante el cual las tiendas se especializaban en las flores de tela, para adornar el pelo y los trajes de las señoras de la ciudad.
Por lo menos tres parejas de gaiteros, pagadas por los comerciantes de pastores, tocaban sus melodías; aunque quedaba algo de luz, cada tienda había encendido sus decoraciones luminosas para atraer las miradas de los numerosos viandantes; y todos los fabricantes de figuritas habían expuesto en la calle sus mejores obras con un efecto variopinto que extasiaba.
Sin embargo, Maione no miraba la mercancía de las tiendas; reflexionaba sobre lo que se proponía hacer.
Estaba convencido de que el muchacho no lo reconocería al verlo. Había asistido a las vistas del juicio vestido de paisano y se había mantenido en un discreto aparte, entre la multitud de curiosos; recordaba con suma claridad, casi cuatro años después, la sensación de extrañeza que sintió, como si se hubiese tratado de algo que no iba con él.
Ahora, después de tanto tiempo y vestido de uniforme, aunque lo viese, el asesino de su hijo no lo reconocería. Solo quería averiguar dónde trabajaba. Suponía que no debía de ser muy lejos de la casa que había elegido, si bien, por supuesto, podía equivocarse; quizá Biagio trabajaba en la acerería de Bagnoli, o en alguna obra del Vomero, y eso habría supuesto una investigación adicional, incluso otra visita a Nenita.
En todo esto pensaba cuando lo vio. Inclinado sobre uno de los puestos, en el arco de entrada de una de las tiendas de figuritas más grandes, concentrado en moldear con una pequeña espátula un rostro en la madera. Lo descubrió porque, en una calle que parecía un río de gente en movimiento que iba de aquí para allá, alrededor de él había un corrillo de personas que, embelesadas, lo observaban trabajar.
Se acercó, quedándose en tercera fila; su altura le permitía ver más allá de los curiosos. El muchacho estaba con la cabeza gacha, ajeno a todo, como si se encontrara en medio del desierto. Daba los últimos toques a una cara, una cabecita, como las llamaban. Una vieja, con el pelo recogido en un moño, las mejillas hundidas, los ojos muy abiertos y un tanto abultados.
Era habilísimo; de los movimientos escuetos iba surgiendo una expresión humana de maravilla y sorpresa. Sobre el puesto había dos manos de dedos ganchudos, tendidas como para aferrar algo. Les faltaba la pintura, pero ya daban la sensación de estar dotadas de vida. Por último, la cabeza y las manos se completarían con un cuerpo de alambre y estopa, al estilo antiguo, vestido con traje de seda y encaje.
Notó que el muchacho, mordiéndose la punta de la lengua, con los hombros encorvados, daba los retoques con la izquierda. Recordó con una punzada de dolor el informe del homicidio de Luca, en el que se describía una herida sola, mortal de necesidad, en el omóplato izquierdo. Un zurdo; el hermano condenado era diestro. Nadie había reparado en el detalle. Por otra parte, estaba la confesión, ¿para qué indagar más? Maione mismo no se había planteado entonces la menor duda.
El pensamiento lo alejó de la maravilla de ver cómo la madera cobraba vida y nacía la figura de una mujer, y lo llevó bruscamente al motivo por el que se encontraba allí. Retrocedió unos cuantos pasos, tomó del puesto una vaca de barro y se acercó al dueño de la tienda que, con aire satisfecho, custodiaba la caja registradora.
—Buenas tardes. Mucha gente hoy, ¿no?
El hombre observó el uniforme con desconfianza y contestó con una sonrisa:
—Sí, sargento, por suerte en la semana de Navidad hay bastante más ajetreo; pero la mayoría de la gente solo viene a mirar, las figuras bonitas cuestan caras, les gusta mirarlas y luego compran los pastores más baratos.
—Lo que pasa es que el dinero no sobra —dijo Maione fingiendo interés—. Y la gente prefiere comprar comida, ¿no?
El propietario quiso defender la categoría.
—Ya, lo comprendo. Pero ¿qué Navidad sería sin pesebre? Nosotros vivimos de esto y la tradición de esta ciudad manda que cada casa, incluso la más pobre, debe contar por lo menos con la Santa Familia. Claro que a las tiendas que hacen cosas baratas les va mejor con esas porquerías de barro pintadas de cualquier manera. Pero nosotros, nosotros hacemos obras de arte.
Maione fue llevando la conversación hacia donde quería.
—Es verdad, he visto que tiene unas piezas muy hermosas. Ese muchacho de ahí al fondo, por ejemplo, está haciendo una vieja, parece muy habilidoso.
El dueño salió de detrás de la caja registradora y se asomó a la calle, comprobando satisfecho que el corrillo que rodeaba el puesto del joven trabajador había aumentado.
—Muy habilidoso, sí. Llevo cuarenta años en este oficio. Antes tallaba mi padre y yo estaba en la tienda, jamás había visto a nadie aprender tan deprisa. Él hace más piezas, y mucho mejores, que el imbécil de mi hijo, que lleva aquí quince años y todavía no toca la madera.
—Ah, ¿y cuánto lleva el muchacho con usted? —preguntó Maione con educación y fingido interés.
—¿Biagio? Unos tres años y medio, esta será su cuarta Navidad. Me acuerdo de cuando llegó, se pasó un día entero dando vueltas ahí fuera, miraba el interior, se asomaba y no entraba. Al final lo llamé yo. ¿Qué buscas, muchacho?, le pregunté. Nada, me contestó. Quería saber si necesitaba a alguien para barrer la tienda. Le contesté: de acuerdo, pero solo estos días de fiesta. Después, a uno de mis artesanos le rompieron los dedos en una pelea, y Biagio se sentó en su sitio. Y no se ha vuelto a levantar. Es un mago con el cuchillo.
Maione notó otra punzada de dolor al oír esas palabras. No tiene nada de mágico clavarle el cuchillo por la espalda a un pobre muchacho. No es ninguna magia.
—Así es una ayuda para usted y las cosas van bien. Y se comporta con honestidad, supongo.
No era extraño que un policía formulara una pregunta así; el propietario no sospechó.
—Desde luego, sargento, ese muchacho es una joya. Está casado y tiene dos niños pequeños. Al cabo de unos meses de estar aquí encontró un pequeño apartamento libre, justo en el callejón de aquí a la vuelta. Si viera a su mujer, es mejor que él, realmente una muchacha muy trabajadora. Limpia en algunas casas de por aquí, una viejecita le cuida a los niños; la verdad es que la chica pone todo su empeño. En el barrio es muy querida. Ahora está ayudando a mi mujer, aquí enfrente. De vez en cuando se asoma para ver trabajar al marido. Ahí la tiene, ¿la ve?
Siguiendo la mirada del hombre, en la segunda planta del edificio de enfrente, Maione vio asomarse a la muchacha morena a la que ya había visto esa mañana. Fue una aparición fugaz, una sonrisa y un beso lanzado con la punta de los dedos al que el muchacho contestó con una inclinación de la cabeza, sin dejar de trabajar.
—Reconforta el corazón ver a dos jóvenes que se quieren así y se esfuerzan de ese modo —comentó el dueño, buscando la mirada de Maione—. Claro que a usted, sargento, acostumbrado como está a ver gentuza de lo peor, le parecerá raro, ¿no?
—No sé —contestó Maione, encogiéndose de hombros—. A veces la gente no es lo que parece. Ni en el bien ni en el mal. Se me ha hecho tarde, tengo que irme corriendo. ¿Qué le debo por la vaca?
Mientras subía la calle a paso vivo en dirección a la jefatura, Maione se notó la cabeza como en una nube. Una esposa, dos niños pequeños; la vida de Luca habría podido ser así. Aquella chica, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Marianna. La hija de Rosario, el mecánico de bicicletas.
Sus hermanitos se burlaban de él, Luca tiene novia, Luca tiene novia; él reía y fingía perseguirlos. Tal vez ahora estaría casado y yo sería abuelo. Abuelo de una niña y de un niño. Y ese, que hoy hace gala de su habilidad tallando cabezas, se dedicaría a la delincuencia como su difunto hermano. Quizá ya habría acabado mal, asesinado por otro criminal en una esquina cualquiera.
Recordó la voz de Franco Massa, el padrino de Luca, que se había hecho pasar por cura cuando le decía: debemos encontrar a ese Biagio y matarlo como a un perro, como hizo él con Luca. Matarlo como a un perro. Como a un perro. Si no te ves con ánimo, me encargo yo.
Rodeado por el sonido de los gaiteros y la multitud festiva de la Navidad inminente, Raffaele Maione pensaba en la muerte.