Maione aprovechó la visita de Livia para esfumarse a pesar de la muda petición de auxilio que Ricciardi le hizo con la mirada.
—Si me permite, comisario, tengo que hacer unos encargos de Navidad. Nos vemos dentro de una hora, y así damos ese paseo hasta Borgo Marinari.
—Un lugar realmente espléndido —intervino Livia—, muy característico, las casas de los pescadores y las barcas debajo de Castel dell’Ovo. Estuve en verano, ¿vale la pena verlo también en invierno?
—No, no vale la pena —se apresuró a contestar Ricciardi—. Debemos ir por trabajo, a interrogar a unas personas. De acuerdo, Maione, puedes irte. Pero no tardes, que tenemos mucho que hacer.
Escoltados por las miradas curiosas del personal de la jefatura y de un número indeterminado de abogados, Livia y Ricciardi fueron al despacho de él. Un hombre esposado, que esperaba que dos guardias lo llevaran a la celda, dejó escapar un prolongado silbido de admiración al ver pasar a la mujer; uno de los policías le dio un pescozón e intercambió con su compañero una mirada cómplice; no era una mujer que pasara inadvertida.
Ricciardi, por su parte, no soportaba ser el centro de atención, por lo que apuró el paso y cuando cerró la puerta, lanzó un suspiro de alivio.
—¿No podías ahorrarte esta entrada teatral?
—Yo también me alegro de verte, gracias —dijo Livia quitándose los guantes—. Buenos días, ¿cómo estás?
—Disculpa —el comisario captó la ironía del saludo—, buenos días. Ya sabes que no me gusta llamar la atención. La jefatura es como un pueblo, todo son chismes e ironías, y eso va en detrimento del trabajo.
La mujer se sentó en el sillón, después de quitarse el abrigo con los puños y el cuello de pieles.
—Ya, el trabajo. Tu única preocupación. Ni pensar en concederse una pausa, ni pensar en escuchar lo que pide el corazón.
—Por favor, Livia. No me pongas en un compromiso.
—En un compromiso. Así que yo te pongo en un compromiso. Oye, Ricciardi, ¿y si habláramos claro de una vez por todas? ¿Si miráramos las cosas de frente, no crees que sería mejor para los dos?
Ricciardi se acercó a la ventana y observó el tráfico de la plaza. Las encinas desnudas agitaban sus escasas hojas al viento, los vendedores ambulantes cruzaban la calle deprisa para llevar su mercancía a donde pasaba más gente. A lo lejos, casi difuminadas, las imágenes de una madre y su hija, víctimas de un accidente de tránsito, ocurrido tres meses antes. Las dos, ataviadas de forma incongruente con ligeros trajes veraniegos, intercambiaban frases incomprensibles: «Date prisa, nos espera», decía la madre con las piernas arrancadas de cuajo. «La peonza, la peonza, se me ha caído la peonza», contestaba la niña con la cabeza triturada. Demasiada prisa por recoger el juguete. No hay que volver atrás de improviso cuando se cruza la calle.
No hay que volver atrás.
—Livia, ya sabes lo que pienso. Lo hemos hablado muchas veces. Tú eres una mujer espléndida, lo ves, eres consciente. Puedes tener al hombre que quieras. Y aunque no fueras tan hermosa como eres, cuentas con conocidos, eres brillante, tienes dinero. ¿Por qué yo? ¿Con todos mis problemas, con todas mis dificultades?
La mujer se tomó en serio la pregunta, que ella misma se hacía a menudo. Recordó a sus pretendientes, tanto a los que seguían llamándola desde Roma como a los nuevos, que todas las mañanas le enviaban flores y dulces acompañados de notas apasionadas.
—Pues ya lo ves, es a ti a quien quiero. Verás, Ricciardi, percibo en ti dos personas distintas y separadas. Una mantiene oculta a la otra, encadenada, como si la hubiese raptado; y la somete a una soledad larga y forzada. Tras la pantalla de una aparente falta de emociones, hay alguien que necesita reír, salir a la luz. Ser amado. Y ya sabes que tuve una prueba no hace mucho.
Ricciardi suspiró y dio la espalda a la ventana.
—¿La prueba, dices?
Livia rio, nerviosa. Aquel hombre la inquietaba en lo más hondo, por primera vez en su vida no sabía cómo comportarse.
—Sé lo que vas a decir. Que te sentías mal, que tenías fiebre. Que fue culpa de la lluvia, de toda esa lluvia, y del dolor por algo que llevas dentro. Pero yo te tuve entre mis brazos, Ricciardi. Y una mujer sabe cuándo un hombre está completamente lúcido.
Ricciardi la miró durante un buen rato. Sintió ternura al ver su aire insolente, las palabras agresivas y el contraste con la mirada aturdida y el ligero temblor de los labios.
—No diré que no estaba completamente lúcido. No diré que no recuerdo lo que pasó esa noche entre nosotros. Estaba débil, eso sí, y llevaba dentro una gran pena. La soledad me pesaba demasiado aquel día y no pude soportarla solo. Fui a buscarte, Livia, debo reconocerlo, aunque después no llamé a tu puerta. Quería calor, quería caricias, el contacto con otra piel. Te ruego que me perdones.
Livia se sintió otra vez descolocada; no esperaba una admisión de debilidad por parte de Ricciardi.
—¿Acaso no comprendes que eso es precisamente lo que quiero darte? ¿Un poco de calor, de alegría? Escúchame, Ricciardi, no voy a plantearte exigencias, no soy ese tipo de mujer. Viniste a mí y eso me llenó de felicidad. Me sentí muy a gusto contigo, pero soy la primera en decir que lo tuyo fue una fuga. —Se pasó una mano delante de los ojos y añadió—: Pero también es la prueba de que un hombre como tú puede contar con un momento, si no feliz, al menos sereno.
Ricciardi la escuchaba de pie, con las manos en los bolsillos, el mechón de pelo sobre la frente, los ojos verdes inexpresivos. Podría haberse tratado de una estatua.
—Hay cosas de mí que ignoras, Livia. No soy tan… distante, digamos, por elección. Cada uno tiene sus características, y las mías me mantienen lejos de ciertas emociones, de ciertos sentimientos. —Entornó los ojos y en la plaza, a sus espaldas, oyó a la niña que buscaba su juguete—. Hay otro aspecto más. Siento algo, creo que un sentimiento, por una persona. Ya te lo he dicho en otra ocasión. En fin, que hay una mujer.
A Livia le dio vértigo. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Lucha, se dijo. Si de veras quieres a este hombre, lucha.
—¿Y lo sabe? ¿Le has dicho lo que sientes por ella? ¿Conoces su piel, la has tocado? ¿Ha notado tu aliento cerca?
Ricciardi abrió la boca, luego la cerró. Palideció.
—No, no lo sabe. No se lo he dicho.
Livia rio, pero no con los ojos.
—¿Y entonces? Eso significa que conmigo tienes algo más, ¿no? Habremos compartido un solo instante, pero lo hemos compartido, y al menos estamos hablando de ello.
Ricciardi echó un vistazo a su despacho: el viejo sillón de madera, el escritorio con su mugriento cartapacio verde aceituna, la bombilla colgada del cable en el centro de la habitación porque la pantalla llevaba un año rota y no la habían sustituido. El tintero de cristal, el pisapapeles hecho con la esquirla de una granada. Su mundo.
—Mira a tu alrededor, Livia. ¿Qué ves? Un viejo despacho destartalado. Yo vivo aquí más que en mi casa, donde soy un extraño. ¿Qué puede ofrecerle un hombre como yo a una mujer? No sé cuánto viviré, pero pasaré mi tiempo aquí. ¿Por qué quieres a alguien así?
Livia se puso de pie. Sonreía con dulzura, pero una lágrima surcaba su mejilla.
—No hay modo de que lo entiendas, ¿verdad? No lo captas. No hay un por qué. Te enamoras así, sin motivo. Hasta una mujer como yo, que ha tenido una vida intensa, que ha sido muy feliz y muy desdichada, puede volver a enamorarse. Ese es el regalo que me has hecho, Ricciardi, me quieras o no, me has hecho comprender que sigo viva, que puedo volver a enamorarme.
Dio media vuelta, avanzó hacia la puerta y aferró el picaporte. Luego se volvió otra vez hacia él.
—Y quiero que lo sepas, lucharé por este amor. Utilizaré todos los medios, porque sé que en el fondo tú también me quieres, y solo me pides que te saque de esa maldita cárcel en la que te has encerrado, sabe Dios cómo y por qué. No subestimes a una mujer enamorada, Ricciardi. No te lo aconsejo.
Salió corriendo, se subió al coche y dio rienda suelta al llanto.
Mientras el vehículo salía del patio, un par de ojos discretos la observaban desde el zaguán del edificio de enfrente.