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Cuando le contó lo de la promesa a la virgen de Pompeya, Enrica creyó que estaba poniendo la palabra fin al aprecio que Rosa le tenía. Una mujer de esa edad, pensó la muchacha, solo podía considerar como definitivo y vinculante algo tan sagrado. Sin embargo, Rosa la sorprendió una vez más.

—En mi opinión esa promesa no es válida —sentenció.

—¿Por qué no?

—Primero —dijo Rosa, contando con los dedos—, usted no sabía cuál era el estado del señorito. De hecho dijo: «Si lo salvas, nunca más volveré a verlo». ¿De qué debía salvarlo la Virgen, si no se había dado más que un golpecito en la cabeza? Segundo, los votos deben hacerse de una manera determinada, no así, sentada en la sala de espera de un hospital. Hay que ir a una iglesia, ponerse delante de una imagen bendita, y usted no lo hizo así. Tercero, una solo puede renunciar a algo que es suyo, no a algo ajeno. Y con ese voto usted le quitó algo importante también, que no prometió nada.

—Pero yo sé —dijo Enrica negando con la cabeza varias veces— que hice esa promesa. Y no puedo faltar a una promesa hecha a la Virgen. Además, además…, está esa señora, la hermosa forastera. La he visto con él en más de una ocasión, si hasta pensé que… que estaban prometidos. Si a él no le gustara, la echaría de su lado, ¿no le parece? Estoy hecha un lío…

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Rosa se miró de reojo la mano, que temblaba ligeramente; no podía perder el tiempo con tonterías.

—Por eso he venido a buscarla. Hablemos claro, señorita, los hombres son débiles. Ellos creen que deciden, que eligen, que hacen; pues no, deciden, eligen y hacen exactamente lo que decidimos nosotras. Y cuando digo nosotras, no me refiero a todas, sino a las más fuertes, a las más decididas. Esa señora que usted dice, esa forastera…, que según usted es hermosa, pero a mí me parece una flaca y enfermiza…, esa es muy decidida. ¿Y qué vamos a hacer, vamos a dejarle el campo libre? ¿Vamos a permitir que sea ella quien decida, así lo pesca y se lo lleva a una de esas ciudades del norte de Italia?

—No, claro que no —dijo Enrica con los ojos muy abiertos—. No. Yo solo sé una cosa, señora, que no amaré a ningún otro. A ninguno. O es él o no habrá otro.

Rosa acomodó mejor en la silla sus voluminosas posaderas y se arregló el sombrero con aire belicoso.

—Pues muy bien —dijo—. Hay que hacer dos cosas: ir a ver a un cura y aclarar de una vez por todas eso del voto. Y después hay que decidir lo que vamos a hacer para que las cosas vuelvan a su cauce antes de que la señora del norte meta las manos donde no debe.

Enrica comprendió que ya no estaba sola.

—En cuanto al cura, creo que conozco a uno que podría comprender los términos de la cuestión.

No bien doblaron la esquina del callejón, Ricciardi y Maione se encontraron otra vez en plena Navidad, aunque no les bastó para mitigar la tristeza del encuentro con Lomunno.

—Comisario, no sé qué pensará usted, pero a mí esta charla con Lomunno me ha impresionado mucho. Y no sabría decirle exactamente qué pienso.

Ricciardi caminaba con la cabeza medio oculta tras el cuello del abrigo, la mirada perdida en el vacío.

—Es lo que ocurre cuando se está ante la desesperación y una vida arruinada. Lomunno todavía no ha vuelto a vivir, es posible que lo esté intentando ahora. Eso no significa que no haya matado a los Garofalo. Ya sabes que la venganza es una bestia temible. Acecha en la oscuridad, durante años incluso, un buen día llega sin avisar y lo devora todo.

—Sí —admitió Maione, pensativo—, pero lo que ha dicho es verdad: la venganza es costosa. Y uno tiene que poder permitírsela. ¿Qué habría conseguido con la venganza? La ruina de sus hijos. Esta vez definitiva.

—Ya, pero la venganza no es racional. Imagina que una noche estás allí, como Lomunno, medio borracho, y que faltan pocos días para la Navidad. Y de pronto piensas que no es justo que uno de tus seres queridos haya muerto, y que el culpable siga viviendo tan alegre y preparándose para celebrar esas fiestas. Entonces decides hacer justicia. Empuñas el cuchillo, la pistola o lo que sea, y pones las cosas en su sitio.

Maione notó que el corazón le latía en las sienes.

—Poner las cosas en su sitio, sí…, de ese modo, quien debe pagar, por fin paga. Las cosas en su sitio.

—Pero de ese modo, mi querido Raffaele —dijo Ricciardi parándose en seco—, las cosas no se ponen en su sitio. Para reparar un error se comete otro, y otro más, y así no se termina nunca. Perdonar es difícil, tal vez imposible. Para eso existe la justicia, para poner las cosas en su sitio. ¿No te parece?

Maione se sintió confundido.

—La venganza, comisario, es un sentimiento humano. A veces es más difícil no vengarse que vengarse.

—Es verdad —admitió Ricciardi reemprendiendo la marcha a buen paso—. De modo que en nuestro caso no podemos excluir a Lomunno de entre los posibles culpables. Además, no tiene coartada, o al menos no cuenta con una que pueda librarlo de toda sospecha, y su nueva tranquilidad, esas ganas de Navidad y de familia, de pesebre y de dulces para sus hijos podrían indicar que tras haberse vengado ha conseguido acallar su conciencia.

—Cierto —asintió Maione, pensativo—. Pero no es menos cierto que Lomunno está solo. ¿De quién es entonces la otra mano que, según el doctor Modo, golpeó a Garofalo?

Habían llegado a las inmediaciones de la jefatura; estuvieron a punto de ser arrollados por el carrito de un ollero, cargado de cazuelas de cobre que entrechocaban ruidosamente.

—Tendríamos que ir al Borgo Marinari para averiguar algo más sobre la extorsión al pescador —dijo Ricciardi—. Quizá haya más suerte allí.

Después de cruzar el portón y entrar en el patio, vio el coche de Livia estacionado y a ella misma, sonriente y fumando apoyada en el vehículo. No le pasó inadvertida la decena de colegas asomados por casualidad a las ventanas pese al frío.

La mujer sacudió al ceniza del cigarrillo, y con un fulgor en los ojos, dijo:

—Justo a tiempo, antes de que se me congelara la nariz. Hola, Ricciardi. Bienvenido.