Enrica parpadeó no bien cruzó el portón; el viento frío soplaba con fuerza.
Se le empañaron las gafas, tuvo que quitárselas y limpiarlas; cuando volvió a ponérselas, abandonando el mundo de siluetas difusas de su miopía, vio frente a ella a una Rosa que se sujetaba el sombrero con la derecha mientras con la izquierda aferraba un capacho medio vacío.
La expresión de la anciana era decidida: labios apretados, ojos entornados, mandíbulas tensas. No se admitían réplicas.
—Señorita, hágame un favor, acompáñeme a comprar unas cuantas cosas para la comida de Navidad. Estoy vieja y necesito ayuda.
La joven no tuvo tiempo siquiera de mirar a su alrededor, sintió que la aferraba del brazo y la arrastraba hacia la calle.
Ricciardi y Maione llegaron al callejón detrás de San Giovanni a Mare, donde se encontraba la dirección que habían recibido en el cuartel.
Maione leyó la notita por enésima vez.
—Es aquí, comisario. Me parece raro, pero es aquí, no hay duda.
En ciertos aspectos el lugar era inquietante. Tras doblar una esquina, los dos policías abandonaron literalmente la Navidad para entrar en una tierra de nadie plagada de sordidez y miseria.
Los símbolos de la fiesta, incluso los más humildes, habían desaparecido. Frente a ellos se abría una calle sin asfaltar, flanqueada por barracas construidas a la buena de Dios con restos de madera y chapas herrumbradas. Unos niños andrajosos jugaban sentados en el suelo, en el limo que dejaban los regatos alimentados por la falta de cloacas. Aparte del viento, el único ruido provenía de un postigo que golpeaba a intervalos regulares contra la jamba.
Se acercaron al mayor de los niños.
—Eh, muchacho, ¿conoces a un tal Lomunno, sabes dónde vive?
El chico se levantó, caminó un trecho y señaló la puerta de una de las barracas. Se quedó quieto, con el brazo levantado como un maniquí.
Maione llamó a la puerta. Tras un momento, un hombre salió a abrir. Con un cuchillo enorme en la mano.
El sargento retrocedió instintivamente, llevándose la mano a la pistolera.
—Quieto, tranquilo —le advirtió Ricciardi agarrándolo del brazo—. No podía saber quién llamaba. ¿Es usted Antonio Lomunno?
El hombre los miró a los dos, luego miró el cuchillo que llevaba en la mano, como si lo viese por primera vez.
—Sí, soy yo. Disculpen, estaba haciendo un trabajo en la casa. ¿Y ustedes quiénes son?
Maione había recuperado el control, pero no perdía de vista el cuchillo.
—El sargento Maione y el comisario Ricciardi, de la brigada móvil. Tenemos que hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar?
Rosa miraba a Enrica con cara de pocos amigos. Estaban sentadas a una mesa de un pequeño café cerca de su casa, hasta donde la había llevado a viva fuerza.
Se produjo un largo e incómodo silencio durante el cual la muchacha se miraba las manos cruzadas sobre el regazo.
—Vamos a ver, señorita —dijo entonces la tata—, ¿se puede saber qué ha pasado?
Enrica parpadeó, levantó la vista y mirando a la mujer respondió:
—¿En qué sentido, señora? No ha pasado nada. Yo…
Rosa no tenía la menor intención de darse por vencida.
—Discúlpeme, pero algo tiene que haber pasado, por fuerza. La última vez que vino a casa hablamos y me pareció que tenía usted cierto interés por mi señorito, como seguramente lo tiene él por usted. Después se produjo el accidente, estuvo usted en el hospital, y recuerdo el miedo, el terror reflejado en sus ojos. Y después, cuando gracias a Dios nos comunicaron que no había sido nada grave, en vez de venir a saludarlo desapareció usted del mapa.
Enrica ensayó una débil protesta.
—No, no es que haya desaparecido del mapa, sino que he estado muy ocupada, la Navidad está al caer, mi sobrinito…
Rosa desechó las excusas con un gesto expeditivo de la mano.
—Señorita, vamos a ver, a mí no me venga con eso. Podrá engañar a un hombre, pero a otra mujer no. Que por las noches cierra usted la ventana, y el pobrecito mío se asoma y ni siquiera puede disfrutar del consuelo de saludarla. Y sufre, yo veo cómo sufre. Así que quiero entenderlo. Si lo que pasa es que se ha cansado, si ha perdido el interés, me lo dice y tan amigas como antes.
La muchacha saltó como un resorte.
—¿Qué dice usted? ¿Cómo puede pensar algo así? ¿Acaso cree que soy como las veletas que se mueven según sople el viento?
Rosa se apoyó en el respaldo, satisfecha al fin.
—No, no lo creo. Por eso me extrañaba. Ahora cuénteme lo que pasó realmente.
—Mentiría si dijera que no sé por qué han venido.
El interior de la barraca reflejaba el aspecto exterior y hablaba de una espantosa indigencia. Una niña de poco más de diez años los saludó con una reverencia y siguió removiendo el contenido de una olla que hervía en el fuego. Un intenso aroma a coliflor no dejaba dudas sobre lo que se estaba cociendo.
Junto a la mesa, sentado en el suelo, había un niño más pequeño arrebujado en un jersey varias tallas más grandes que la suya. Los mocos cristalizados en el labio superior hablaban de un abandono que encogía el corazón.
El hombre se sentó a la mesa sin hacer amago de invitar a los dos policías, que se quedaron de pie. Lomunno reanudó el tallado de una madera, en la que, con cierta pericia, daba vida a lo que parecía ser un caballo. A sus espaldas, sobre una tarima, iba tomando forma un pesebre artesanal compuesto por algunos pastores de buena factura. El hombre siguió la mirada del comisario.
—El pesebre. A saber por qué los acreedores no pusieron sus manazas en los pastores del pesebre. Se perdió alguno, claro está, y lo estoy haciendo de nuevo, construyéndolo personalmente, aquí lo tiene. Este es el caballo de Melchor, uno de los Reyes Magos. Donde hay niños, la Navidad es el pesebre. Se puede prescindir de la madre, pero no del pesebre.
Soltó una lúgubre carcajada; el olor a vino rancio de su aliento llegó hasta Maione. El sargento observó que la niña lanzaba a su padre una mirada inexpresiva.
—Si sabe por qué estamos aquí, Lomunno —dijo Ricciardi—, díganos lo que queremos saber.
El hombre se quedó mirando al comisario durante un buen rato. Luego desvió la vista hacia el caballo de madera que iba tomando forma bajo el cuchillo.
—Un día voy a la oficina. Yo estaba bien considerado, me apreciaban. Fiel militante inscrito en el partido, un voluntario de la primera hora. Hacía el trabajo que me gustaba, todos me estimaban. Mejor dicho, eso creía yo. Y en mi oficina me encuentro a mi superior acompañado por dos guardias y un hombre de paisano. Este hombre se me acerca y me dice: es usted un corrupto. Mete la mano en el bolsillo y saca mi dinero. El dinero ahorrado durante toda la vida, poco a poco, a fuerza de ocultar en casa los aumentos y las gratificaciones, para poder algún día ofrecerle a mi mujer lo que siempre había deseado, una casa.
Fuera se oyó graznar una gaviota, bajo, apenas encima de la barraca.
—Había confiado ese pequeño e inútil secreto a una sola persona. Una sola persona que sabía que ese día yo iba a retirar el dinero a casa de mis tíos, que se marchaban a América. Traté de explicarlo, pero ni siquiera me dejaron hablar. Café, decían. Café y cigarrillos. Te han dado el dinero a cambio de que dejaras desembarcar la mercancía a los contrabandistas. Tenemos testigos.
—¿Y esos testigos? ¿No los sometieron a un careo? —preguntó Ricciardi.
Lomunno echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que sonó lúgubre. La hija lanzó otra mirada inexpresiva a su padre y siguió removiendo el contenido de la olla.
—Veo que no sabe usted cómo funciona la cosa. La milicia, la policía política, la policía secreta, para ellas no hay juicios; prometen la impunidad a quien presta testimonio, y si te he visto, no me acuerdo. Lomunno va a la cárcel y al infame lo ascienden. Uno pierde, el otro gana. Hasta la mano siguiente, pero no habrá una mano siguiente.
Ricciardi no había dejado de mirarlo fijamente, sus ojos brillaban en la penumbra. El hedor a coliflor y suciedad era insoportable.
—¿De veras? Yo creo que sí la hubo, y que, hoy por hoy, Garofalo está peor que usted.
Lomunno clavó el cuchillo en la mesa con violencia y se oyó un ruido sordo. Maione dio un paso al frente, con la mano en la culata de la pistola. La niña no paró de remover.
—¿Lo cree? ¿De veras lo cree, comisario? Eche un vistazo a su alrededor, ¿qué es lo que ve? Un pobre hombre inútil, deshonrado, que vive de la limosna de sus amigos de antes, que se avergüenzan de no haberlo defendido cuando debían. Dos niños que se han hecho viejos, zarandeados como paquetes de la casa de un vecino a otro hasta que su padre salió de la cárcel, porque un buen día su madre prefirió morir a esperar. ¿Y usted se cree en condiciones de decir quién está peor y quién mejor?
—Hay una niña que se ha quedado huérfana —dijo Ricciardi sin cambiar de tono—. Una mujer inocente murió asesinada, y un hombre al que destrozaron en su propia cama. Nosotros somos de la policía y debemos descubrir quién lo hizo. Volvamos al motivo por el que estamos aquí. ¿Fue usted?
Se hizo un silencio. La niña dejó de remover, cogió en brazos a su hermanito y salió corriendo. Lomunno se tapó la cara con las manos y se quedó así. Al cabo de un rato las bajó.
—Sí —respondió—, yo lo hice. Cien veces al día en mi celda de la cárcel, de las formas más atroces, solo él, su mujer no, su hija tampoco, a la que vi nacer y no tuvo nada que ver. Y después otras cien veces cuando me enteré de que mi mujer se había suicidado y a mí todavía me quedaban seis meses de condena y no sabía qué sería de mis hijos. Y otras cien veces más cuando me vi obligado a traerlos a esta barraca, a dormir envolviéndolos con mi cuerpo para defenderlos de la pulmonía, sin pegar ojo en toda la noche para ahuyentar a las ratas. Sí, lo hice yo. Si me pregunta si llevé a la práctica lo que imaginaba en mi mente, no, no lo hice. Si mi mujer siguiera viva, si hubiese tenido a alguien con quien dejar a los niños, quizá habría subido esas escaleras y habría utilizado este mismo cuchillo. Pero en estas condiciones habría sido mejor matarlos antes a ellos, y después ir a Mergellina.
Las gaviotas graznaron de nuevo.
—Perdone, Lomunno, pero ¿cómo vive usted ahora? —preguntó Maione saliendo de su asombro.
—Al día, sargento. No sé hacer nada, he trabajado siempre de funcionario en el puerto, y después de miliciano. Como le he dicho, unos viejos camaradas me echan una mano a escondidas, para que los demás no se enteren. Vienen de noche, de paisano, miran a su alrededor cuando llegan y cuando se van. Tienen miedo, y no los culpo, al menor pretexto te toman por cómplice. Hace unos días empecé a llevar la contabilidad de algunas empresas del puerto; en nombre de otros, claro. Y recibí algo de dinero que, por una vez, he decidido no gastarme en la taberna, sino para que mis hijos puedan recordar el sabor de la Navidad.
—Lomu’, tenemos que preguntárselo. ¿Dónde estaba usted la mañana del día dieciocho entre las siete y la una?
El hombre levantó la vista y miró a Maione.
—Buscando trabajo, sargento. Dando vueltas por esta ciudad buscando trabajo desesperadamente. Por la mañana estuve en el puerto, algunos me cerraron la puerta en las narices, otros lo hicieron con educación, otros las dejaron entreabiertas. Puedo darle algunas direcciones, pero en cada sitio estuve cinco minutos. Nada que no me permitiera, en teoría, y se lo digo antes de que me lo digan ustedes, ir un momento a matar a Garofalo y su mujer. En cierto modo, yo también fui policía. Sé cómo se razona. —Dio un paso al frente y apoyó la mano en el brazo de Maione—. Sargento, hágame caso, no he sido yo. Ganas no me faltaron, quizá debería haberlo hecho. Y lo siento por la esposa y la niña, pero siento más no haber matado a ese cabrón con mis propias manos. Aunque la verdad es que para quien tiene hijos la venganza es costosa, muy costosa. Y yo no me la puedo permitir.