Antes de concluir la larga jornada de trabajo de ese domingo, a Ricciardi le quedaba una cosa por hacer. Por eso echó a andar a paso veloz para llegar al Arco Mirelli antes de que se hiciera demasiado tarde. Ignoraba los horarios del convento los días en los que no había clases, pero quería intentarlo para ganar tiempo.
Esta vez la novicia lo reconoció, contenta. Ricciardi preguntó por sor Veronica, y esperó hasta que la monjita regresó a buscarlo y le pidió que la siguiera.
Cruzaron el jardín donde, gracias a los altos muros de toba que lo aislaban del exterior, no llegaba la saña del viento. Solo el bramido de las olas delataba la proximidad del mar; por lo demás, se trataba de un lugar aislado en el tiempo y el espacio.
Lo acompañó hasta lo alto de una escalinata de piedra, donde lo dejó esperando junto a una inmensa pintura de la Virgen. Era un cuadro hermosísimo, más bien antiguo, aunque en magnífico estado de conservación. Ricciardi se quedó fascinado: los rasgos de la mujer eran muy delicados pero transmitían un inmenso dolor, los ojos apuntaban a un cielo del que emanaba una luz fría. Sobre la cabeza tenía una corona resplandeciente; en el pecho, una herida abierta en la que se veía un corazón desnudo, palpitante, traspasado por dos espadas. Una de las manos de la Virgen apuntaba a lo alto, en una muda y desconsolada súplica, la otra señalaba su propio pecho y el corazón doliente.
Para su sorpresa, Ricciardi oyó voces de niños y ruido de platos procedentes de una habitación próxima. Imaginaba el convento en silencio, dedicado a los oficios dominicales; sin embargo, ahora tenía más aspecto de escuela que en el curso de su primera visita.
Vio cómo se acercaba por el pasillo la ridícula silueta saltarina y redonda de sor Veronica, que lo apostrofó con su característica voz de trompeta:
—¡Qué sorpresa, comisario! ¿A qué debo su visita, en domingo y a estas horas?
Al saludar a la mujer Ricciardi no tuvo más remedio que tocar con desagrado la minúscula mano fría y sudorosa. La próxima vez, se prometió, la saludaré de lejos.
—Buenas tardes, hermana. Siento molestarla, pero necesitaba preguntarle algo. Si está ocupada, puedo venir en otro momento.
Sor Veronica lanzó una mirada al pasillo, de donde venía el eco del vocerío de los niños. En su ancha cara arrebolada se dibujó una sonrisa satisfecha.
—Los domingos dejamos entrar a los niños pobres de los alrededores, casi todos son hijos de pescadores y obreros. Les damos de comer, los resguardamos del frío y ellos juegan un rato. No son los mismos niños de la escuela, es una obra benéfica del centro. Además, en estas fechas, con la Navidad tan próxima, a ellos les están vedadas muchas de las delicias de las que disfrutan los niños ricos, los dulces, los regalos, el pesebre. Nosotras tratamos de poner remedio a esa desigualdad, es todo.
—Eso la honra —dijo Ricciardi—. En primer lugar, quería saber cómo está la niña, su sobrina.
Sor Veronica suspiró, lanzando una mirada fugaz al cuadro de la Virgen.
—No sé qué decirle, comisario. No pregunta, no dice nada. Es una niña sensible y reservada. No me separo de ella ni un instante, la veo dormir, no tiene pesadillas, al menos por el momento. Creo que aún no se ha dado cuenta de lo que ha ocurrido.
Ricciardi lo comprendía, era una reacción habitual.
—¿Y usted, hermana? ¿Cómo está?
—Trato de ahuyentar la rabia de mi corazón. Trato de no pensar en mi hermana, en lo dulce que era, en nuestros años de infancia, en lo unidas que estábamos. Trato de no odiar a quien lo hizo. Nosotras no podemos odiar, ¿sabe usted? Si ella —dijo, indicando con la cabeza a la Virgen del cuadro— no odió a la humanidad que mató en la cruz a su Hijo, al contrario, intercedió con Él en favor de todos nosotros, entonces, ¿quiénes somos nosotros para odiarnos los unos a los otros?
Ricciardi se sintió embargado por sentimientos opuestos, como siempre que se encontraba ante la lógica inflexible de la fe. Por una parte, envidiaba esa capacidad de controlar las propias emociones, por otra, advertía la incomodidad por la falta de sentimientos humanos, aunque fuesen negativos, como el deseo de venganza y la rabia.
—Mi hermana y su marido —estaba diciendo sor Veronica— regresaron a la casa del Padre. Quien cometió este acto debe pagar, y pagará en el juicio que le espera; no solo en esta tierra. No merece la pena odiar.
—Comprendo, hermana. Sin embargo, nosotros debemos proseguir con nuestra investigación. Cuando nos vimos la otra vez le pregunté si su hermana o su cuñado le habían confiado la existencia de amenazas u otros problemas.
Sor Veronica lo recordaba a la perfección.
—Y le dije que no —contestó con su tono chillón, amplificado por el eco del pasillo—, que no me hicieron ninguna confidencia en ese sentido. Lo estuve pensando mucho, pero no me viene nada a la cabeza.
Ricciardi aclaró más el motivo de su visita.
—Eso mismo me dijo entonces. Ahora, hermana, me gustaría pedirle que me permita preguntarle a la niña, delante de usted, por supuesto, si se acuerda de algo o de alguien.
Sor Veronica hizo una mueca cómica.
—Comisario, no sé si…
Mientras decía esto, se abrió una puerta y un niño pequeño y raudo pasó a sus espaldas, diciendo:
—Sor Vero’, que se me escapa.
Sin mirarlo, la monja alargó la mano y aferró la oreja del niño, obligándolo a detenerse de forma brusca y dolorosa; a Ricciardi le recordó un reptil de lengua prensil que captura un insecto al vuelo.
—Pero primero, ¿qué se hace delante de la imagen de la Virgen?
El niño se hincó de rodillas y se persignó a toda prisa. La monja, que no había soltado la presa, insistió:
—Las imágenes sagradas se llaman así porque son sagradas, os lo he explicado mil veces. Cuando veáis una, en la iglesia o por la calle, debéis deteneros, persignaros y rezar una pequeña plegaria. ¿Qué debemos decir? Ave Maria, gratia plena…
El niño completó el rezo de un tirón, se persignó otra vez y, por fin, tras quedar libre, salió disparado por el pasillo en dirección al baño.
Sor Veronica sonrió.
—Son como animalillos, pero son almas inocentes. Está bien, comisario, iré a llamar a Benedetta. Pero se lo ruego, dos minutos nada más.
La niña se parecía a su tía más que a su madre y a su padre, pensó Ricciardi en cuanto vio avanzar por el pasillo a la monja con su sobrina. La misma manera de andar a saltitos, la misma cara redonda y arrebolada. El comisario envidió a la pequeña su capacidad de sujetar la mano perennemente sudorosa de sor Veronica sin sentir repugnancia, a él le habría resultado imposible.
La pequeña tenía una expresión seria y compungida, poco acorde con la edad y la mancha de color que llevaba en el guardapolvo. Ricciardi esperó que se incorporara después de la obligada genuflexión delante de la imagen de la Virgen.
—Buenas tardes, Benedetta. Soy… un amigo de tu tía, y quería preguntarte algo.
La niña amagó una reverencia, sujetándose con gracia el dobladillo del guardapolvo.
—Buenas tardes, señor. Pregunte, por favor. Mi tía me ha dicho que le conteste.
Ricciardi sintió alivio al comprobar que la voz de la niña era normal y no penetrante, como la de su tía.
—¿En los últimos días escuchaste a tu papá y a tu mamá discutir por algo? ¿Los viste preocupados, nerviosos?
La niña reflexionó con atención, luego negó con la cabeza.
—No, señor. Mi papá y mi mamá están bien, gracias. Cuando papá vuelve a casa, mamá y yo le damos un beso y enseguida nos sentamos a la mesa. Después él escucha la radio y lee el periódico, mientras, mamá borda y yo dibujo, luego nos vamos todos a la cama.
—Claro, claro —convino Ricciardi—. ¿Y por casualidad no te acuerdas de si alguien fue a visitar a tus padres? ¿Quizá alguien a quien nunca habías visto?
La niña frunció el ceño esforzándose por recordar. A Ricciardi le vino a la cabeza la imagen de la señora Costanza Garofalo que sonreía degollada y sintió una punzada de dolor por aquella madre que no vería crecer a su hija.
—Hace un tiempo, no sabría decirle cuándo, vinieron un señor y una señora vestida de negro. Papá estaba leyendo el periódico, ya habíamos cenado. No me gustaron. Hablaban en voz alta, y papá también. Mi tía no quiere que hablemos en voz alta. ¿Verdad, tía?
Sor Veronica asintió acariciando al mismo tiempo la cabeza de la niña. Ricciardi, que se preguntó de qué argumentos se valdría sor Veronica en defensa del susurro con la voz que tenía, consideró oportuno insistir.
—¿Y recuerdas algo de esos señores? ¿Cómo iban vestidos, algo característico? ¿Por qué no te gustaban?
—La señora llevaba un chal negro en la cabeza —contestó la niña—. Y no me gustaban porque olían. Olían a pescado.