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Recuerdo cuando Angelina salió por la puerta del bajo y se reunió conmigo aquí, junto al mar.

Las olas lanzaban su rocío casi hasta nuestros pies, las barcas amarradas se bamboleaban. El viento había dejado el aire tan límpido que veía las luces de la ciudad muy próximas. Qué frío, madre mía. Qué frío.

Se reunió conmigo porque sabía que había venido aquí a llorar. No quiero dejar que ella y los niños me vean. Sobre todo Vicenzino. Sé que él me ve, aunque duerma casi todo el tiempo. La última vez que vino el médico me lo dijo, él nos ve y nos oye, pero no tiene fuerzas para responder.

No vi llegar a Angelina. Completamente cubierta con su chal negro, cabeza incluida; me asustó. Yo pensaba en la muerte, y ella parecía la muerte, la cara pálida, los ojos hundidos.

Era una muchacha, Angelina. Hace apenas unos meses era una muchacha, reía siempre, llenaba la vida. Su carcajada era de todos conocida aquí en el Borgo. Ahora no ríe. Ya no ríe más.

Era una muchacha y la enfermedad de Vincenzino la avejentó de golpe. Una vieja que parece la muerte.

Se queda de pie, a mi lado, y mira las luces de la ciudad en el aire límpido de la noche. Tienes que terminar el pesebre, me dice. Dentro de poco es Navidad, tienes que terminar el pesebre. A Vincenzino le gusta mucho el pesebre.

No hay dinero, le digo. Si no tenemos para comer, para curar a Vincenzino, menos vamos a tener para celebrar la Navidad, para el pesebre, para los dulces y todas esas tonterías. Ay qué frío hace aquí fuera. Pero no puedo regresar, porque todavía estoy llorando.

Angelina no se estremece, mira las luces. Habla en voz baja, con firmeza. Pero ahora, dice, ahora que nos hemos quitado de encima a esa sanguijuela, a ese parásito, lo tendremos. Podremos comer y curar a Vincenzino como ha dicho el médico.

¿Estás segura?, le pregunto. ¿Estás segura de que otro no ocupará el lugar de Garofalo, y después otro y otro más? ¿Y que nos pedirá más y más y más? Yo no aguanto más, ya lo sabes.

Se vuelve hacia mí y sonríe. Su sonrisa me da miedo, parece una calavera, la cabeza de un muerto. No me había dado cuenta de que estuviera tan consumida.

Puede acabar igual que el otro, ¿no? Él también puede morir ahogado en su propia sangre. Acuérdate bien, él está muerto, y Vincenzino sigue respirando.

En una palabra, por fuerza alguien tiene que morir. ¿Es eso lo que quieres decir?

Mira otra vez las luces, se arropa con el chal.

Si llegara a haber otro, también morirá, dice. Si debo salvar a mi hijo, ese otro también morirá. Lo mataré.

Con mis propias manos.