Ricciardi había pedido que llamaran al hospital para citar al doctor Modo en el Gambrinus a la una e invitarlo a comer. Ocupaba su mesa de siempre, en la salita interior que daba a la via Chiaia; había pedido un café para engañar la espera.
El Gambrinus era el único lugar donde Ricciardi se sentía a gusto; el trajín de clientes duraba todo el día; la tipología variaba según las horas y los momentos, y era una hermosa vitrina de humanidad. Los estucos y frescos modernistas, las luces difusas, los camareros discretos. El perfume rancio de la antigua capital abandonada.
Las butacas de terciopelo rojo eran cómodas, magnífica la música procedente del piano de cola del centro de la sala, y exquisita la sfogliatella; motivos más que suficientes para que el comisario eligiera el histórico café como sucursal privilegiada de su despacho y personal salón comedor.
Hacía años que lo frecuentaba y los camareros, que se habían acostumbrado a verlo sentado discretamente en aquella mesita del rincón, se limitaban a saludarlo con cortesía sin permitirse nunca mayores confianzas; Ricciardi apreciaba la discreción por encima de las demás cualidades, tan rara hoy en todas partes e inexistente en aquella ciudad.
Desde la ventana veía pasar un río de gente cargada de bolsas y paquetes, guantes y sombreros, la nariz y las mejillas rojas de frío. Carcajadas mudas, charlas que no le llegaban a través del grueso cristal; como en una película pero en colores, aunque desvaídos bajo el pálido sol invernal.
En la esquina con la via Toledo, sentada en el suelo, se veía una vieja arrebujada con la mano tendida pidiendo limosna. De vez en cuando, un viandante le echaba una moneda que la mujer hacía desaparecer bajo las mantas mugrientas con ademán veloz.
De pie, a escasos centímetros, un niño tocaba el organillo, sonriendo a medias. La sonrisa estaba demediada porque el resto de su cara, al igual que la pierna y el brazo del lado correspondiente, eran un amasijo informe de carne ensangrentada. Ricciardi, que veía la imagen del niño a diario desde hacía una semana, recordaba el accidente: una noche, un vehículo tomó la curva a velocidad sostenida, el pequeño mendigo, tal vez deseoso de interceptar a un último y munífico viandante, se encontró de frente con el bólido conducido por un chófer miope. Cosas que pasan, pensó Ricciardi.
El niño de la media sonrisa torcida decía: «Feliz Navidad, feliz Navidad, señor. ¡Deme una moneda y le toco una canción en mi organillo!». Ricciardi tuvo la sensación de que captaba clientes para la vieja, puesto que a él ya no le servían de nada. Pensó que habría preferido que hubiese ocurrido lo contrario, y que el pequeño siguiera tocando el organillo con las manos deformadas por los sabañones. El comisario se pasó distraídamente la mano por la herida que iba cicatrizando.
—Te duele, ¿eh? Te está bien empleado. La próxima vez haces lo que se te ordena y completas la convalecencia antes de volver a la carga y tocar las narices a la gente honrada —dijo el doctor Modo, dejándose caer con todo su peso en la butaca junto a la de Ricciardi.
El médico se quitó el sombrero y los guantes, y se restregó las manos para calentárselas.
—No, no me duele, pero me pica un poco. Mi médico es muy competente, pero ocurre que en ese momento yo no estaba en condiciones de hacerle caso, así que aproveché lo mejor sin tener que aguantar lo peor, es decir, su charla.
—¡Pero si precisamente por eso me quieres, por mi brillante conversación!
Ricciardi hizo una mueca de dolor.
—Hasta tal punto que no puedo pasar sin ti ni en domingo, como habrás comprobado.
Modo trataba de llamar la atención del camarero.
—Por cierto, la llamada telefónica de tu esbirro me ofendió mucho. Primero, no sé por qué te dio por pensar erróneamente que, a pesar de que es domingo, me encontrarías en el hospital; segundo, porque tenías razón.
—Ya lo ves, Bruno, soy el último en poder erigirse en maestro de la diversión y el uso adecuado del tiempo libre. Pero sabes lo importantes que son los primeros días después de un homicidio para reunir los elementos necesarios.
—Bonita excusa —rio Modo de buena gana— para no tener que reconocer que no sabes qué hacer con tu vida los domingos. Aunque no me quejo, que conste, aquí comeré bien y de gorra, lo que es bueno y justo para un pobre médico mal pagado. Y tú que, según se dice, eres riquísimo y tacaño, te ves obligado a invitarme.
Ricciardi rio a su vez.
—De riquísimo nada, o eso creo, y de todos modos me importa poco, y mucho menos tacaño. Aunque el placer sutil de comer contigo habla a las claras de mi inclinación al padecimiento. Anda, pidamos, que se hace tarde y tengo otra cita en este largo domingo laborable.
Con el rabillo del ojo, Ricciardi vio al perro acomodarse en la acera, cerca de la mendiga. Se echó junto a la pared, cobijándose del viento y en un ángulo desde el que no perdía de vista la entrada del café. La pelambre blanca con manchas marrones parecía más brillante.
—Sí, hice que lo lavaran —dijo Modo, siguiendo la mirada del comisario—. Ya que lo dejo entrar en mi casa, no puedo permitirme pillar una enfermedad, ¿no crees? En el fondo, sigo siendo médico.
—Jamás lo hubiera dicho. Al final lo has adoptado. Te has convertido en dueño de un perro.
—No lo conoces —rio Modo—. No es un perro del que se pueda ser dueño. Él decide con quién quiere estar. La nuestra es una sociedad pasajera, sin correas, ni para él ni para mí. Tú no lo sabes, mi solitario amigo, pero los grandes amores son así: sin rejas ni cadenas.
Terminaron de comer y en la calle la gente fue raleando, entre otras cosas porque había empezado a caer una tupida y fría llovizna. La vieja mendiga se había levantado con dificultad para guarecerse en un zaguán. Ricciardi veía el cuerpo del niño que, con su horrible sonrisa, sin mojarse, seguía pidiendo unas monedas a cambio de una canción que nunca más tocaría.
—Bruno, ¿qué me cuentas de la autopsia de los Garofalo? ¿Has descubierto algo nuevo?
Modo se apoyó cómodamente en el respaldo y estiró las piernas debajo de la mesa.
—Me lo temía —respondió—, ahora tengo que ganarme la comida. Verás, los cónyuges se cuidaban. Bien alimentados, buenas condiciones generales, ninguna enfermedad grave. La señora tenía tres dientes de oro, a él le faltaban dos, algo antiguo, nada importante. Al tipo empezaban a endurecérsele las articulaciones, si lo hubiesen dejado vivir, dentro de cuatro o cinco años quizá habría empezado a quejarse de dolor de cadera o de rodillas. Aunque el estado general de ambos era bueno.
—En fin —intervino Ricciardi—, cuando yo los vi, para serte sincero, no tuve esa impresión. ¿Qué me dices de su muerte?
—En efecto, no estaban nada bien —confirmó Modo—. Murieron esa misma mañana, hice unas pruebas con los tejidos y los órganos, diría que fallecieron unas horas antes de que los encontraran, quizá a las ocho o las nueve. La señora murió desangrada en pocos minutos, la carótida no da mucho margen. Te confirmo la impresión que tuve tras el primer vistazo: un único golpe limpio de derecha a izquierda. En este sentido, podemos hacer dos observaciones: o la cuchilla estaba muy afilada o le sujetaron la cabeza mientras la degollaban.
Ricciardi estaba muy atento.
—¿Encontraste signos de forcejeo en el cuerpo? No sé, cardenales aunque fueran pequeños, equimosis…
—Nada. Es lo primero que busco, ya lo sabes. Ni una sola señal, la mujer no se lo esperaba.
—¿Lo hizo un zurdo o un diestro?
—No se puede decir —contestó Modo encogiéndose de hombros—. Habría que saber si el golpe se asestó de frente, como yo creo, o de espaldas. El corte va de izquierda a derecha, desde el punto de vista de la víctima. Pero no hay signos de lucha. La mujer no opuso resistencia alguna.
Ricciardi vio otra vez con los ojos de la mente a la señora Garofalo que, sonriendo y soltando sangre a borbotones por el tremendo corte, preguntaba con gracia y cortesía: «¿Sombrero y guantes?». Diría que de frente, pensó. De frente.
—¿Y del marido, qué me puedes decir, Bruno? ¿Por qué tantas cuchilladas?
—Tendrías que preguntárselo al asesino, o mejor dicho, a los asesinos, porque para mí, como te dije en nuestro primer encuentro, se nota más de una mano. El golpe mortal fue el primero, directo al corazón. Con ese habría bastado. Mientras moría, cuestión de pocos segundos, recibió al menos cinco cuchilladas más, entre el costado y el abdomen. Te lo puedo decir con certeza, porque las heridas sangraron aunque durante poco tiempo y el corazón no se había parado. Cuando le asestaron las otras veintiséis, repito, veintiséis, ya estaba muerto.
Ricciardi memorizó la información, recordando a Garofalo sentado en medio de su propia sangre mientras afirmaba que no le debía nada a nadie.
—Y confirmas que para ti se trata de más de un asesino.
El pianista del Gambrinus atacó un tango conmovedor con el que arrancó la tarde. Una pareja se levantó de su mesa y empezó a bailar.
—Sí, y te digo por qué. La primera cuchillada es un golpe seco, profundo, dado con fuerza. El asesino apoyó primero el cuchillo, como si estuviera apuntando, después lo hundió poco a poco, con seguridad, llegando al corazón. No es fácil, sabes, además de la decisión que puedes imaginar, hace falta una mano realmente fuerte cuando no se cuenta con el impulso de una cuchillada asestada desde lo alto. Las demás heridas son más superficiales, infligidas siempre de derecha a izquierda.
Ricciardi miró distraídamente las evoluciones de los bailarines. La mujer canturreaba a media voz, embelesada:
… tierra de sueños y quimeras,
si una guitarra suena
cantan mil currucas.
Tienen el plumaje pardo
y el corazón afiebrado,
quien vaya a buscar fortuna
encontrará el amor…
—Perdona, ¿y en qué te basas para concluir que hubo otra mano? Si el movimiento es el mismo…
—Pues no, querido —negó Modo con la cabeza—, déjame terminar. Hablo del primer grupo de heridas. Luego hay más de una docena que cambian de dirección. Asestadas de izquierda a derecha, menos profundas pero más seguidas. Un brazo distinto, otra fuerza. Por tanto, diría que se trata de otra mano.
El médico estaba seguro de su análisis, y Ricciardi sabía hasta qué punto era concienzudo. El cuadro se iba formando.
—¿Y cuál es tu impresión concluyente?
Modo entrelazó las manos detrás de la cabeza. Siguió la mirada de Ricciardi, que continuaba observando a los bailarines. La mujer canturreaba:
… y en la oscuridad
todos quieren gozar.
Son besos de pasión,
el amor no sabe callar,
y esta es la canción
que cantan mil currucas…
—Mi impresión concluyente, como la llamas tú, mi querido caballero de las tinieblas conocido también como Ricciardi de la Bella Sonrisa, es que los homicidas empezaron con una idea y después se dejaron llevar por la pasión, como la curruca de la canción de la hermosa señorita, que, en mi opinión y dicho sea de paso, es una puta de altos vuelos. Querían hacer justicia, una ejecución en toda regla, pero después todos participaron en el festín, cada cual con su cuchillo o pasándose el arma. No se mata a alguien así por un robo o una discusión que acaba mal. Tú y el querido sargento Maione, que estará disfrutando de su familia y del ragú en este hermoso domingo, debéis buscar un fuerte motivo de odio. Porque hizo falta mucho odio para cometer este asesinato. La mujer, no; ella fue un obstáculo sin importancia.
Ricciardi recordó la figura de la Virgen, inclinada sobre la del burro, y los fragmentos de la figura de san José. Bajo la lluvia, en la calle ya desierta, el niño miraba el vacío con su media sonrisa sangrante y pedía unas monedas por tocar su canción en el organillo.
A unos metros de distancia, el perro seguía tumbado con su pelambre agitada apenas por el viento, una oreja gacha y otra erguida; esperaba al médico.
En la sala el tango terminó con un último acorde y un casqué tambaleante.
—¿Me tocará también un café? —preguntó Modo.
Fuera empezaba a oscurecer.