Nenita iba a misa.
Iba desde que era niño, todos los domingos sin falta, a veces también entre semana si, por algún motivo, quería sentirse cerca de Dios.
Se acordaba de un cura, en particular, cuando tenía apenas diez años pero ya se sentía diferente a los demás chicos de su edad. Una diferencia notoria, reconocible, con la que la ciudad convivía desde siempre, pero diferencia al fin, y los niños, ya se sabe, pueden llegar a ser terriblemente crueles. Nenita se refugiaba donde no se atrevían a perseguirlo y allí se quedaba, disfrutando del fresquito agradable y el olor a incienso.
Aquel cura se sentaba a su lado y le hablaba como a un adulto. Le hablaba de la vida, de lo difícil que podía llegar a ser. Nenita no entendía, pero cuando lo recordaba, consideraba que el padre Corrado, así se llamaba el cura, le hablaba de su propia diferencia, aunque hubiese elegido vivirla de una forma distinta. Le gustaba aquel cura. A lo mejor se había enamorado un poco de él, pero nunca ocurrió nada.
Tiempo después, los hombres empezaron a alargar la mano, y Nenita descubrió que le resultaba más fácil ser mujer que hombre, y dejar de disimular su naturaleza, que asomaba con fuerza de sus movimientos agraciados, de las pestañas largas, de los grandes ojos castaños y del corazón.
Y seguía yendo a misa, por el consuelo que encontraba en la penumbra, el olor a incienso, el recuerdo de aquel cura que le hablaba durante horas. Iba temprano, al primer oficio, el de las siete; se encontraba con quienes iban a trabajar en domingo, con las chupacirios que acudían a ocupar los primeros bancos donde se quedaban hasta la noche, rezando interminables rosarios entre misa y misa y chismorreando en voz baja a intervalos regulares.
Nenita conocía a todo el mundo; sabía las historias de todos. Su profesión era aceptada como una cosa más de la vida, y en un microcosmos donde las diferencias sociales estaban marcadas únicamente por la posibilidad de comer al menos una vez al día, lo consideraban incluso un privilegiado. Y dado que ayudaba de buena gana a quien se encontraba en serias dificultades, al final se había convertido en el confidente de todos, una araña en el centro de la inmensa telaraña de chismes que envolvía la ciudad.
Nadie sabía ni recordaba su verdadero nombre, porque se había criado en las callejuelas sin una familia y sin una casa, durmiendo y comiendo donde podía; pero la canción de Viviani que le había dado el nombre era tan bonita y famosa que venía como anillo al dedo. Nenita, la que vive encima de los Quartieri Spagnoli.
El pueblo de los domingos, a las siete, era ralo y cómplice. Las callejuelas y los callejones del barrio, en general repletos de gente y mercancías, se ensanchaban en un silencio gris, recorridos por el viento y los imprevistos rayos de un sol liberado momentáneamente por los negros nubarrones que surcaban el cielo. Los tacones de Nenita anunciaban de lejos su llegada, y algunas sonrisas asomaban debajo de las viseras de las gorras de paño bien encasquetadas o de los cuellos de abrigos vueltos en tantas ocasiones que parecían confeccionados con fina tela de camisa. Se cruzaban de lejos, se saludaban, como en los pueblecitos, antes de que la ciudad empezara a dar vueltas vertiginosas en pos de la nada.
Al enfrentarse al último tramo de las escaleras de su casa, oscuras y frías, envuelto en el largo abrigo por el que asomaban las medias negras y los zapatos de tacón, Nenita se encontró frente a frente con un espectáculo que jamás hubiera esperado: sentado en el último escalón, con la cara entre las manos, vio al sargento Maione.
—¡Ay, madre mía de mi alma, sargento, qué susto me ha dado! ¡Pensé que era un malviviente! ¿Y qué hace aquí sentado, tan temprano, si puede saberse, con este frío capaz de enfermar al más pintado? Levántese, vamos, entre en mi casa.
Maione iba sin afeitar y mostraba signos evidentes de haber pasado la noche en blanco.
—Nenita, por fin has vuelto. ¿Se puede saber dónde te metes en domingo y tan temprano?
Ambos mantenían una extraña relación de confianza. Años atrás, Nenita había sido detenido con un grupo de prostitutas que abordaban a sus clientes en la zona del teatro San Carlo. Su belleza y su juventud contrastaban con el aspecto de las otras, que por la edad no podían encontrar un puesto abrigado y seguro en uno de los cien burdeles autorizados. Cuando resultó clara la razón por la que tampoco Nenita podía conseguir ese tipo de asilo, siguiendo un impulso que todavía no lograba explicarse, Maione lo había soltado, a falta de un motivo mejor, por simetría, pues no encontró parecido alguno entre las demás putas detenidas y aquel ser extraño de largas piernas, con cara un tanto equina y anchos hombros.
Habían trabado una curiosa amistad; Maione no tardó en darse cuenta del inmenso potencial de información que Nenita podía garantizar, y el travesti se había encariñado con el sargento huraño que ni siquiera era consciente de su propia debilidad.
De manera que cuando la investigación de algún delito llegaba a un punto muerto o había que comprobar algún dato, Maione se sometía a la inmensa fatiga de trepar hasta aquella buhardilla, detrás del vicolo di San Nicola da Tolentino, con su terraza cubierta de excrementos de paloma, donde Nenita ejercía su profesión. El centro de la telaraña.
—Sargento, qué romántico, un galán que espera en la puerta de la casa de su enamorada, a primera hora de la mañana, el domingo antes de Navidad. Una regresa de misa, ¿y con qué se encuentra? Con este hombre tan apuesto que la espera. ¡Una historia así no se ve ni en las películas!
Maione se restregaba los ojos en un intento por despejarse.
—Lo has dicho tú muy bien, no la vas a ver. Ahórrame la charla, Nenita, que hoy traigo un dolor de cabeza de campeonato. No he pegado ojo en toda la noche; le he dicho a mi señora que tenía algo importante que hacer por trabajo y me he marchado antes de que se diera cuenta y me acribillara a preguntas.
Nenita se tapó la boca con ambas manos, de largas uñas pintadas, en un gesto que no podía ser más femenino.
—¡Ay, madre mía, entonces se trata de algo serio! Será mejor que le prepare un sucedáneo de café, así lo ayudo a que se le pase el dolor de cabeza. ¿Ha desayunado ya? Tengo unos roccocò y unos mostaccioli, me los trajo un cliente que trabaja en una pastelería del centro, ¿gusta?
Maione hizo una mueca.
—Por lo que más quieras, solo me faltaba tomarme unos roccocò a primera hora de la mañana y así luego voy directamente a que me ingresen en el hospital dei Pellegrini. Con el sucedáneo de café tengo suficiente, gracias. Es un asco, pero así se me quitará este sabor amargo de la boca.
Nenita rio socarrón, mientras trajinaba en el hornillo.
—Usted siempre tan amable, sargento. Ya sé que quería decir: Nenita, nadie prepara el sucedáneo de café como tú, con esas manos de oro que tienes. Si supiera usted todo lo que sé hacer con estas manitas de oro. Uno de mis clientes, que trabaja de carnicero en la Torretta, dice que mi mano podría despertar a un muerto, especialmente cuando…
—Nenita, por favor —lo interrumpió bruscamente Maione—, esta mañana soy capaz de aguantar lo que me echen, menos tus confidencias laborales. Además, si me recuerdas lo que haces con las manos, harás que también el sucedáneo me dé asco, déjalo estar.
—Como quiera, sargento. Lo que pasa es que una quisiera compartir de vez en cuando con los amigos ciertas satisfacciones profesionales. Y bien, ¿a qué debo este honor a primera hora de la mañana y en domingo? Creo que nunca nos habíamos visto en domingo. Y con las fiestas navideñas al caer. Déjeme que lo adivine; es por lo que pasó en Mergellina, ¿no? Marido y mujer, él era de la milicia portuaria, ¿no?
Maione negó con la cabeza, sin dar crédito.
—Increíble. Y eso que siendo analfabeta no lees los diarios y no te enteras de las noticias. ¿Se puede saber cómo te has enterado?
Nenita se rascó el vello que asomaba rebelde en el dorso de su mano, rasurada con arte.
—Ay, sargento, fue de casualidad, de pura casualidad. Tengo varias compañeras que ejercen el oficio en la casa de la Torretta, se acuerda que una vez fuimos juntos a interrogar a una de ellas que estaba enterada de no sé qué cosa, en fin, algo que usted precisaba. Bueno, ellas también atienden de vez en cuando a los pescadores y a los usureros de la zona. Claro que los pescadores no pueden pagar mucho, pero les regalan pescado fresco y las chicas se lo comen, aunque la madama se cabrea cuando cocinan en las habitaciones porque dice que un burdel debe oler a rosas y no a fritanga de pescado…
—¡Por lo que más quieras, Nenita! —lo interrumpió Maione levantando las manos en gesto de súplica—. Te lo pido por lo que más quieras, no divagues. Que hoy no puedo seguir todas las vueltas que das. Atengámonos a los hechos.
Nenita hizo un mohín de fingido enfado, juntando los labios de rojo carmín.
—Qué malo es, sargento, no me deja hablar como yo quiero. Bueno, le decía que me encontré con una de estas chicas y me comentó que de lo único que se habla es de la muerte de…, ¿cómo se llama?…, Garofalo, creo. Y que de él se cuentan muchas, muchas cosas.
—¿Y qué cosas se cuentan?
Nenita lanzó una risita afectada, tapándose la boca con los largos dedos.
—Ay, Jesús, ¿y cómo voy yo a saberlo? No me paré a preguntar, no sabía que este caso lo llevaban usted y ese guapo comisario de ojos verdes, el que trae mala suerte. De lo contrario, me hubiera enterado, por supuesto.
—¡Te lo he dicho mil veces! —exclamó Maione—. ¡No me gusta que digas que el comisario trae mala suerte! En primer lugar, porque no es verdad, y en segundo lugar, porque quien lo piense tiene que venir a decírmelo a la cara, ¡así le arranco el comentario de la boca junto con los dientes!
Nenita agitó las pestañas postizas.
—Y yo lo digo a propósito para ver cómo se enfurece, madre mía de mi alma, sargento, que cuando los hombres se enfadan me ponen cachonda.
—Nenita, tú tienes ganas de decir tonterías —replicó Maione con tono cansino—, pero yo he venido por cuestiones muy serias. Así que presta atención, que no tengo todo el día y quiero pedirte dos cosas. Primero: debes ir enseguida a ver a tus amigas de la Torretta para que te cuenten todo lo que saben o han oído decir sobre el tal Garofalo. En especial, si alguien le tenía ojeriza o lo había amenazado.
Nenita escuchaba, mientras tomaba pequeños y ruidosos sorbos de sucedáneo de café en una tacita de estilo chino, el meñique enhiesto con su uña roja en el aire.
—¿Y la segunda cosa, sargento?
Maione frunció el ceño. Lo que se disponía a hacer no le gustaba y no lo había hecho nunca: servirse de un instrumento de trabajo con fines personales.
—Sí —dijo, suspirando hondo—, necesito algo más. Y es muy, muy confidencial, Nenita, no debe enterarse nadie, absolutamente nadie. Tienes que localizarme a un tal Biagio Candela. Debería tratarse de un chico joven, muy joven. No sé a qué se dedica ni dónde vive, pero me lo tienes que localizar. Puedo decirte que su hermano, que se llamaba… que se llama Mario Candela, está en la cárcel de Poggioreale.
Nenita escuchaba con atención, los ojos clavados en la cara del sargento, inexpresivos. Después asintió con la cabeza y con voz profunda, despojada de su habitual afectación, dijo:
—Ya sé quién es Mario Candela, sargento. Y también sé que murió la semana pasada en la cárcel, después de una pelea. Y también sé por qué estaba en la cárcel, entre otras cosas. —Hizo una pausa, acariciándose el dorso de la mano a contrapelo—. Venga rasurarlos, venga rasurarlos, y los pelos vuelven a crecer. La naturaleza es así, ¿no, sargento? No se puede mantener oculta. Una puede luchar, pero la naturaleza es como es. ¿Está seguro de que quiere localizar a Biagio Candela? ¿Lo ha pensado bien?
Maione se preguntaba cuánto sabía Nenita del homicidio de su hijo. Nunca se había parado a pensarlo.
—Sí, Nenita. Quiero localizarlo. Y si no puedes ayudarme, te lo agradezco igualmente. Ya sabes que puedo arreglármelas solo.
Nenita contempló la ventana, en el alféizar descansaba una paloma hecha un ovillo, la cabeza debajo del ala, tratando de guarecerse de los embates del viento frío de diciembre.
—Esta noche habrá muerto, pobrecilla. Y nadie puede hacer nada. —Se volvió otra vez para mirar a Maione con una sonrisa—: Somos amigos, sargento. Los amigos se ayudan, sin pedir nada a cambio y sin poner trabas. Quédese tranquilo, ya le avisaré dónde encontrar a Biagio Candela. Venga esta noche y hablamos. De las dos cosas.
Maione se tomó de un sorbo el pésimo sucedáneo, se despidió con un gesto y con la cabeza gacha se marchó a enfrentarse al domingo.