El padre Pierino intentaba librarse de la señorita Vaccaro. Se trataba de una de las principales feligresas de la parroquia, una mujer acaudalada y muy, muy vieja. Entre los fieles de la zona circulaban leyendas según las cuales superaba los cien años, aunque lo más probable era que tras cumplir los ochenta hubiera considerado oportuno detenerse en ese punto al menos durante una decena de años.
De forma periódica, exactamente cada tres días, la señorita Vaccaro consideraba llegado el momento de poner al día a la cúpula de la iglesia de su precario estado de salud, y pobre de aquel al que pillara. El padre Tommaso, el párroco, se había vuelto muy hábil en evitarla y desaparecía un momento antes de que la señorita pisara la nave principal. El padre Pierino sospechaba que su superior había organizado un sistema de centinelas, y que algún monaguillo infiel le avisaba con un silbido u otro método propio de agente secreto; la cuestión era que siempre le tocaba a él caer en las garras deformadas por la artritis de la viejecita. Esta última, convencida de que los sufrimientos en este mundo, sumados a su aclamada castidad, aumentaban los méritos necesarios para acceder a un cómodo y eterno Paraíso, se complacía en informar puntualmente a sus confesores sobre la evolución de sus incontables enfermedades.
Y mientras escuchaba precisamente cuánto había debilitado a la señorita Vaccaro la disentería de la que acababa de recuperarse, el padre Pierino sonreía y asentía. Pequeño y achaparrado, de piel oscura y vivaces ojos negros como aceitunas, el vicepárroco era muy querido por los fieles, en especial, por los muchos necesitados y sufridos que vivían en el populoso barrio administrado por la iglesia de San Ferdinando. Si había niños enfermos, hambrientos, infestados por los parásitos, el padre Pierino era el primero en acudir, con su sonrisa amplia y contagiosa y el optimismo que caracterizaba su fe.
Porque el padre Pierino poseía una fe alegre, enamorada de lo creado y, por tanto, de Dios. Amaba el arte y, por encima de todo, la música, de la que gozaba intensamente. Amaba el campo, donde rara vez podía regresar. También amaba el mar, que le resultaba lejano por haber nacido en Santa Maria Capua Vetere, pero con el que enseguida había trabado amistad.
La señorita Vaccaro acababa de pasar a los efectos de una molesta gastritis, con imaginativas descripciones de las que el padre Pierino hubiera prescindido de buena gana, cuando en la penumbra de un altar lateral el cura creyó entrever una silueta conocida. Conocida y querida.
Había conocido a Ricciardi en el curso de la investigación de la muerte del tenor Arnaldo Vezzi, de la que él había sido testigo involuntario. No podían ser más distintos por carácter, cultura, pasiones y fe, pero habían entablado una relación, si no de amistad, sin duda, de gran empatía. Al sacerdote le interesaban esos ojos verdes, en apariencia fríos; una ventana abierta a un mundo interior de dolor y sufrimiento por algo inconfesable.
El cura pequeño y alegre intuía un corazón encerrado tras los barrotes de a saber qué recuerdo; pero un corazón grande, lleno de compasión por el prójimo.
Ricciardi no era hombre que fuera a verlo a menos que lo impulsara una necesidad imperiosa. Y la señorita Vaccaro sobreviviría de todos modos a la gastritis y a la interrupción de su conversación. Debía confesar a alguien, le dijo; temía que hubiese cometido un homicidio cuando atracaba una casa, añadió, pues sabía que ese era uno de los íntimos temores de la anciana señorita; la mujer puso los ojos como platos y, con el fin de evitar que el criminal la reconociera, se esfumó de la iglesia a velocidad insospechada, a pesar de su artritis.
El padre Pierino se acercó a Ricciardi andando a saltitos, como era su costumbre, al tiempo que mentalmente pedía perdón a Dios por la mentira piadosa.
—¡Comisario, dichosos los ojos! ¿Cómo está? Me enteré del accidente y fui enseguida al hospital, pero usted, en contra de la opinión del médico, ya se había marchado a su casa. ¿Ha visto qué viento más frío sopla hoy? Aunque bien mirado, no sería Navidad si hiciera calor, ¿verdad?
Ricciardi respondió al saludo del cura con un rápido apretón de la mano nerviosa que metió enseguida en el bolsillo.
—Para mí también es una alegría verlo, padre Pierino. Ya lo sabe. Discúlpeme si llevo tiempo sin venir, pero… En fin, ya se ha enterado. ¿Cómo se encuentra?
El vicepárroco sonrió con las manos entrelazadas sobre la barriga.
—Bien, bien, gracias a Dios. No me puedo quejar, ¿no cree? Usted ve peores cosas que yo en esas calles de ahí fuera. Ya sabe, ninguno de nosotros debería lamentarse.
—Así es. Tengo que molestarlo para preguntarle un par de cosas, como siempre. ¿Puede dedicarme unos minutos?
—Faltaba más, claro que puedo… En realidad me ha salvado usted de una larguísima charla con esa anciana que acaba de ver. De modo que tiene toda mi atención. Usted dirá.
—Padre, ¿podemos hablar del pesebre? —preguntó Ricciardi, aprovechando la buena disposición del cura.
El padre Pierino sonrió, feliz como un granujilla al que acabaran de invitar a entrar en una pastelería.
—¡Encantado! Venga, acompáñeme.
Cogió del brazo a Ricciardi, que aunque no era gigante le sacaba varias cabezas, y caminó con él una decena de metros hasta uno de los altares laterales donde habían preparado un pesebre. La construcción ocupaba varios metros cuadrados, delante había unos grandes pastores antiguos que iban menguando de tamaño a medida que el conjunto avanzaba hacia el interior, dando una sensación de profundidad francamente notable. Ricciardi no pudo menos de quedarse admirado.
El padre Pierino brincaba como un niño.
—Bonito, ¿eh? ¿No le parece precioso? Yo mismo me encargo, con la ayuda de alguno de los muchachos que frecuentan la parroquia. Muchas de las figuras son antiguas, pertenecen a nuestro patrimonio desde hace siglos. Otras nos las donaron los fieles en los últimos años. Algunas las hemos comprado o son fruto del trabajo de los feligreses que se dan maña en la confección de trajes o el modelado del barro.
—Notable, padre, notable —dijo Ricciardi mientras observaba fascinado el belén—. Realmente hermoso, enhorabuena. Dígame, ¿existe una simbología en las figuras? ¿Representan algo?
El padre Pierino asintió sin apartar la vista del paisaje en miniatura.
—Claro que sí, comisario. El pesebre es una de las tradiciones más antiguas y consolidadas de nuestro pueblo. A través de él, y en distintos momentos de la historia de esta ciudad, se representaron situaciones y personajes que han pasado a formar parte de la imaginación popular. Verá, todos los pesebres, incluso el más pobre, tienen tres niveles: en lo alto está el castillo de Herodes, que representa el poder y la prevaricación; en medio, el campo, con el rebaño, los pastores y demás; abajo, y delante, la gruta con el nacimiento. Y mezclados en el paisaje, las ruinas del templo, que simbolizan el triunfo de la cristiandad sobre los paganos; la taberna, que representa la tendencia humana al vicio, etcétera. Cada elemento del pesebre tiene un significado, y los principales, más de uno.
Ricciardi escuchaba, ensimismado.
—Cada elemento tiene uno o más significados, dice. ¿Me puede dar un ejemplo, padre?
El cura asintió, encantado. Era su materia, y se alegraba de poder explayarse a gusto.
—Claro que sí. Empecemos por los lugares y los elementos arquitectónicos. Ya le he hablado del templo y de la taberna; sobre esta última le diré, además, que el banquete que se celebra en su interior se refiere al rechazo de las casas de huéspedes y albergues, que se negaron a cobijar a la Sagrada Familia. Representa la maldad humana y el egoísmo, que el advenimiento de Cristo iluminará. El horno que se ve ahí, no falta nunca: además de mostrar uno de los oficios más antiguos, se refiere al pan que, junto con el vino, constituye una de las bases de nuestra fe. El puente sobre el río, que ve en segundo plano, se refiere a una antigua leyenda según la cual sepultaron a tres niños entre sus cimientos; los mataron expresamente para mantener firmes los arcos con un hechizo. El puente supone la unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Tampoco falta nunca el pozo, que representa la conexión directa con el mundo de los infiernos. Ya ve, la oscuridad y el mal también están representados en el pesebre. Como en la vida, ¿no?
Ricciardi reflexionaba. Un puente, para unir el mundo de los vivos con el de los muertos. De haber sido él un pastor del pesebre, lo habrían colocado en ese puente.
Con independencia de esos pensamientos, la simbología del pesebre le parecía bastante intrincada. Dificultaría aún más de lo previsto dilucidar qué había querido dar a entender el asesino al romper la estatuita de san José; suponiendo, eso sí, que hubiese querido decir algo.
—¿Y los personajes, padre? ¿También tienen un significado?
—Por supuesto, comisario —asintió el padre Pierino—. ¿Ve el mercado en segundo plano? Cada personaje representa un mes; enero es el carnicero; febrero, el vendedor de requesón, y así sucesivamente, hasta diciembre, representado por el pescadero. Son doce. La gitana, con su cesta de herramientas de hierro, presagia el futuro y el hierro simboliza el destino de Jesús, muerto en la cruz. El hombre dormido en el suelo, junto al rebaño, por ejemplo… Es una historia divertida…, representa el hecho de que la llegada de Cristo despertó del sueño de la ignorancia a la fe verdadera, por tanto, simboliza a los estúpidos…, pues bien, según la tradición popular, ese hombre se ha llamado siempre Benito. Aunque ahora, por motivos obvios, nadie lo llama así, sino «el pastor dormido». Pero la gente, que sabe su nombre, se tapa la boca con la mano y ríe.
A Ricciardi le urgía conocer otros datos.
—¿Y la Sagrada Familia, padre? ¿También tiene una simbología, un significado?
—Claro que sí, comisario —contestó el padre Pierino tendiendo los brazos con un gesto de asombro—. Sabrá perdonarme tanta charla, pero yo me pasaría horas hablando del pesebre. Vayamos a la Familia. El niño Jesús es la infancia, la sabiduría, el candor y la inocencia. La Virgen, la maternidad, la intercesión, la pureza. San José…
—¿San José? —repitió Ricciardi.
—San José, comisario, representa varias cosas. Es el más humano, pues no es la Virgen, madre de Dios, ni el Hijo de Dios. Es un hombre y, como se ve, viste de pastor. Pero también es el padre putativo de Jesús, y carpintero. Para la cristiandad representa, además de la paternidad, el trabajo, la dureza de la vida para criar a los hijos, el sacrificio diario.
Ricciardi planteó la pregunta que deseaba formular desde el principio:
—Padre, ¿y si alguien hubiese querido profanar esta única figura del pesebre, la de san José, qué habría querido decir, según usted?
El padre Pierino se llevó la mano a la barbilla y se la acarició, pensativo.
—No es un bonito gesto, comisario, pero no tengo la menor idea. Podría referirse tanto al trabajo como a la paternidad. Podría tratarse de alguien que quisiera manifestar su malestar por haberse visto privado de uno de esos dos derechos, sobre todo el del trabajo. San José es el patrono de los trabajadores. Es cuanto puedo decirle.
El comisario se quedó un buen rato contemplando el pesebre de la iglesia de San Ferdinando, iluminado por mil bombillas diminutas y velas encendidas por los fieles. Gracias, deseos, símbolos, santos; qué ciudad más complicada, pensó.
—Muy agradecido, padre. Es posible que vuelva a molestarlo, estamos investigando un caso bastante complejo.
El padre Pierino le sonrió, dichoso.
—Comisario, para mí siempre es una alegría verlo. Ya sabe lo que pienso de usted, que lleva en el corazón tanto amor que ni usted mismo se lo imagina. Hasta pronto, venga cuando quiera.
El padre Pierino acompañó al comisario hasta la escalera de la iglesia. Antes de marcharse, Ricciardi se volvió y le dijo:
—Otra cosa más, padre. ¿Por qué a san Sebastián lo mataron con tantas flechas?
—¿San Sebastián, dice? —dijo el padre Pierino, rascándose la cabeza—. Es uno de los primeros mártires. Era el jefe de la guardia de Diocleciano, emperador romano y terrible perseguidor de los cristianos. Se convirtió al cristianismo, y cuando el emperador se enteró, lo mandó atar a un palo para que un pelotón de arqueros lo matara a flechazos. De ahí que lo representen así, traspasado por muchas flechas. Por eso es el patrono de…
—… de la milicia, sí, ya lo sé. Gracias de nuevo, padre, por su inestimable ayuda.
Y se marchó, seguido por la mirada del cura y la de una mujer oculta detrás de la persiana metálica subida a medias.