20

El domingo antes de la Navidad es bien extraño. En parte es domingo porque desde primera hora de la mañana tocan las campanas; porque impera un ambiente festivo, con los horarios y las costumbres de los días falsamente libres de compromisos; porque muchas tiendas están cerradas y algún comerciante rico se permitirá una horita más de sueño; porque las muchachas pensarán en algún encuentro clandestino, si su padre o su madre las envía a hacer algún recado del que, por pereza, no querrán ocuparse personalmente.

Aunque no es un domingo cualquiera.

En parte es festivo porque los mendigos se agolparán frente a las iglesias para exhibir su miseria a los beatos con la esperanza de arrancarles alguna moneda; porque los vendedores de globos y petardos ocuparán sus sitios en la Villa Nazionale, con mitones y la cara cubierta de trapos de lana para combatir el viento, atrayendo a los niños con su mercancía y asustándolos con su aspecto; porque el viento propagará los aromas a almendras garrapiñadas, a castañas asadas, a alcachofas a la brasa y a pizzas fritas, despertando el apetito de todos y haciendo las bocas agua.

Aunque no es un festivo cualquiera.

En parte es Navidad, porque las aceras de los amplios paseos y de cada callejón adyacente se ven invadidas por mercancía expuesta sobre viejas sábanas, y todo el mundo vende alguna cosa, lícita o ilícita; porque los clientes potenciales se ven obligados a caminar por la calzada y a soportar bocinazos y salpicaduras de barro de automóviles y carruajes; porque los vendedores de fruta y embutido han levantado amplios arcos de mercancía multicolor y desmontarlos llevaría horas, de modo que desde hace días no cierran, y por las noches se quedan charlando entre ellos, arrebujados en mantas y con el brasero enfrente; porque las anguilas colean vivaces en grandes pilas pintadas de azul como el mar, a lo largo de la via Santa Brigida, y de vez en cuando, una salta a la calle y el pescador la persigue entre las piernas de las mujeres que huyen espantadas.

Aunque la Navidad todavía no ha llegado.

Esa mañana Enrica había decidido acompañar a su padre.

Aprovechando que era domingo y para prepararse a afrontar la dura semana previa a la Navidad, Giulio Colombo había decidido pasar por la tienda y comprobar si sus existencias de guantes, sombreros y bastones cubrirían el ansiado aumento de las ventas con motivo de la campaña de regalos navideños. Sus treinta años de experiencia en el sector le decían que, cuando a último momento la gente se encontraba escasa de ideas, muchos se decantaban por ese tipo de accesorio; por tanto, convenía reabastecerse de mercancía, sobre todo la de la franja de precios bajos. No obstante lo que publicaran los periódicos, la crisis existía, vaya si existía.

Por ese motivo, padre e hija, estaban en la tienda cerrada, con el cierre a medio subir, uno contando prendas y la otra punteando en una lista los números de referencia de los artículos. El verdadero motivo por el que estaban allí, como bien sabían pese a no haberlo expresado en voz alta, era para sustraerse a la presión de Maria, la madre, que no paraba de hablar siempre del mismo tema.

Como Giulio sabía, Enrica tenía un carácter muy suyo. Y lo sabía porque era igual a él. Dulce, amable, siempre discreta, nunca levantaba la voz, ni cedía a arrebatos, pero tozuda, decidida, ordenada hasta resultar maniática, exacta y precisa en sus ideas y movimientos. Veinticinco años, sin novio, sin que ningún hombre la cortejara directamente o hubiese solicitado permiso a su padre para hacerlo.

No es que no fuera guapa a su manera, pensó Giulio mirándola con el rabillo del ojo; pero desanimaba a sus aspirantes a cortejarla con una sonrisa y un no, gracias. Y eso era algo que enfurecía a su madre, que consideraba que a esa edad un mujer debía, por fuerza, contar desde hacía tiempo con casa propia, hijos y, sobre todo, marido; se lo repetía una media de diez veces al día, en toda la gama de tonos, del suplicante al imperativo.

Enrica se encerraba en sí misma. Contestaba apenas con monosílabos, seguía ocupándose de las tareas del hogar y dando clases particulares a sus alumnos a los que preparaba para superar los exámenes.

Giulio se fiaba de su hija. Si quería esperar, debía hacerlo. Si quería quedarse toda la vida con su padre, él encantado de la vida. La hermana menor, casada con uno de sus empleados, fascista y entusiasta, ya tenía un hijo, y, en el fondo, ¿acaso no vivía en casa con ellos? ¿Qué habría cambiado? Corrían tiempos difíciles, habían pasado por una guerra hacía poco tiempo, y la postura del gobierno, que no se le escapaba al culto y liberal Giulio, era de una marcada tendencia militar. Se sentía más tranquilo con su hija en casa que casada quizá con uno de esos exaltados, como se veían muchos por ahí.

—Sombrero de hombre en fieltro, gris oscuro, con banda de seda negra —le cantó a su hija como si las palabras en realidad dijeran: te quiero.

—Artículo quince-veintiséis, una unidad —respondió Enrica punteando en la lista. Como si hubiese dicho: yo también.

Ricciardi había hecho sus cálculos: si dedicaba el domingo a ver al padre Pierino y al doctor Modo, ganaría tiempo. El médico y el sacerdote eran los únicos para quienes ese día no se diferenciaba del resto, como le ocurría a él, por otra parte.

En su opinión, la personalidad del difunto centurión Garofalo iba desvelando aspectos desconocidos. El miliciano irreprensible e intachable, que rechazaba los regalos de los pescadores y exhibía ante sus vecinos una compostura absoluta, fue dando paso al arribista sin escrúpulos, que no había dudado en arruinarle la vida a un superior con tal de arrebatarle el puesto. No era nada nuevo en una época en que se premiaban las delaciones; en la jefatura de policía ocurría otro tanto, al menos si tenía en cuenta los pocos casos que caían bajo su mirada indiferente. Pero una cosa era desbancar a un competidor sirviéndose de un parentesco o una recomendación, y otra muy distinta mandarlo un año y medio a la cárcel, condenando a su esposa a suicidarse a causa de la ignominia.

Mientras se dirigía a la iglesia de San Ferdinando por una via Toledo convertida en un hormigueante mercado, Ricciardi pensó en el pesebre de la casa de los Garofalo: la figura de san José hecha añicos y escondida torpemente debajo del mantel, y la de la Virgen un tanto inclinada sobre el burro. Al ir a eliminar al marido, habían abatido a la mujer. Demasiado simbólico para tratarse de una casualidad. Esquivó de milagro un vehículo público que lanzó un ofendido bocinazo, y recordó la frase pronunciada por la imagen de Garofalo, su último pensamiento: «Yo no debo nada, nada de nada». ¿Qué le habían reclamado los asesinos que el centurión se había negado a darles? La visita al cuartel había ampliado el abanico de posibilidades en lugar de estrecharlo. Dinero, patrimonio, pero también años perdidos.

Debía esperar las noticias de Maione, sobre la situación de Lomunno, que tenía sobrados motivos para odiar a la víctima. A saber si el sargento conseguiría localizar en día festivo a su informante omnisciente.

Su pensamiento fue para Maione y su recuperada serenidad familiar. Ricciardi, que lo había ayudado a superar el dolor de esos años, se alegraba. Sabía que para el sargento la familia era muy importante, y con satisfacción había visto cómo poco a poco su cara rubicunda recuperaba la sonrisa.

La familia, el amor. Enrica. La asociación de ideas, mientras se abría paso entre la multitud cerca de la piazza Trieste e Trento, fue incluso demasiado lineal. Recordaba que la tienda de sombreros del padre de Enrica se encontraba por esa zona y que alguna vez la había visto entrar en ella. Quizá era la que tenía la persiana metálica subida a medias. «¿Sombrero y guantes?», había preguntado el cadáver de la señora Garofalo, sonriendo con los ojos gachos mientras la sangre negra le manaba por el corte del cuello. Tal vez el asesino o los asesinos con los que había hablado eran clientes del padre de Enrica, y habían sido atendidos por la mujer que amaba. El destino no existe, pensó Ricciardi, de lo contrario, se divertiría de lo lindo con estas cosas.

Había llegado a la iglesia: los fieles salían de la misa de las diez. Esperó que la multitud fuera raleando y entró sin dejar de pensar en el destino que no existía y en Enrica.

Enrica pensaba en el destino y en Ricciardi.

Precisamente reflexionaba sobre la crueldad de haber esperado durante meses un acercamiento y después, cuando todo parecía inclinarse a su favor, todo quedó en nada. El destino sabía mostrarse feroz.

Recordó por enésima vez la felicidad que la embargó al recibir la carta del hombre que llevaba esperando toda la vida y del que se había enamorado de lejos; el contacto que había mantenido con su tata, la señora ruda y amable que vivía con él, y que la había invitado a entrar en su casa. Recordó los cuartos, la limpieza del apartamento, el perfume extraño que podía ser de su loción para después del afeitado; la puerta entrecerrada de su alcoba, desde cuya ventana él la miraba, respetando su cita vespertina.

Después, cuando el siguiente paso solo podía ser el encuentro, la sonrisa, las manos entrelazadas, se produjo el accidente. Mientras iba punteando la lista de los artículos que su padre le dictaba, se vio otra vez en la sala de espera del hospital, con los ventanales azotados por la lluvia, el día de los Difuntos. Tuvo la sensación de que habían pasado cien años, sin embargo, apenas eran dos meses.

Creyó que se encontraba al borde de la muerte. Había visto a aquella mujer hermosa, de acento foráneo, recorrer la sala fumando y llorando, quizá tan desesperada como ella. Se sintió la persona equivocada en el lugar equivocado. Y le había prometido a la Virgen de Pompeya que si le salvaba la vida, ella no lo vería nunca más. Poco después, el médico había aparecido sonriente; y hasta había dejado de llover.

Enrica nunca había sido muy religiosa, pero tuvo la impresión de que aquel era un signo inequívoco. Se había levantado y se había marchado corriendo, mientras la señora, la tata y el sargento rechoncho se precipitaban a la habitación de Ricciardi para verlo respirar. Se había marchado embargada por una mezcla de alegría y desesperación; la primera había desaparecido casi enseguida, la segunda seguía acompañándola.

A Enrica nunca le había preocupado demasiado su futuro. Siempre había pensado que si le estaba destinado un hombre, tarde o temprano, ese hombre habría llegado y ella lo habría intuido con solo mirarlo; no se habría conformado con ningún otro. Antes hubiera preferido quedarse sola.

Una idea romántica, de muchachita; pero era su idea y a ella se atenía. La confirmación le llegó un año antes, cuando se había fijado en el hombre que la miraba, de pie, desde la ventana de enfrente; ese era el elegido. Había llegado.

Y ahora lo había perdido. Lo había arrojado por voluntad propia a los brazos de la hermosa forastera, sin pelear siquiera.

Fue tan grande su frustración que los ojos se le llenaron de lágrimas. Para que su padre no las viera, se volvió hacia la puerta entreabierta de la tienda y vio a Ricciardi entrar en la iglesia de San Ferdinando.