Desde la ventana de la cocina, Rosa Vaglio escrutaba la calle. Soplaba un viento frío, le dolían los huesos, pero ella no temía ninguna de las dos cosas; ella era de campo, de las montañas de Cilento, salvajes y traidoras, donde la nieve caía sin avisar incluso en días soleados, de las nubes agazapadas detrás de las cimas, invisibles hasta que era demasiado tarde.
Una vez había visto un lobo.
Con la esperanza de que su esposa siempre pálida recuperara el color, el barón di Malomonte, padre de Luigi Alfredo, había llevado a su familia a una casa de labranza de su propiedad, en Sanza, al pie del monte Cervati. La baronesa de los ojos verdes, callada y sonriente, había pedido a Rosa que la acompañara a dar un paseo y las sorprendió un aguacero repentino, frío y penetrante; se refugiaron en una cabaña que servía para almacenar madera, y cuando por fin paró de llover y salieron otra vez, se encontraron frente a frente con aquel maravilloso ejemplar de pelambre renegrida y ojos amarillos, casi tan alto como uno de los potrillos que el barón criaba para las carreras.
Rosa se apresuró a hacer entrar en la cabaña a la baronesa, e hizo frente al animal mirándolo fijamente a los ojos. No leyó en ellos nada de salvaje: curiosidad, inteligencia, mucha soledad. Después el lobo había dado media vuelta y se había marchado en silencio hacia la cima.
A saber por qué se acordaba de eso ahora, tan lejos en el tiempo y en el espacio; ahora que desde el balcón de aquella ciudad que nunca había comprendido del todo, contemplaba la calle, esperando que su señorito regresara para cenar, tarde como todas las noches. Tal vez el animal y el comisario tenían la misma enfermedad en la mirada.
Cuando lo tuvo en sus brazos, más de treinta años antes, había dejado de trabajar para él y había empezado a quererlo. Había sido la madre que la pobre baronesa, fallecida tan joven y siempre débil y enferma, nunca pudo ser; pero en el fondo jamás lo había comprendido. Desde su regreso del hospital, después de que ella temiera por su vida, lo notaba más dolorosamente solo. Era una impresión, pero sabía que no se equivocaba.
En su mente sencilla e inculta, comprendía que un conflicto acosaba a su muchacho, pero no sabía de qué se trataba.
Imaginaba que se refería a la chica de los Colombo, la mayor de los hijos del comerciante de sombreros que vivía enfrente. La había parado por la calle, había hablado con ella, incluso la había recibido en casa cuando él no estaba. Esperaba que la muchacha fuera capaz de remediar el padecimiento de la soledad de Luigi Alfredo. Pero después del accidente había desaparecido, sustituida por esa extraña forastera, esa viuda demasiado agresiva, demasiado hermosa, demasiado desenvuelta, demasiado de todo.
No le gustaba la tal Livia. No le parecía adecuada para su muchacho. El buey y la mujer, de tu tierra han de ser, decía el refrán; y si no era del Cilento, que habría sido lo ideal, al menos que fuese una buena señorita del sur, seria y amable, como le había parecido Enrica. Cosa que no era esa señora, que fumaba y se contoneaba de tal modo que atraía todas las miradas.
Rosa entrecerró los ojos en el viento y de lejos vio acercarse a Ricciardi, como siempre sin sombrero, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha. El corazón se le llenó de ternura, como siempre, y decidió que hay veces en que al destino hay que echarle una mano.
En la taberna había poca gente; la semana anterior a la Navidad, quienes tenían casa y familia se recogían temprano.
Maione y Massa ocuparon una mesa en un rincón, un tanto apartado, y pidieron medio litro de tinto para entrar en calor. El sargento intentó romper el hielo:
—¿Cómo estás? Como te decía, con Lucia habíamos pensado invitarte a pasar con nosotros la Nochebuena. Ahora las cosas se han encarrilado; hemos vuelto a hablar, ella está mejor. Recuperó el amor por la casa. Los chicos también…
—Raffaele, perdóname. Tengo que contarte algo que tal vez te haga daño. Perdóname.
Maione cerró los ojos. Había notado la preocupación en la mirada de su amigo nada más verlo, lo conocía demasiado bien, no podía equivocarse. Como un cobarde confió en que se tratara de un problema de él, lo ayudaría de corazón, pero conservaría su paz, tan frágil, reconquistada con tanto esfuerzo. Pero no.
—No tengo elección, ¿verdad? Si hubiese podido ahorrarme esta decisión, entonces tú no estarías aquí. Habrías elegido por mí.
Massa bebió un largo sorbo de vino.
—Así es. Por desgracia no tengo ese derecho. Escúchame, sabes que desde que me hicieron jefe de la guardia ya no estoy en los pasillos vigilando directamente. Hago los turnos, formo las brigadas, ese tipo de cosas. Pero los muchachos saben que de algunas cosas me encargo en persona, por eso vienen a comentarme enseguida las novedades. La semana pasada, no me preguntes por qué, en el comedor hubo una pelea entre los detenidos. En su mayoría se trata de bestias que no saben contener la violencia que llevan en el cuerpo. Bastan una mirada, una palabra, un tono de voz… En fin…, volaron unas cuantas sillas, con algunas patadas y puñetazos hasta que llegaron mis muchachos a poner orden.
Maione esperaba, tenía el corazón en la boca.
—Pero fue demasiado tarde —prosiguió Massa—. Uno quedó tendido en suelo, una patada en la cabeza cuando estaba caído. Lo llevaron a la enfermería, pero enseguida quedó claro que no saldría adelante. Ya te imaginas de quién se trataba, ¿no?
Maione cerró los ojos. Él. Él. Había muerto, se había cumplido su destino. Casi no escuchaba a Massa, que había retomado su relato.
—Me llamaron enseguida, sabían que debían mantenerme al tanto del estado de ese hombre, la vida que llevaba, cada suspiro suyo de dolor. Cada día de su pena era una caricia para mi sufrimiento. Cada día de su pena.
La voz se había convertido en un susurro cargado de odio; los labios apretados, la mirada perdida en el vacío. Con una punzada en el corazón, Maione comprendió cuánto debió de sufrir su amigo en esos años, sin el consuelo de sus otros hijos y de Lucia, que él sí había tenido.
—Como podrás imaginar, acudí enseguida. Me instalé junto a su cama. Quería contemplar su agonía, minuto a minuto. La herida era importante, un puntapié en la sien con una bota, nadie creía que fuera a despertar. Pero se despertó.
Maione abrió los ojos como platos: ¿qué diablos había pasado?
—Se despertó y pidió un sacerdote. El muy desalmado, ese demonio quería salvarse en el último momento con un lloriqueo y una bendición. Ya no veía; así que cogí una silla, la puse al lado de su cama, y me hice pasar por cura. Me hice pasar por cura, Rafe’. Me hice pasar por cura.
Se lo repitió sobre todo a sí mismo. Maione negó con la cabeza, tenía ganas de echarse a llorar.
—Pobre hermano mío. Pobre hermano mío.
—No tengo miedo, Rafe’, créeme. Estos ojos han visto demasiados infiernos para temer el más allá. Quería oír de sus propios labios lo que había hecho. Murmuré unas palabras que sonaran a latín, y el muy ignorante se las tragó y empezó a hablar. Como podrás imaginar, he leído tantas veces su expediente que me lo sé de memoria. Desgranó todas las cuentas del rosario, hurto por hurto, robo por robo, y los homicidios, uno, dos, tres. Incluso uno por el que ni siquiera fue juzgado.
Maione estaba literalmente pendiente de sus labios.
—¿Y qué te dijo de Luca? ¿Te contó cómo ocurrió, si dijo algo, si…?
—Espera. Déjame seguir. En un momento dado, se calló. Ya no habló más. Pensé que por fin se había muerto. Pero seguía respirando, así que le pregunté: ¿y Luca Maione? Él se quedó callado, y después me preguntó: ¿y usted padre, cómo sabe lo del policía?
Maione contuvo el aliento, expectante.
—Y yo le contesté: estás ante Dios, y Dios lo sabe todo. Si mientes ahora, no recibirás el perdón. Él se quedó callado y después, en voz tan baja que tuve que acercarme más para oírlo, dijo: al policía no lo maté yo.
La gente de la taberna hablaba, de fuera llegaban la música y los villancicos de Navidad, se oía también el ruido incesante del viento que soplaba en el callejón. Pero Maione tenía la sensación de que se había hecho un silencio profundo, como el que se produce en la iglesia una tarde de verano.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué quiere decir, Franco? ¿Cómo que no lo mató él? ¿Entonces quién mató a mi Luca? Mentía, maldito sea. ¡Mentía frente a la muerte!
Massa se había tomado otro vaso de vino; por los ojos inyectados en sangre y las manchas rojas que le cubrían la cara, se hubiera dicho que la fiebre lo abrasaba.
—Yo también lo pensé. Pero después me dije: ¿por qué iba a hacerlo? Confesó otros homicidios, incluso uno por el que no fue condenado, y sabía que se estaba muriendo. ¿Por qué iba a mentir? No podía pensar que engañaría al Padre Eterno.
—¿Y entonces?
—Entonces pensé: no puedo vivir con esta duda. Y le dije: hijo mío, no te puedo creer si no me dices lo que pasó realmente. Y si no te puedo creer, tampoco puedo darte la absolución. Lo siento, pero te espera el infierno por tus pecados.
—¿Y él qué hizo?
—¿Qué iba a hacer? Me creyó. Y desembuchó. Ese día, además de ir acompañado de sus compinches de siempre, se había llevado a Biagio, su hermano menor. El chico nunca había hecho nada, lo había protegido por respeto a su madre, pero había insistido. Se sentían seguros, y el hermano mayor se dijo: ¿por qué no? Pero resulta que Luca los pilló, se había encargado de la vigilancia, se le daba muy bien vigilar, lo había aprendido de ti.
Maione asintió, absorto: recordó las largas horas dedicadas a enseñarle las técnicas a su hijo.
—Luca sabía cuántos eran, los vio entrar y los contó uno por uno. Era muy bueno. Realmente bueno. Cuando calculó que estaban todos dentro, irrumpió en la taberna y los mantuvo encañonados, así ninguno podía pillarlo por sorpresa. Pero no contaba con el muchacho, que había ido a comprar cigarrillos. En cuanto entró en la taberna, se encontró con Luca de espaldas que tenía delante a toda la banda, y, llevado por el pánico, en lugar de salir corriendo, cogió el cuchillo que el hermano le había dado… e hizo lo que no debía hacer.
Maione alargó la mano sobre la mesa y agarró el brazo a Massa.
—¿O sea que fue el muchacho? ¿El hermano menor?
—Sí, fue él. El mayor oyó que llegaban más policías y pensó deprisa. Cogió el cuchillo, le ordenó a su hermano que se largara enseguida, sin correr, total nadie lo conocía, y se atribuyó el homicidio. No tenía nada que perder, de todos modos iban a condenarlo, lo buscaban por otros delitos y otros homicidios.
Siguió un largo silencio. Maione debía asimilar la noticia y ordenar sus pensamientos sobre algo muy importante que hacía muy poco había conseguido sepultar en el fondo del corazón y de la mente.
—De modo que el verdadero culpable, el hombre que mató a mi hijo, a nuestro hijo, está libre. Y desde hace tres años va por ahí tan campante, matando más gente.
Massa asintió.
—A mí también me trastornó la noticia. Me quedé callado, con la boca abierta, hasta que el muy cerdo murió.
Maione miraba al vacío.
—No me lo puedo creer.
—Pero es la verdad. Por eso he venido a verte, aunque era consciente de que te iba a arruinar estos días de fiesta. Pero por fin podremos cerrar esta historia y hacer justicia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maione mirándolo.
En esta ocasión fue Massa quien alargó el brazo sobre la mesa y aferró la mano de Maione.
—¿No lo entiendes? Pues es bien sencillo. Debemos encontrar a ese Biagio y matarlo como a un perro, como hizo él con Luca. Ya lo habría hecho, pero yo solo era su padrino de bautismo; tú eres el padre, tienes más derecho que yo. Si no te ves con ánimo, lo comprendo, dímelo y me encargo yo, no veo la hora.
—¿Lo harías de veras? —preguntó Maione; se sentía como borracho.
Massa rio con amargura.
—Rafe’, en estos tres años y medio no ha habido un solo día en que no haya pensado en Luca. Yo no he tenido hijos ni me han hecho falta, porque ese muchacho era toda mi vida. Lo recuerdo todo de él, cómo era de recién nacido, cómo era cuando se fue haciendo niño, adolescente, muchachito y hombre. Nos entendíamos con solo mirarnos, lo quería con locura. Esta mierda de hombre me quitó el único verdadero afecto de mi vida. Durante todo este tiempo creí que había sido su hermano, vigilé en todo momento que cumpliera su condena como estaba mandado, y así habría seguido yo toda la vida, vigilando día tras día su pena. Tú decidiste que fuera a parar a la cárcel, yo lo habría matado a dentelladas, allí mismo, en aquella taberna. Ya sabes cómo es la ley: no se puede juzgar a distintas personas por el mismo delito. Además, ¿qué pruebas tenemos? ¿Mi testimonio de la confesión que le arranqué haciéndome pasar por cura y teniendo en cuenta que soy el padrino de la víctima?
Maione tuvo que reconocer que el razonamiento de su amigo se ajustaba perfectamente a la verdad. El asesino se libraría. Pero no podía permitir que Massa se arruinara la vida. Si alguien debe hacerlo, pensó, ese soy yo. Yo que mandé a la cárcel a la persona equivocada.
—Deja que yo me encargue, Franco. Deja que lo busque para tenerlo cara a cara. Si no me viera con ánimos, te llamo enseguida.
Massa lo escrutó con gesto decidido.
—Rafe’, ya sabes que Luca debe descansar en paz. Y no puede hacerlo si su asesino queda impune.
—Lo sé, Franco —dijo Maione poniéndose de pie—. Y perdóname si después de todo este tiempo me había olvidado del dolor. Gracias por lo que has hecho.
Massa tomó la última copa y también se puso de pie.
—Soy yo el que debe darte las gracias por haberme dado el recuerdo de Luca. Fue lo único hermoso de mi vida. Espero tus noticias, Rafe’. Mantenme al tanto.
Cada cual siguió su camino sin despedirse ni desearse nada.
Sabían de todos modos que no sería una feliz Navidad.