La Navidad es una emoción.
Puede durar el año entero, a la espera de un regalo, de otro beso, de un dulce degustado a la luz de velas rojas.
Sabe a almendras y canela, a confites y caldo de gallina.
La Navidad es una emoción.
Viaja en la luz de mil bombillas, en los cables eléctricos pintados de negro para simular estrellas caídas del cielo, agitadas por el viento.
Se refleja en un sinfín de voces que intercambian saludos con fingido afecto, abrazos olvidados y los mejores augurios.
La Navidad es una emoción.
La esperanza de algo nuevo al fin.
O del regreso, con maletas de cartón atadas con bramante en vagones repletos y malolientes, desde los lugares de trabajo a aquellos donde están los antiguos amores, que se vuelven nuevos cuando se ven desde tan lejos.
La Navidad es una emoción.
Es fuerte, como las ganas de estar en casa cuando hace frío y sopla el viento, y suave, como el sonido del acordeón en una taberna para los que pasan deprisa, sin saber bien adónde ir.
La Navidad es una emoción.
Puedes esperarla día tras día, desde el momento en que el siroco sucumbe a las arremetidas del viento del norte, pero se te echará encima de repente, como un caballo encabritado cubierto de cascabeles y penachos.
La Navidad es una emoción.
Suena fuerte como un latido de corazón; a veces se oye leve como un parpadeo.
Pero una ráfaga de viento puede llevársela y no llegar nunca.
Después de rellenar los atestados, Maione bajó corriendo la escalinata de la jefatura para marcharse por fin a su casa. ¿Por qué negarlo? Se sentía feliz.
Los últimos tres años no habían sido fáciles. A decir verdad, habían sido los tres años más terribles de su vida.
La pérdida de Luca, en primer lugar. El modo tan trágico en que había ocurrido, un aviso, una carrera desesperada por los callejones, mil ojos que lo miraban entre las sombras de puertas, rendijas y zaguanes, y en la calle ni un alma. El gentío de siempre reunido cerca de la entrada de la taberna donde había querido entrar solo, pobre y tonto y queridísimo hijo mío, al que ni siquiera supe enseñarle la cautela del buen policía. Y las diez, cien manos que le impedían entrar, sargento, espere aquí, no se empeñe, recuérdelo como era cuando estaba vivo.
Parecía como si hubiese sido ayer y habían pasado más de tres años. Los ojos verdes y serenos del agente de policía Ricciardi, con el que nunca había querido tener tratos porque no le gustaban los silencios, con lo conversador que era él. El agente Ricciardi, el que traía mala suerte, según comentaban en la jefatura. Pero ese día, había llegado más tarde a la taberna, junto con él; la mala suerte se la había buscado Luca sin ayuda de nadie. Ricciardi bajó, se quedó unos minutos, volvió a subir, lo llevó aparte y le dijo: te quería. Quería al panzón de su papá.
Todavía hoy, al cruzar el portón y saludar al guardia, Maione se preguntaba cómo había sabido Ricciardi que, entre las cuatro paredes de casa y con su alegre risotada y su irrespetuoso afecto, Luca lo llamaba así, panzón. Y por qué había creído enseguida, lo había intuido, que Luca había elegido precisamente a Ricciardi para enviarle el saludo que no tuvo tiempo de susurrarle con su último suspiro.
El viento perfumado de nieve lo abofeteó, pero Maione seguía anclado con el pensamiento a los días posteriores al homicidio, cuando el único que estuvo a su lado fue el infatigable Ricciardi; su extraña amistad, el afecto que los unía se cimentaron entonces, en las largas vigilancias, en los interrogatorios, en la pista perdida y reencontrada que los llevó a descubrir al asesino. Y a mandarlo donde debía, a la cárcel.
En aquel entonces Maione ignoraba que lo peor empezaba precisamente en ese momento, cuando la energía y la rabia dejarían de contar con el objetivo de la búsqueda del culpable; cuando se encontraría en una casa sepultada en un silencio nuevo y sin esperanza, con una esposa al borde de la locura y él y los cinco hermanos de Luca a un paso del abismo, los ojos abiertos al vacío.
En cuántas ocasiones estuvo a punto de romperse el delgado hilo que los unía. Cuántas veces el fantasma del amor había estado en un tris de desvanecerse en el aire negro que rodeaba a su maravillosa mujer, convertida en una piltrafa, sentada en el sillón mirando el cielo desde la ventana.
Y entonces, al llegar la primavera algo había ocurrido. La chispa de los sentimientos casi olvidados había avivado una nueva y maravillosa pasión, a cuyo calor, la casa despertó como una flor sepultada debajo de la nieve. Y hoy, después de tanto tiempo, Maione podía contemplar la inminente Navidad como un momento de alegría y felicidad, y no como la enésima evocación de su dolor.
Mientras pensaba en que debía encargar el pescado para la cena de Nochebuena, de lo contrario su proveedor no podría guardarle las mejores piezas, el corazón le dio un vuelco.
Al principio creyó estar equivocado; sus ojos, entrecerrados a causa del viento, debían de haber confundido la silueta, un juego de luces inoportuno del farol que se mecía en lo alto. Cuando el hombre que lo esperaba en la esquina del vico della Tofa, al verlo aproximarse tiró la colilla y la apagó de un pisotón, ya no tuvo dudas.
Franco Massa y Raffaele Maione habían sido inseparables desde niños. Hacían de las suyas por la piazzetta Concordia y alrededores, inventaban mil fechorías, pero eran simpáticos y todos los comerciantes de la zona les tenían cariño: uno flaco como un palo y una narizota enorme en medio de la cara enjuta; el otro rechoncho y siempre dispuesto a soltar una risotada ruidosa como un carrito de cacerolas que rueda escaleras abajo. Se hacían querer con mucha facilidad esos dos diablillos, aunque hicieran todo tipo de trastadas.
Y siguieron siendo inseparables. Cuando dejaron de correr descalzos detrás del Pazzariello y de viajar colgados del trolebús, en vilo sobre las vías, para ir a zambullirse en el mar desde la escollera de via Caracciolo. En la adolescencia, cuando esperaban a las chicas a la salida del colegio de la piazza Dante; de muchachos, cuando compartían la misma entrada al Salone Margherita, donde las bailarinas se subían las faldas, uno de ellos distraía al acomodador en la taquilla mientras el otro se colaba entre las piernas de los hijos de papá vestidos de frac.
Raffaele Maione, apodado el Oso por su corpulencia; Franco Massa, apodado Cigüeña por las piernas largas y flacas, y la narizota que lo obligaba a andar inclinado hacia adelante. Esas amistades que traspasan fronteras y abarcan el resto de la vida, cuando uno imita al otro sin darse cuenta y ya no se recuerda quién se parece a quién.
Al entrar Lucia en escena, el ángel rubio que sería la madre de los seis hijos de Maione, Franco no desapareció, como suele ocurrir. Pasó a ser el tío Franco, y los niños aprendieron a quererlo como a un segundo padre. Más que nadie Luca, del que era padrino. Cigüeña conservaba en la mesita de noche la foto del día del bautismo, en la que aparecían él, tieso y cohibido con aquel hatillo en brazos, Raffaele y Lucia, uno a cada lado, emocionados y sonrientes.
Como padrino había sido concienzudo y atento. Había seguido a Luca paso a paso, vigilando con rigor sus amistades y conocidos. A menudo el muchacho solía pedirle a su padre que intercediera ante el tío Franco, para que lo dejara regresar más tarde por la noche o faltar al colegio.
Los dos amigos habían elegido pertenecer al cuerpo, el Oso al de policía y Cigüeña al de la guardia de prisiones; era natural que Luca siguiera sus pasos. Trágico y natural.
La muerte de Luca había sido atroz para Raffaele, sin duda, pero no menos que para Franco, que carecía de familia propia y afectos dignos de mención; su deseo de paternidad quedaba colmado por aquel muchacho rubio, revoltoso y apuesto, de ojos color del mar y carcajada estruendosa como la de su padre. Su desaparición había roto algo dentro de él, apagado un fuego que ya no volvería a encenderse.
Después de los primeros meses, a los dos antiguos amigos les había resultado difícil verse. Cuando lo hacían, tras un momento de silencio, invariablemente Franco se echaba a llorar. Lo hacía en silencio, sin cambiar de expresión, con gruesos y cálidos lagrimones que le surcaban la cara, como una lluvia repentina.
Poco a poco fueron espaciando los encuentros. A veces se cruzaban por casualidad, se saludaban de lejos con una inclinación de la cabeza, pero ocurría rara vez. Massa había dejado de desplazarse desde Poggioreale, donde llegó a jefe de los guardias y tenía a su cargo la dirección del servicio de seguridad de la cárcel; al pensar en su amigo, Maione notaba ese leve dolor que se siente cuando por desidia se deja morir un sentimiento importante.
Por ello, al verlo en una esquina del trayecto de regreso a su casa, en una anómala resaca de emociones, Maione sintió en el pecho el choque entre la alegría y el sentimiento de culpa; se disponía a disfrutar de una feliz Navidad, pero sin su hijo y sin su mejor amigo.
Lo abrazó con el afecto de siempre, y Franco se dejó envolver en los brazos del Oso, dándole golpecitos en los anchos hombros: el mismo abrazo que se daban cuando eran niños. Dios mío, cómo ha envejecido, pensó Maione.
—Tengo que hablar contigo, Raffae’ —le dijo Franco, después de mirarlo durante un buen rato—. Es algo importante, debes concederme media hora.
Maione estaba feliz y desorientado.
—Claro que sí, Franco. ¿Cuándo nos vemos? Tienes que venir a casa, anda, Lucia y los niños se pondrán contentos. Quería llamarte esta Navidad, ¿por qué no vienes a pasar con nosotros la Nochebuena? Lucia preparará almejas, ya sabes lo bien que cocina.
Massa parecía estar pensando en otra cosa.
—Ya, la Navidad. La Navidad. No, tengo que hablar contigo ahora mismo. Vamos a esa taberna de ahí; te invito a un vaso de vino. Será media hora, no más.
Echó a andar sin esperar respuesta.