Se dio cuenta el pequeño, a pesar del viento y la lluvia, y del incesante ruido del mar.
—Padre, ¿no lo oye? Llaman a la puerta.
El hombre se detuvo, dejó el cuchillo y la madera a la que estaba dando forma y fue a abrir. Al ver quién era, le dio la espalda y regresó a la mesa dejando la puerta abierta.
El invitado entró y la cerró. Miró a su alrededor.
—¡Hace más frío aquí dentro que fuera! ¿No te das cuenta de que hace un tiempo de perros?
El hombre había reanudado su trabajo de tallado.
—Estás en una barraca, llena de corrientes de aire, el viento atraviesa la madera, y las brasas no tardan en apagarse. ¿Qué quieres? Si tienes frío, vete a tu casa, donde estarás calentito. Y llévate también tu conciencia.
El invitado abrió una bolsa, sacó unas prendas y se las entregó a la niña.
—Toma, Adelina, este rojo es para ti, un jersey grueso. El azul debe de ser de la talla de Vittorio, a ver si le cabe. Aquí tienes también dos gorros de lana, los hizo mi mujer, y dos bufandas. Así os abrigáis un poco.
El tallador levantó apenas la vista de la madera.
—¿A qué viene eso? ¿Quién te ha pedido nada? Cuando su madre necesitaba ayuda de ti o de cualquiera de esos que dicen ser amigos míos, ¿dónde estabas? ¿Y cuando decidió…?
El otro lo interrumpió con decisión, mirando a los niños:
—¡Anto’, por lo que más quieras, basta! ¿Te has vuelto loco? ¡Con los niños delante!
—¿Y por qué, acaso no lo hizo delante de ellos? Ella tampoco creyó a su marido. Ella tampoco tuvo la fuerza de ayudarme a demostrar que lo que decía era cierto.
—Anto’, escúchame. Te enfrentas a un serio problema. Hoy han ido al cuartel dos policías, un comisario y un sargento. Buena gente, competente en su trabajo. Spasiano tenía órdenes de contarles toda la historia.
—¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro. Estaba presente. Ellos escucharon y al final lo primero que preguntaron fue si sabíamos dónde vivías.
Antonio Lomunno lanzó el cuchillo sobre la mesa. La niña, que con una cuchara de madera revolvía una olla en el fogón, se estremeció.
—¡Maldito, maldito! ¡Esta historia no acabará nunca, nunca!
Criscuolo avanzó hacia él.
—Puedes decir que estabas en el mar cuando ocurrió. Puedes decir que estabas en el pesquero, puedes decir que…
—¿Puedo decir? ¿Entonces crees que he sido yo? Y no entiendes que de haber querido… —Echó una rápida mirada a su hijo, que lo escrutaba con la boca abierta— …lo habría hecho entonces, enseguida, delante de todo el mundo. El muy ruin, el muy cobarde. Lo habría hecho entonces, y sanseacabó.
—No lo digas ni en broma —murmuró Criscuolo, aferrándolo del brazo—. No serías el hombre que eres si lo hubieras hecho. Y nosotros a Maria la ayudamos, poco, pero mientras estuviste preso la ayudamos. Más no pudimos, ya sabes cómo funciona. La vigilaban, y si nos hubiesen visto, nos habrían considerado cómplices, y hubiéramos acabado como tú. Además, nosotros también teníamos y tenemos familia.
Lomunno lo miró rechinando los dientes, los ojos anegados en lágrimas.
—Y todavía tenéis una familia… Yo, en cambio, tengo una hija de doce años que debe hacerle de madre a su hermano de ocho, porque su padre tiene que salir a navegar para conseguirle un poco de harina rancia y pescado robado. Esa es mi familia.
—Sí, esa es tu familia. Y tienes que sacarla adelante, porque se lo merece, en lugar de pudrirte el cerebro y el hígado con el vino de las tabernas. Y sobre todo tienes que seguir libre, de lo contrario, ¿cómo acabarían estos niños?
Lomunno se dejó caer en una silla.
—Está bien. ¿Tú qué crees que debo hacer?
Criscuolo se lo dijo.
Cuando terminó, Lomunno se cubrió la cara con las manos.
—¿Te das cuenta de lo que me pides? Que haga lo mismo que él me hizo a mí.
Sentado a su lado, Criscuolo le aferró la mano.
—No, Anto’, no. No es lo mismo. Él mentía y tú no. Además, es posible que no haga falta. O a lo mejor no fueron ellos y podrán demostrarlo y nadie saldrá mal parado. Pero entretanto, tú te los quitas de encima.
—No sé si podré. No sé.
—Tienes que poder, Antonio. Tienes que poder por ellos, por tus hijos. Y por la memoria de Maria, que era frágil y no consiguió salir adelante.
Cuando se disponía a marcharse, echó un vistazo a la madera que Lomunno tallaba y vio que estaba construyendo un pesebre.
—Estás haciendo el pesebre, ¿eh? Bien, así los niños saben que es Navidad. Dentro de unos días vuelvo y os traigo algo rico para comer en Nochebuena. Adiós, niños, venid y dadme un beso.
Mientras salía, oyó a Lomunno que lo llamaba:
—Pasqua’…
—Dime, Anto’. Dime.
En la penumbra de la barraca, los ojos de su amigo brillaban. La boca se abrió y se cerró: es difícil dar las gracias a alguien cuando no se admite que se le tiene cariño.
—Aféitate ese bigotito —le dijo finalmente Lomunno—. Te queda francamente ridículo.
Criscuolo sonrió y lo hizo vibrar con arte.
—Pero si me sienta de maravilla…
Y se marchó.
Cuando Ricciardi y Maione salieron del cuartel ya era de noche. No llovía, pero el viento soplaba otra vez con fuerza y congelaba las orejas. Los dos hombres se subieron el cuello del abrigo.
El sargento se calzó los guantes y batió palmas.
—Mi maaaadreee, qué noche más fría nos espera. Por otra parte, no sería Navidad si no hiciera frío, ¿eh, comisario? En fin, al menos hoy nos hemos enterado de algo sobre Garofalo.
—Y también sobre nosotros mismos —contestó Ricciardi con aire pensativo mientras el viento le agitaba el cabello.
—Y todavía hay gente que dice que la policía secreta no existe —añadió Maione—. Impresionante.
—Si le arruinaron la vida a Lomunno con tanta facilidad fue por culpa de la policía secreta. La milicia es el partido, no se pueden permitir siquiera la posibilidad de un escándalo. Hay que reconocer que Garofalo apostó fuerte, si no comprobaban lo que había dicho, se habría encontrado en una situación difícil.
Ricciardi había enfilado a paso vivo en dirección a la jefatura.
—Significa que apostaba sobre seguro. Sea como fuere, a su colega le arruinó la vida, no solo la carrera. Piensa en su mujer que, presa de la desesperación por haber perdido la casa, el marido y la dignidad se lanza al vacío.
Maione seguía a Ricciardi e iba soltando nubes de vaho, como una pequeña locomotora.
—Tiene razón, comisario. Se puede robar la vida a alguien, los sueños y las esperanzas. El delito mayor es ese, robarle la esperanza.
Ricciardi miró de reojo al obrero muerto bajo la última carga del día, se había quedado solo en el muelle, abandonado por los vivos, que habían regresado a sus casas.
—La esperanza será lo último que se pierde, aunque esa también acaba muriendo. Pero nosotros, al final del primer día de investigación, no solo contamos con el nombre de Antonio Lomunno, exmiliciano y expresidiario.
—¿Ah, no, comisario? ¿Y con qué más contamos?
Ricciardi miraba al frente, absorto, caminaba deprisa, empujado por el viento que soplaba a sus espaldas.
—Con san José y san Sebastián.
—Ya que estamos, también con san Genaro… Pero ¿en qué sentido?
—El san José roto… Si lo rompieron adrede, fue por un motivo. Debemos tratar de averiguar cuál pudo ser ese motivo. En cuanto a san Sebastián, me ha dado una idea que voy a comprobar. Aunque debemos consultar a un par de expertos, porque tanto tú como yo sabemos muy poco de santos.
—Que yo recuerde, comisario —dijo Maione, tras reflexionar un momento—, el único experto en santos que conocemos es el padre Pierino, de la parroquia de San Ferdinando.
—En él estaba pensando. Mañana quizá me acerque a verlo, pero solo nos servirá para san José. En cuanto a san Sebastián, hablaré también con otro experto, el doctor Modo.
Maione soltó una carcajada al viento.
—Comisario, el doctor Modo sabe de santos menos que nosotros, si dejamos de lado de los que se acuerda cuando blasfema, entonces sí que se sabe unos cuantos. En todo caso, para mí siempre es un gusto ir a verlo.
—No —contestó Ricciardi mientras entraban en el patio de la jefatura, cobijándose por fin de la feroz tramontana—, del padre Pierino y de Modo me encargo yo. Mañana tú me harás el favor de ir a ver a tu informante, el famoso Nenita, le pedirás que se entere por ahí de qué se dice de Lomunno y Garofalo. Quizá tanta integridad era puro cuento.
—A sus órdenes, comisario —contestó Maione—. A Nenita tengo que pillarlo a primera hora de la mañana o a última de la tarde, de lo contrario se va por ahí, de paseo por callejuelas y callejones. Pero si usted quiere, paso esta misma noche.
—No, es tarde y hoy ha sido un largo día. Sube un momento a firmar los atestados y luego vete a casa, que dentro de unos días es Navidad.
—Todavía tengo que terminar el pesebre. Qué le vamos a hacer, me toca a mí, es una tradición y nunca tengo tiempo. Me acuerdo de Luca, cuando era pequeño, que se empeñaba en montarlo conmigo. A veces es como si lo viera, ¿sabe? En fin, mejor no pensemos en cosas tristes. Gracias, comisario, nos vemos mañana.