16

En cuanto se quedaron solos en el pasillo, Maione estalló:

—Comisario, me lo tiene usted que explicar —bisbiseó, mirando con el rabillo del ojo al ordenanza, en posición de firmes detrás del escritorio, a tres metros de distancia—. ¿Por qué ha prometido que cuando encontremos a los asesinos se lo diremos a estos fanáticos? Más vale que les hagamos una llamadita telefónica cuando tengamos una idea, así nos ahorramos el trabajo y los peligros de la detención. Con suerte fue uno de los milicianos, y así ellos se lo guisan y ellos se lo comen.

—Verás, Raffae’ —dijo Ricciardi con una mueca—, tuve que pensar deprisa. Si les decía que no, como me dictaba mi instinto, nos quitaban la investigación y probablemente la habrían tomado con algún inocente. Estos no se andan con chiquitas, a la menor duda, la gente desaparece y nadie sabe adónde van a parar. De modo que convenía hacer esa promesa, que quizá nos permita descubrir lo que pasó y quién lo hizo. Por otra parte, ya sabes que una vez practicada la detención, la competencia ya no es ni tuya ni mía. ¿A ti te parece que en cuanto pueda, un tipo como Garzo no tratará de contentar a estos exaltados?

No del todo seguro, Maione negaba con la cabezota.

—No sé, comisario. Su razonamiento tiene sentido, no diré que no, pero sigue sin gustarme tener acuerdos con esta gente. Me dan miedo. ¿No oyó usted todo lo que sabían de nuestra vida? Hasta la historia de la pobre Filomena, un poco más y la hacen pasar por mi amante. Y de su situación económica, de la señora Rosa. ¡Malditos espías!

—Deben de contar con una considerable red de informantes —suspiró Ricciardi—, incluso alguien en la propia jefatura. De lo contrario, ¿cómo se habrían enterado de que veníamos hacia aquí?

La pregunta cayó en el vacío, porque el ruido seco de un taconazo a poca distancia los sobresaltó.

—Sénior Renato Spasiano, a sus órdenes. El señor cónsul me ha encargado que los lleve al despacho del centurión Garofalo y conteste a sus preguntas. Acompáñenme.

Y se puso en marcha, a paso ligero, por supuesto. Maione alzó los ojos al cielo.

El despacho donde había trabajado Garofalo se encontraba en la segunda y última planta del cuartel. Daba a la parte opuesta de los muelles; asomaba a un panorama triste de vías muertas y vagones abandonados; como compensación, los ruidos del puerto y de la calle llegaban amortiguados.

Al escritorio estaba sentado otro oficial, que al entrar el sénior Spasiano se levantó como un resorte, con el taconazo habitual y el saludo romano.

—Este es el jefe de manípulo Criscuolo. Está revisando las operaciones que tramitaba el centurión Garofalo, por si hubiera alguna urgencia. Cuéntenos, Criscuolo, puede hablar con toda libertad. Los señores pertenecen a la brigada móvil, están indagando las causas del incidente.

El incidente, pensó Maione. Caray con el incidente. Garofalo fue a golpear por error contra un cuchillo; treinta veces nada menos.

Criscuolo, un hombre grande y corpulento con un ridículo bigotito negro muy fino, contestó:

—Sénior Spasiano, he revisado toda la documentación de los trámites en curso. Como sabrá, el centurión Garofalo se ocupaba de controlar la pesca al por menor en el litoral de la ciudad, una zona que va del puerto a la isla de Nisida. Están los informes de las inspecciones hasta este mes, según lo establecido, con las cantidades de pescado y las zonas de pesca comprobadas. Los desgloses donde constan los equipamientos de cada barca, las actas de las reuniones de la comisión departamental. Salvo error, no he encontrado irregularidades pendientes de comunicar.

Ricciardi intervino, mientras Maione observaba fascinado el movimiento del bigotito sobre el labio superior del jefe del manípulo Criscuolo que, en apariencia, era independiente del propio labio.

—Disculpe, ¿qué significa «irregularidades pendientes de comunicar»?

—Como tal vez sepa —le explicó Spasiano—, la legión tiene a su cargo numerosas tareas, entre ellas, el control de la pesca. Hay grandes pesqueros, los que disponen de tripulaciones de muchos hombres que, por sus dimensiones operan aquí en el puerto, en los muelles específicos; y las barcas pequeñas, las llamadas familiares, que atracan en las playas de los barrios debajo de Castel dell’Ovo, en Mergellina, Bagnoli, etcétera. El centurión Garofalo tenía a su cargo el control de esas pequeñas barcas. El jefe de manípulo que colaboraba con él ha comprobado que el centurión no tuviera trámites pendientes, irregularidades descubiertas pero pendientes de comunicar. Hay que ser rápidos para evitar que quien ha cometido algún acto ilícito le ponga remedio y escape a la investigación posterior.

—Comprendo —asintió Ricciardi, pensativo—. ¿Y últimamente el centurión Garofalo había comunicado alguna irregularidad importante que hubiese dado lugar a que se tomaran medidas contra alguien?

Spasiano le hizo un gesto con la cabeza a Criscuolo, pasándole la pelota. El bigotito se estremeció en el labio inmóvil, como el de un gato.

—No, señor. Cosas menores, las habituales: redes irregulares, pequeñas invasiones de aguas privadas. Infracciones leves. El centurión era muy estimado y temido por su integridad, los pescadores lo sabían y se adaptaban.

Ricciardi se dirigió otra vez a Spasiano:

—Hace un momento el señor cónsul se he referido al ascenso a centurión de Garofalo; para ser exacto, a la forma en que lo consiguió. ¿Qué sabría decirme al respecto?

La pregunta cogió por sorpresa al sénior Spasiano. Miró a Criscuolo, que, salvo un estremecimiento del bigote, no movió ni un músculo. Se ruborizó, abrió la boca y volvió a cerrarla.

—El señor cónsul me dijo que podía preguntarle cuanto fuera necesario —quiso ayudarlo Ricciardi—. Si hay problemas, podemos volver a su oficina.

Maione sonrió, amable. Nadie sabía colarse por las rendijas de la burocracia como Ricciardi. Spasiano parpadeó y cedió enseguida.

—Garofalo era subjefe de manípulo. El grado correspondiente del ejército es el de subteniente. Es decir, trabajaba con un superior, un oficial a cargo de un ámbito específico, en una palabra, un sector de control.

Se interrumpió y se miró la punta de las botas. Ricciardi y Maione esperaron. Criscuolo apartó una hoja de papel que había sobre el escritorio del difunto. El viento que se iba intensificando trajo desde fuera el sonido lúgubre de una sirena. Spasiano reanudó su relato:

—El superior de Garofalo era el jefe de manípulo Antonio Lomunno. Uno de los más jóvenes con esa graduación, firme candidato a un ascenso. El sector de vigilancia al que pertenecía era el de contrabando, una auténtica plaga, sobre todo en lo referido al tabaco, las especias y, principalmente, el café. Trabajaban bien, habían descubierto varias operaciones de tráfico.

Otro silencio. Esta vez se oyó un suspiro de Criscuolo, acompañado de un estremecimiento de los pelos del bigote que a Maione no le pasó inadvertido.

El sénior Spasiano prosiguió con evidente dificultad. Su voz bajó de tono.

—Un día, Garofalo llama a la puerta del cónsul, sin pasar siquiera por el ordenanza. Dice que tiene algo que enseñarle, y que solo podía hacerlo en presencia del más alto mando de la legión. El cónsul me manda llamar para que estuviera presente y, en caso necesario, atestiguara sobre dicha insubordinación. Garofalo anuncia que ha descubierto un tráfico de café de gran importancia, y que ese tráfico dura ya muchos meses, tal vez años. Que ha puesto al corriente de su hallazgo a su superior, Lomunno, y que este le ha dado orden de callar.

Maione miró a Criscuolo; notó que el hombre escrutaba a Spasiano con una muda acusación en los ojos.

—¿Y por qué el tal Lomunno le ordenó a Garofalo que callara? —preguntó Ricciardi.

—Eso mismo preguntó el cónsul —prosiguió Spasiano—. Garofalo dijo que, además, su superior lo había amenazado con tomar medidas disciplinarias contra él si llegaba a hablar, y que en esas circunstancias no había entendido el motivo. Posteriormente, refirió que había detenido a algunos de los contrabandistas y que para que lo soltaran, uno de ellos había declarado que le pasaba a Lomunno una cantidad fija al mes para poder seguir libremente con su tráfico.

Criscuolo volvió a suspirar.

—Discúlpeme que interrumpa —dijo Maione—, pero ¿aportó al menos alguna prueba el tal Garofalo? ¿O basta con acusar a alguien así, de la noche a la mañana?

—Obviamente es así, sargento —contestó Spasiano—. No somos salvajes. Además, la hoja de servicio de Lomunno era impecable, como le he dicho, uno de los mejores oficiales de la legión, experto y competente, muy intuitivo e inteligente. Pero Garofalo nos dijo que, con tal de conservar el anonimato, el contrabandista le había revelado el día exacto en que le pagaría la cantidad mensual a Lomunno, y que se trataba de ese mismo día. Garofalo nos invitó a registrar al oficial, que acababa de regresar al cuartel de una inspección.

—¿Y ustedes lo creyeron? —preguntó Maione asombrado.

—¿Y qué quería que hiciéramos? —preguntó a su vez Spasiano encogiéndose de hombros—. El señor cónsul le dijo a Garofalo que, en caso de que las acusaciones fuesen infundadas, lo castigaría con la expulsión del cuerpo y que, además, sería acusado de difamar a un oficial de la milicia voluntaria nacional.

—¿Y él qué contestó? —inquirió Maione.

—Con esta pregunta: ¿y si fuera cierto? ¿Cuál sería mi recompensa?

—¿Puedo retirarme, sénior Spasiano? —dijo Criscuolo, tras un resoplido—. Terminaré con la comprobación más tarde, así puede…

—No, quédate, Criscuolo —contestó Spasiano—, es mejor que alguien más escuche lo que estoy contando. La orden viene del cónsul, pero se trata de información confidencial.

—A sus órdenes, sénior Spasiano.

Ricciardi había prestado suma atención el diálogo. Tenía la impresión de que Criscuolo mostraba cierta pena al escuchar una historia que le resultaba de sobra conocida.

—Estábamos tan convencidos de que se trataba de una calumnia —prosiguió Spasiano—, que el cónsul dijo delante de mí: si fuera verdad, le correspondería el máximo castigo. La corrupción es un cáncer que la legión no puede permitirse. En cambio tú serías ascendido por haber tenido el valor de… de acusar a un colega indigno.

Comenzó a caer una lluvia fina que golpeaba los cristales de la ventana.

—¿Y qué pasó? —preguntó Maione, más que nada para romper el silencio.

—Encontraron a Lomunno en su despacho con una gran suma de dinero encima. En metálico. No pudo explicar su procedencia y fue detenido. El testimonio de Garofalo fue decisivo, Lomunno fue expulsado de la milicia con deshonor y condenado a un año y medio de cárcel.

Ricciardi había escuchado con atención.

—En la práctica, Garofalo arruinó a su superior y ocupó su puesto.

—Más que eso. Ocupó el puesto al que iban a ascender a Lomunno, el de centurión. Para que vea la comparación con las graduaciones del ejército, pasó de subteniente a capitán, de un solo salto y sin respetar los años de servicio mínimo de las distintas graduaciones. Algo sin precedentes.

—Disculpe, pero tal vez no lo haya entendido bien. —Maione no daba crédito a sus oídos—. ¿Qué dijo Lomunno?

—Obviamente juró por su honor que no era cierto, pero no quiso revelar de dónde salía el dinero. Dijo que era suyo, ahorros de toda su vida, con los que por fin podría comprarse una casa.

—Perdóneme, pero ¿no era su palabra contra la de Garofalo?

—Sí, pero nadie lleva encima casi diez mil liras en metálico. De todas maneras, en el cuerpo basta mucho menos para que se tomen medidas disciplinarias. Interrogada por algunos de nuestros oficiales, su esposa dijo no saber nada del dinero, y esa se consideró una prueba más.

Ricciardi miraba fijamente a Spasiano.

—Hay algo más, ¿verdad? La historia no acaba aquí.

Spasiano miró a Criscuolo, que a su vez tenía la vista clavada en el suelo. Maione tuvo la impresión de que apretaba los puños.

—Durante la reclusión de Lomunno, su esposa se suicidó. El día en que fueron a desahuciarla de la casa donde vivían, se tiró por el balcón. Dejó dos niños; de ellos se ocupó una vecina hasta que él salió de la cárcel.

Viento y lluvia azotaron la ventana, se oyó el rugido del mar. Ricciardi pensó que, como de costumbre, pagaban los inocentes.

—¿Qué ha sido de ellos?

Spasiano se encogió de hombros.

—Esta historia ocurrió hará cosa de tres años. No tenemos noticias recientes, en parte, debo confesarle, comisario, porque no nos gusta recordarla. Desde más de un punto de vista. En primer lugar, no nos gusta pensar que todos nos equivocamos en la valoración de Lomunno, que era muy bien visto en el cuartel. En segundo lugar, no nos gusta pensar que uno de nuestros mejores oficiales era en realidad un corrupto. Pero sobre todo, aunque no lo reconocería fuera de esta habitación, no nos gusta cómo terminó la historia.

—¿Y no hicieron ustedes nada por la familia de Lomunno? ¿Su mujer y sus hijos, cómo se las arreglaron para sobrevivir mientras él estaba en la cárcel? —intervino Maione.

El dedo en la llaga. Criscuolo levantó la cabeza de golpe, hizo ademán de ir a hablar, pero luego volvió a clavar la vista en el suelo.

—No —contestó Spasiano—. Teníamos la sensación de estar tratando con apestados. Ninguno de nosotros tuvo el valor de echarles una mano. Todos somos un poco culpables de lo que ocurrió.

Ricciardi se apartó el mechón de pelo de la frente, con el habitual gesto brusco de la mano delgada.

—¿Y dónde están ahora Lomunno y sus hijos? —preguntó.