15

Tras las palabras del cónsul siguió un silencio plúmbeo. Por la ventana se coló el sonido de una sirena que anunciaba una llegada o una partida.

Maione cerró la boca con un chasquido y tragó saliva.

—¿Qué ha querido decir? —dijo luego—. ¿Qué sabe usted del accidente del comisario?

Freda fue a su escritorio, se sentó con calma, se calzó unas medias gafas, cogió un folio y leyó a media voz:

—Veamos, pues… Raffaele Maione, cincuenta y un años. Sargento desde hace cinco. Tres reconocimientos, un elogio, dos gratificaciones: enhorabuena, magnífica hoja de servicios. Casado con la señora Lucia Caputo, vico Concordia, dieciséis. Cinco hijos vivos, tres varones, dos hembras. Luca, el mayor, también policía, falleció hace tres años y medio en acto de servicio en el curso de una operación; cuánto lo lamento, lo acompaño en el sentimiento. Debilidades: le gusta mucho comer, bebe con moderación. Aquí constan datos de una amistad suya, con una señora de vico del Fico, víctima de una afrenta en la primavera de este año, se trata solamente de una amistad.

Maione se había quedado sin aliento. Miraba al cónsul con los ojos como platos y respiraba fatigosamente.

—Es usted —prosiguió el hombre— el colaborador preferido, al parecer el único, del comisario Luigi Alfredo Ricciardi, treinta y un años, de Fortino, provincia de Salerno, cerca de la Lucania. Sus datos, comisario, son aún más interesantes. Es rico, muy rico, pero de sus fincas, de los terrenos e inmuebles que posee en su pueblo se ocupa Rosa Vaglio, su tata, que vive con usted. Pese a ello, un par de granjeros le roban igualmente; a la pobre mujer se le pueden escapar algunas cosas. Si quiere tengo sus nombres, puedo dárselos.

Ricciardi escrutaba su cara, inexpresivo, las manos aferradas a los brazos del sillón.

—Muy brillante en su trabajo —prosiguió Freda—, no mantiene amistad digna de mención con sus colegas; parece ser que no lo aprecian demasiado, exceptuando el sargento Maione, aquí presente. No aspira a hacer carrera, para alegría de su superior, el subjefe de policía Garzo, que es un inepto.

—¿Eso también consta? —murmuró Maione, que ya se estaba sobreponiendo.

—También, también. Y la amistad…, tal vez debería decir devoción…, de la señora Lucani Vezzi, amiga nada menos que de la familia Mussolini, excantante de ópera. El detalle juega a su favor; cosa que no puede decirse, en cambio, y aparece marcada en rojo, de su amistad con el doctor Bruno Modo, sospechoso de antifascismo militante, pero competente médico del hospital dei Pellegrini. Constan en su activo la resolución de casos célebres, como fue precisamente el homicidio del tenor Vezzi, esposo de la antes citada señora, de la duquesa Musso di Camparino, etcétera. Todo correcto, imagino.

—¿A qué viene este despliegue de información, cónsul? —respondió raudo Ricciardi—. ¿Qué pretende decirnos?

Freda le sostuvo la mirada un largo rato, luego contestó:

—Un hombre vestido de negro me entregó este informe, dirigido a mi atención personal, hará cosa de una hora. Le dijo al miliciano de la portería que ustedes vendrían al cabo de cuarenta minutos; llegaron ustedes treinta y ocho minutos exactos después de la entrega. El hombre me hizo presente a viva voz que sería mejor que lo recibiera de inmediato. Siempre proceden así; para hacer notar un acto ilícito que requiere vigilancia, para seguir un comercio en apariencia lícito pero que oculta algo. Otras veces solo debemos vigilar un tránsito, un movimiento; una persona que parte hacia un destino, otra que pasa por el puerto.

—¿Y ni siquiera le dicen por qué? —preguntó Maione, desconcertado—. ¿Y quiénes son? ¿Quién es esta gente que lo sabe todo de todos?

—Nadie me lo ha dicho nunca abiertamente, sargento. Ni a mí ni a ninguno de los demás comandantes de la legión. Oficialmente no existen, y no existirán nunca; en realidad, son los que mueven los hilos de muchísimas marionetas. Comisario, yo solo he querido que usted supiera que este homicidio, ocurrido aquí, en nuestra casa, es un hecho mucho más grave de lo que parece. Porque en realidad se trata de un acto contra el uniforme, este uniforme, y contra el propio régimen que representa.

—¿Y eso qué quiere decir? —insistió Ricciardi—. ¿Por qué debería la importancia del crimen influir en nuestras investigaciones?

—Si, como creemos —respondió Freda, tras juguetear con las gafas—, el crimen guarda relación con el trabajo de Garofalo, con el ejercicio de su función, entonces le invito a que nos lo comunique, de ese modo podremos poner las cosas en orden para que desde fuera no se tenga la impresión de que podrían existir fallos en nuestra actuación. Sería grave, gravísimo.

—¿Y para hacer qué, señor cónsul? —preguntó Ricciardi, negando con la cabeza en un gesto de desaprobación—. ¿Para permitir que usted, o el señor vestido de negro que le entrega en mano esos despachos, se adelanten a la justicia y a un juicio que podría desencadenar cierta desdicha en la plaza?

Freda asestó un súbito puñetazo en la mesa, haciendo temblar plumas, tintero y secante. Maione dio un brinco en la silla; Ricciardi, como de costumbre, ni siquiera pestañeó.

—¡No quiere usted entender! Entonces se lo explico. Este es el puerto de escala más importante de la nación, el de mayor tráfico de pasajeros y mercancías. Nosotros debemos controlar los muelles, los depósitos, las superficies de agua adyacentes, los barcos de vapor que llegan y los que zarpan. Debemos controlar todos los materiales a la espera de ser embarcados, incluidos los vagones del ferrocarril. Nos ocupamos del servicio político de vigilancia de las tripulaciones y los pasajeros, y nos encargamos de la seguridad pública de las operaciones de embarque y desembarque. Somos la primera cara de las fuerzas armadas de la nación que se ofrece a los extranjeros, y la última cuando se marchan. ¡El asesinato de uno de nuestros oficiales no es un crimen callejero, es un problema de Estado!

—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Ricciardi sin alterarse ni cambiar de tono—. Cada persona que muere asesinada es para nosotros un hecho gravísimo. Cada persona que muere asesinada pide ayuda a gritos, y nos obliga a poner las cosas en orden. Si quiere desbancarnos, no tiene más que llamar a Roma y pedir que encarguen la investigación a la policía militar. ¿Por qué no lo hace?

Freda había perdido el aplomo.

—¡Sabe muy bien que no es posible! —rugió—. Sobre el papel mis hombres son voluntarios, equiparables a los civiles. Así lo decidió el partido para no verse sujeto a las reglas del reclutamiento del ejército y la marina. Además, a Garofalo no lo mataron en el cuartel, sino en su casa, en su propia cama. ¡Eso hace que el homicidio escape a nuestra jurisdicción, maldita sea!

Ricciardi quiso mostrarse más conciliador; apreciaba la aproximación del cónsul, que les había confiado su difícil posición.

—Quédese tranquilo, señor cónsul. Le aseguro que cuando encontremos a los culpables, usted será el primero en saberlo, le doy mi palabra. Pero que quede claro, le avisaré una vez se haya producido la detención, no antes. No quisiera encontrarme con un culpable suicida. Después será una cuestión entre ustedes y la cúpula de la jefatura. Conociéndolos, no me cabe duda de que llegarán a un acuerdo; a mí no me interesa la comunicación a los órganos de la prensa y a la opinión pública.

Maione le lanzó una mirada; estaba acostumbrado a no entender enseguida las estrategias del comisario, pero esta la consideró muy alejada de los principios que conocía y compartía. A Garzo le parecería un sueño poder empaquetar a los asesinos y entregárselos en mano a la policía secreta, o a saber a quién otro, con tal de recibir una palmada en el hombro de los de arriba. Y a freír espárragos la justicia.

El cónsul asintió con parsimonia, la solución propuesta por Ricciardi le resultó aceptable.

—De acuerdo. Pero se lo advierto, Ricciardi, no intente faltar a su palabra. En el informe se dice que es usted un hombre de honor, pero el caso que nos ocupa es muy importante para esta legión. Recuerde que nada quedará librado al azar con tal de mantener la integridad de nuestra función.

—Bien, entonces estamos de acuerdo —asintió Ricciardi—. Pero queremos plena libertad de movimiento en el ámbito de su organización. Debemos hablar con los colegas más cercanos de Garofalo, y también con quien estaba al corriente de su trayectoria profesional y pueda decirnos cómo había hecho carrera, qué tipo de pasado tenía; con quién hablaba y a quién hacía confidencias. Y qué tipo de investigaciones llevaba a cabo y de cuál se ocupaba en estos días.

—Cuente con ello —dijo Freda, poniéndose de pie—. Ahora mismo mando llamar a la persona que podrá acompañarlos al despacho de Garofalo y contestar todas esas preguntas. Por desgracia, mis contactos directos con él no eran frecuentes y, para serle sincero, no me caía bien. Demasiado melifluo y obsequioso, las personas así siempre resultan peligrosas. Y además su ascenso… Pero de eso le hablará mejor el sénior Spasiano, superior directo de Garofalo. Lo mando llamar ahora mismo, pueden esperar aquí.

—Gracias, señor cónsul —dijo Ricciardi, poniéndose a su vez en pie—. Esperaremos en la puerta, no queremos seguir molestando.

Se despidieron y al dirigirse a la puerta, el comisario vaciló un momento y preguntó:

—Perdone, una última cuestión. ¿Por qué el cuadro de san Sebastián?

El cónsul, que ya tenía el interfono en la mano, pareció sorprendido por la pregunta; se dio media vuelta y miró el cuadro como si lo viera por primera vez.

—Ah, ¿ese? Es el santo patrono de la milicia voluntaria nacional. Sabe Dios por qué.