Anoche soñé. Habrá sido por todo el vino.
Soñé que subía tus escaleras, ese extraño portero dormía la mona, como siempre, y no me veía pasar. Mis pasos no hacían ruido, como si estuviera descalzo.
Llamaba a tu puerta, me abría tu esposa, me reconocía y me sonreía. Qué rabia esa sonrisa: como si no supiera lo que había ocurrido, lo que tú me habías hecho.
Soñé que empuñaba el cuchillo, el reglamentario. Y quitaba de en medio a tu mujer, con un único ademán, sin placer pero sin remordimiento. Después iba por ti, a tu alcoba, con el cuchillo ensangrentado que dejaba un rastro de gotas en el suelo. Y tú me mirabas, y reías sin miedo. Me decías que la vida es así, que el que puede, agarra. Lo decías siempre.
Y te clavé el cuchillo. Una, diez, cien veces te lo clavé. Y las cuchilladas eran flechas, como las del cuerpo de san Sebastián, ¿te acuerdas? La de veces que nos preguntamos por qué habían elegido a san Sebastián.
Al final tú estabas muerto, pero seguías riendo. Me desperté y en mis manos no había sangre.
Dios, qué sueño más hermoso. Habrá sido el vino.