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Si en las calles el caos que precedía a la Navidad era anárquico y descomunal, en el interior del puerto la impresión era del todo diferente. El tráfico de mercancías y el de pasajeros se mantenían separados, y miles de personas trabajaban con eficiencia, moviéndose según una coreografía sabiamente organizada.

El puerto de escala era el primero de la nación y parecía consciente de ese récord; cuadrillas de cargadores se cruzaban portando los equipajes que acababan de bajar a tierra o estaban a punto de embarcar; decenas de estibadores llenaban o vaciaban sin pausa las inmensas bodegas, mastodónticos vehículos de motor, carros tirados por caballos de cuyos ollares salían nubecillas de vaho que se perdían en el viento mientras formaban fila a la salida, para pasar el control de mercancías. Quienes desembarcaban de los grandes transatlánticos eran guiados en la salida peatonal por graciosas auxiliares uniformadas; Maione pensó en la impresión que se llevarían esos viajeros al verse inmersos en la espantosa confusión de la ciudad.

Ricciardi caminaba a paso ligero, las manos en los bolsillos y el pelo revuelto, la mirada clavada al frente. Ante los ojos de su alma, además de la humanidad atareada, aparecían otros seres.

Un muchacho de pie en el muelle, con el brazo segado por un cabo, la sangre bombeada con fuerza por el corazón a través de la arteria cortada de un tajo, murmuraba: «Madre, madre, ayúdeme, madre». Un hombre, sentado en el suelo junto a la zona de descarga de mercancías, ahora ocupada por un grupo de trabajadores que cantaban alegres una melodía de moda, había sido aplastado por una caja o algo por el estilo; tenía el tórax completamente hundido, y por la postura de la cabeza resultaba fácil comprender que se le había partido la columna vertebral. Murmuraba: «El último, descargo este último y me voy para casa». Lástima, reflexionó el comisario. Si el último hubiese sido el anterior, tal vez ahora estarías con tus hijos. Quisiste demasiado. Peor para ti. Y, en cierto modo, también para mí, pensó.

Entre los muchos hombres uniformados que supervisaban las operaciones del puerto, destacaban los pertenecientes a la milicia portuaria: el sombrero de fieltro gris verdoso, la guerrera del mismo color con trabilla. Activos, precisos, enérgicos. Mientras se dirigía al cuartel acompañado de Maione, Ricciardi pensaba que una organización militar paralela a la del Estado, pero adscrita a un partido resultaba, por lo general, peligrosa. Por otra parte, también era cierto que en las últimas elecciones ese partido había obtenido el consenso de más del noventa por ciento de los ciudadanos, por tanto, era fácil confundirlo con el propio Estado.

Por lo que a él respectaba, y tal como intentaba hacerle entender al doctor Modo cuando lo hacía partícipe de sus encendidas diatribas antifascistas, la política no le interesaba en absoluto. Pensaba que en última instancia la raíz de los problemas estaba en la naturaleza humana, y que esta no tenía remedio.

El cuartel de la milicia estaba apartado, pero ocupaba una posición estratégica; cerca pasaban las vías de los vagones de mercancías que desde los barcos iban hacia la estación. Tal vez instintivamente, el personal civil se mantenía a distancia. Prefería dar un largo rodeo antes que aproximarse a la tapia. Ese detalle acentuaba la idea de rareza en el variopinto mundo del puerto.

Los dos policías recorrieron su perímetro, en busca de la entrada principal. La construcción tenía dos plantas, era espartana y sólida como mandaba la arquitectura del régimen. En el portón, entre la primera planta y la segunda, en grandes letras la inscripción: «Cuartel Mussolini». Ricciardi recordaba la inauguración que tuvo lugar años antes en presencia del mismísimo Duce, y la aprensión rayana en el histerismo de Garzo, típica de esas ocasiones.

El miliciano de la entrada les pidió los datos, luego murmuró unas frases en un moderno interfono. Maione pensó con melancolía en los kilómetros de escaleras y pasillos que en la jefatura los guardias se veían obligados a recorrer para transmitir las simples comunicaciones de servicio. Un minuto más tarde se materializó un suboficial que los recibió con un rígido saludo romano y se presentó:

—Cabo de escuadra primero Catello Precchia. Acompáñenme, por favor.

El miliciano subió la escalinata a paso ligero. Maione y Ricciardi intercambiaron una divertida mirada de conmiseración, y lo siguieron lo más deprisa posible; el comisario tenía la impresión de estar oyendo las mudas imprecaciones lanzadas por el sargento, que atacaba los peldaños con la lengua fuera. A medida que subían se encontraron con un ir y venir de soldados que corrían con idéntico entusiasmo, sin dejar de saludarse al estilo romano. Ricciardi confió con malicia en que, llevado por el entusiasmo, alguno de ellos tropezara y se precipitara escaleras abajo hasta la planta baja; habría pagado de su bolsillo para presenciar semejante espectáculo.

El cabo de escuadra primero se detuvo de sopetón delante de una alta puerta de madera oscura vigilada por un ordenanza que adoptó la posición de firmes al lado de un escritorio. No había ni siquiera una silla. El miliciano llamó una sola vez a la puerta y los hizo pasar.

Entraron en un despacho muy espacioso; como única decoración, en el suelo de mármol se veían las geometrías de pequeñas baldosas de distintos colores. De una pared colgaba un gran cuadro del puerto de Nápoles en el medievo, y en la parte opuesta, la fotografía muy ampliada del Duce, inaugurando el cuartel. Detrás de un escritorio macizo de madera noble, tal como estipulaban las ordenanzas, colgaban los dos retratos del jefe del gobierno y el rey. En un rincón, cerca de la amplia ventana que daba a un balcón, un asta dorada con contera sostenía la bandera tricolor con el escudo.

Nada de cruces; por esta zona, pensó Ricciardi, se adora a un solo dios. Descubrió con sorpresa y cierta inquietud que medio oculto por la cortina abierta había un cuadro de san Sebastián, parecido al que colgaba en su instituto y que había recordado el día anterior frente al cadáver de Garofalo.

Del fondo del cuarto, un oficial salió a su encuentro. El suboficial que los acompañaba se cuadró dando un taconazo sincronizado a la perfección con el saludo romano y el silbido de la mano enguantada hendiendo el aire. El oficial respondió distraído al saludo, y dirigiéndose a Ricciardi y Maione, los invitó:

—Por favor, siéntense. Soy el cónsul Freda di Scanziano, comandante de la segunda legión de la milicia portuaria. Puede retirarse, Precchia. Gracias.

—Sí, señor cónsul. Estaré aquí fuera, delante de la puerta, por si me necesita.

Taconazo, silbido de la mano, taconazo, media vuelta y puerta cerrada. Maione pensó que de haber elegido otra carrera, el cabo de escuadra primero habría sido un excelente bailarín de tango.

El cónsul parecía un actor de cine, de los que normalmente interpretan el papel de gran duque o del padre de la muchacha noble y rica que se enamora del joven ganapán, pero con buenos sentimientos. Excepto por los ojos que, debajo del fez en cuyo centro destacaban el fascio, el ancla y la corona, destilaban curiosidad e inteligencia. Una docena de medallas adornaban el uniforme gris verdoso con una faja transversal azul.

—Y bien, señores, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Ricciardi y Maione se sintieron cogidos por sorpresa: iban preparados para tener que superar varios grados de suboficiales y oficiales y para encontrarse con un muro de silencios y frases a medias; de ninguna manera habían esperado ser recibidos de inmediato y directamente por el cónsul comandante de la legión.

Maione fue el primero en sobreponerse.

—Señor cónsul, gracias por recibirnos. Soy el sargento Maione, de la Real Jefatura de Policía, brigada móvil, y este es mi superior, el comisario Ricciardi. Hemos venido a…

—Lo sé, lo sé, sargento —lo interrumpió el cónsul—. Por desgracia sé por qué están aquí. Y quisiera agradecerles cuanto hagan para asegurar que los viles asesinos que dejaron huérfana a esa pobre niña sean conducidos ante la justicia.

Ricciardi escrutaba la cara del militar tratando de descubrir sus verdaderas intenciones, pero en ella solo vio reflejado lo que las palabras habían expresado.

—Señor cónsul, a eso hemos venido. Como usted comprenderá, la tarea que desempeñaba Garofalo…, el centurión Garofalo, su trabajo puede haber sido, mejor dicho, con toda probabilidad fue el motivo por el que lo asesinaron a él y a su mujer de forma tan salvaje. Por ello empezamos por aquí. Nos ayudará cualquier dato que podamos averiguar sobre él, sus colegas, las últimas operaciones llevadas a cabo, posibles enfrentamientos, amenazas recibidas. Todo.

Freda asintió. Luego se levantó inesperadamente y, con las manos cruzadas a la espalda, se acercó al balcón corrido desde el que se veían el mar y el puerto; había algunos barcos descargando mercancía.

—Comisario, ¿qué sabe usted de nuestro cuerpo? De la milicia portuaria, quiero decir.

Ricciardi miró a Maione, se encogió de hombros y respondió:

—Lo que sabe todo el mundo. Supervisan la carga y descarga de mercancías, la pesca. Ejercen una actividad de policía judicial, en el puerto y en el litoral.

—No me refería a eso. ¿Sabe cómo nos forman? En fin, quiénes somos.

—Sé que los jóvenes pueden elegir formar parte de la milicia como alternativa al servicio militar. Que perciben una retribución diaria, lo que facilita el reclutamiento. Que sus criterios de selección son bastante restrictivos.

Freda seguía mirando al mar.

—Así es. Todo eso es así. Pero hay algo más. —Se volvió hacia sus invitados, pero permaneció junto al balcón—. Como bien sabrá, nuestro cuerpo es joven, fue fundado en mil novecientos veintitrés. Al día siguiente de la Marcha sobre Roma. «La prótesis militar de Mussolini», lo definió un periodista. Ahora ese periodista ya no escribe más, naturalmente.

—Lo imaginaba —murmuró Maione.

—En efecto —sonrió Freda—. El Duce dijo que el escuadrismo, que había animado la marcha y el nacimiento del movimiento, no debía morir y por ello fundó nuestro cuerpo, que después se articuló en sus distintas ramas, la forestal, la ferroviaria, la de correos y telégrafos. Y nosotros, la portuaria.

Ricciardi se preguntaba adónde quería ir a parar el cónsul.

—Para guiar el cuerpo, además de los voluntarios, que con frecuencia no tenían experiencia militar, y de los fascistas de la primera hora, llenos de ardor aunque en algunos aspectos peligrosos, se decidió que se necesitaban militares auténticos. Yo, por ejemplo, era capitán de la marina de guerra. Tenía un crucero bajo mi mando, mi vida estaba allí fuera, en el mar. No se hacen ustedes una idea de cuánto echo de menos el aire de alta mar.

—Si no es indiscreción, señor cónsul —intervino Maione—, ¿por qué aceptó?

—Ninguna indiscreción, sargento —respondió Freda, mirando otra vez al mar—. Es que a ciertas propuestas no se puede decir que no. A mí me dijeron bien claro que me destinarían en tierra, en una función administrativa. Y que si aceptaba, la retribución sería suficiente para mantener a mi familia de forma más que digna. Me dijeron que sería por pocos meses, tal vez un año, que luego regresaría al mar, con una posición más prestigiosa. Sin embargo, han pasado seis años y no hay cambios a la vista.

Maione y Ricciardi se miraron otra vez; no habían esperado que los recibieran y ahora se veían en el papel de depositarios de las confidencias personales del comandante de la legión.

—Todo esto es para decirles que el nuestro no es un simple cuerpo de voluntarios, ni siquiera una estructura auxiliar de la autoridad portuaria. Con nosotros colaboran otras… organizaciones, que dependen de los mismos altos funcionarios de Roma. Llevamos a cabo unas labores muy específicas, que no todos conocen.

Ricciardi se preguntó otra vez adónde quería ir a parar el cónsul.

—Perdone, señor cónsul, nuestra visita no tiene por finalidad investigar su actuación, ni siquiera la del difunto Garofalo. Nosotros solo queremos hacer algunas preguntas para comprobar si alguien abrigaba algún resentimiento hacia él. Es todo.

Freda asintió, mirando al mar. Se volvió y, con cara inexpresiva, miró al comisario.

—¿Cómo se encuentra, Ricciardi? ¿El accidente del día de los Difuntos le ha dejado huellas, aparte de la herida en el occipital que el doctor Modo cerró con seis puntos de sutura?