Maione estaba que se lo llevaban todos los demonios.
—¡Será idiota, será payaso! ¡A nosotros quiere enseñarnos el oficio! ¿Cómo se atreve? Él y el inepto de Ponte. ¡El día menos pensado, como hay Dios que del sopapo que le doy se le olvida hasta la dirección de su casa! Encima con esos cuatro pelos de rata que se ha dejado crecer en la cara, ¿se cree que así va a ser menos imbécil?
Ricciardi, hundido en la vieja butaca de piel, detrás del escritorio, jugueteaba pensativo con el pisapapeles hecho con una esquirla de granada.
—Sin embargo, nunca como en esta ocasión, el bueno de Garzo nos ha resultado útil. Nos ha pasado datos importantes.
—Comisario, de ese nunca puede salir nada útil —terció Maione, no muy dispuesto a calmarse—. Porque es un inútil redomado. ¿Sabe lo que me contó Antonelli, que está provisionalmente en la centralita? Que hablando por teléfono con su mujer le oyó decir: Si Ricciardi atrapa a los criminales es porque los entiende. Por tanto, él también es un criminal. ¡Eso para justificar que él no se entera de nada!
—Reflexiona, Raffae’. Con los cadáveres todavía calientes, el aparato del partido ya se ha puesto en marcha. Garzo no toma iniciativas, nunca, a menos que alguien se lo pida. ¿Por qué será que la milicia ha intervenido de inmediato? Estoy convencido de que el paseíto que haremos hasta el cuartel donde trabajaba Garofalo nos permitirá reunir datos interesantes.
—¿Le parece? —preguntó Maione, rascándose la cabeza—. Entonces será mejor que demos ese paseíto enseguida. Usted dice siempre que las primeras horas son importantes, ¿no?
Livia Lucani, viuda de Vezzi, disfrutaba del ambiente navideño de su nueva ciudad.
Todas las características y los detalles que la hacían tan única e interesante se multiplicaban por cien: el despertar con los gritos de los vendedores ambulantes, el alboroto en las calles, las canciones. Y los perfumes, las mil ollas que hervían, las mil sartenes que freían, las pastelerías que competían proponiendo sus obras maestras. Cada cual se inventaba un oficio, cada cual intentaba ganar algún dinero.
La impresión de Livia era de alegría general, con un punto de tristeza; como si los ciudadanos de aquella ciudad especial quisieran decir sin cesar: es difícil, dificilísimo. Pero, de todos modos, salimos adelante.
El día anterior, desde la ventanilla del coche había vislumbrado a un extraño individuo con un sombrero de dos picos, levita y mil cadenas grandes y pequeñas, medallas falsas, un bastón de colores rematado con un cascabel. Avanzaba con unos andares extraños, dando saltitos, seguido del habitual cortejo de niños descalzos, y gritaba algo que Livia no alcanzó a oír.
Al preguntarle al chófer quién era el personaje, entre risas, le había respondido:
—Señora, es el Pazzariello. Una especie de pregonero que se pasea por el barrio para comunicar que se inaugura una nueva tienda, o que alguien ha perdido el perro y lo está buscando, o que dos jóvenes por fin se casan. Lo anuncia cantando y bailando, vestido tal como lo ve, para llamar la atención.
Livia vio salir de un bajo a cuatro mujeres vestidas de negro que escucharon con atención al hombre, se echaron a reír y volvieron a entrar. De la puerta del bajo colgaba un paño negro. Al chófer no se le escapó la mirada de la señora.
—Nadie se resiste al Pazzariello —le aclaró—, ni siquiera si uno está velando a un muerto, hay que salir y escuchar lo que anuncia.
Esa era la ciudad de la que Livia estaba cada vez más enamorada. La ciudad donde, poco a poco, había recuperado las ganas de vivir.
Seguía recibiendo las largas llamadas telefónicas, con las que sus amistades romanas trataban de convencerla para que regresase a la capital. Hacía cuatro meses, cuando se había marchado, había dicho que se iba unos días a la playa; y no había regresado.
Ahora, la idea de la vida social que durante años había llevado en Roma, le resultaba insoportable: sonrisas fingidas, maledicencias, cotilleos. Una carrera constante para ganarse el favor de los nuevos poderosos, actitud que le era ajena por naturaleza; precisamente por ese desinterés y por su sinceridad, se había granjeado la amistad de la hija rebelde del Duce, una muchacha que tras su aparente agresividad y sus posturas masculinas ocultaba una enorme fragilidad afectiva.
Las llamadas telefónicas de Edda eran muy bien recibidas, pero ni siquiera ella había conseguido hacerla cambiar de idea: no quería regresar a Roma. Y como le divertía que todos trataran de averiguar el verdadero motivo por el que habían perdido a la más deliciosa animadora de la alegre vida romana, no se lo contaba a nadie.
Abriéndose paso a bocinazos entre el ejército de vendedores ambulantes y mendigos, el automóvil de Livia llegó al patio de la jefatura de policía. El guardia de la puerta la saludó, deferente, y la mujer asintió; ya era una invitada habitual.
Sin indicarle al chófer que quería bajar del coche, se puso a contar en voz baja; al llegar a ocho, Garzo llegó jadeante, tras cruzar el portón que conducía a los despachos; iba sin abrigo.
—¡Señora, pero qué honor y qué placer! Es usted un rayo de luz en nuestra jornada, qué afortunados somos de recibir su visita.
Livia aceptó el brazo que le ofrecía el subjefe de policía.
—Mi querido dottore, el placer es todo mío, créame. Ser recibida por un hombre tan amable resulta francamente gratificante. ¿Veo bien? ¡Pero si se ha dejado bigote! Le sienta de maravilla.
Garzo pareció sentirse incómodo.
—Señora mía, cuando los años avanzan conviene adquirir un poco de autoridad, ¿no le parece?
—Y para usted la autoridad es muy importante, ¿no? —comentó Livia riendo.
—Sin duda. No resulta fácil mantener a raya a los bribones de mis subordinados. Hablaba de ello hace un momento con nuestro amigo Ricciardi y su sargento.
—¿Por qué, hay algún problema? —preguntó Livia, poniéndose seria—. Se empeñó en reincorporarse al trabajo casi enseguida después del accidente, no atiende a razones más que a las suyas propias.
—Sí, es muy cabeza dura, como decimos por aquí. Y he de decir que en todos los sentidos. Pero no lo encontrará, acaba de salir con Maione. Está llevando a cabo una investigación bastante delicada. Como tendrá sin duda ocasión de comentar a sus amistades de Roma, en caso de que surja el tema, nosotros prestamos la máxima atención a todo lo referido a los hombres del partido.
La decepción por no haber encontrado a Ricciardi cambió el humor de Livia de un modo tan súbito que no escuchó a Garzo.
—Ah, muy bien. De acuerdo, si es usted tan amable, le dirá que… No, mejor no le diga nada. Tal vez pase más tarde.
—Cuando usted quiera, señora —dijo Garzo exhibiendo su sonrisa más fascinante—. Seguro que se alegrará.
De vuelta en su coche, mientras se enfrentaba otra vez a la multitud, Livia recuperó el buen humor. Y pensó que el motivo por el que se había establecido allí había que buscarlo en ese hombre de ojos verdes como el agua, pero tan desesperados, al que dos meses antes había conseguido, por fin, estrechar entre sus brazos.
A saber qué habrían dicho sus amigas romanas de haberse enterado.