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La semana antes de la Navidad el centro de Nápoles se convertía en un único e inmenso mercado; y la jefatura de policía se encontraba nada menos que en el corazón mismo del centro. Para llegar a su despacho, Ricciardi y Maione se vieron obligados a pasar entre centenares de mendigos, organizadores de timbas, traperos, aguadores, limpiabotas, todos ocupados en acaparar a los clientes ajenos; el aire estaba impregnado de olores, a fritura, a pizza, a macarrones, a marisco, a almendras garrapiñadas; había que poner cuidado en no pisar la mercancía exhibida sobre sábanas sucias tendidas en el suelo: floreros, vasos, cubiertos y utensilios.

Maione tuvo que dar algunos pasos de danza sobre las puntas de las botas para no aplastar la mano abierta, apoyada en el empedrado, de una gitanilla que pedía limosna.

—¡Maldita sea, pero si es imposible andar por la calle! Y con todos estos aromas, ¿cómo hace un pobre infeliz para comer cuando toca y no a cada rato?

Gracias a su volumen sensiblemente más contenido, Ricciardi se desenvolvía con menor dificultad.

—Y solo nos faltaba la Navidad. No será fácil esta investigación, te lo digo yo. Habrá que patear de lo lindo en medio del mercado.

Al llegar a la oficina, al pie de la escalinata los esperaba Ponte, el ayudante del subjefe de policía Garzo, al frente de la brigada móvil. Como casi todos los empleados de la jefatura, estaba convencido de que Ricciardi era gafe y de algún modo estaba relacionado con el diablo o su representante, por la manera poco ortodoxa de conducir las investigaciones, por su completa falta de amistades y de comunicación con sus colegas, salvo Maione, por su desinterés en hacer carrera a pesar de los éxitos alcanzados.

Cosas extrañas, inexplicables. Que para Ponte, hombrecillo supersticioso y ruin, se traducían en un único imperativo: evitar en la medida de lo posible todo contacto con él. Y no mirar esos increíbles ojos verdes que, por lo que a él respectaba, asomaban directamente al infierno.

—Buenos días, comisario. Sargento…

Maione no disimulaba la repugnancia que le inspiraba aquel policía que había elegido ser el mayordomo del subjefe de policía, y, conociendo los motivos por los que el hombre hablaba sin mirar a la cara a su superior, al que él apreciaba mucho, se ponía decididamente agresivo.

—Mira quién acaba de salir de la alcantarilla. ¿Qué quieres, Ponte? Tenemos mucho que hacer, estamos trabajando en un homicidio, no sé si te acuerdas de qué se trata.

Ponte no acusó recibo de la ironía; tenía una gran habilidad para evitar enfrentamientos.

—Lo sé, lo sé, sargento —respondió, mirando un punto indefinido del suelo—. Por eso mismo estoy aquí. El subjefe de policía quiere verlos ahora mismo.

—Increíble, todavía no hemos podido enterarnos bien de lo que ha pasado y Garzo ya nos pide noticias. Ahorrémonos preocupaciones, vayamos ahora mismo. Así luego podremos trabajar.

El subjefe de policía Angelo Garzo estaba convencido de poseer grandes dotes diplomáticas. A base de diplomacia había construido una carrera, aunque sus colegas a los que había superado con difamaciones y favores obtenidos mediante recomendaciones habrían expresado opiniones distintas.

A decir verdad, incluso el parentesco de su mujer con el gobernador civil de Salerno había contribuido lo suyo, pero Garzo prefería atribuir su ascendente trayectoria profesional a sus propias dotes y a su determinación por llegar a lo más alto.

Mientras esperaba a Ricciardi lanzó una mirada al espejo; le gustó el hombre que vio. El bigote era su última genialidad; había reflexionado mucho, no quería ofrecer de sí la imagen de alguien que se cuidada en exceso, porque pensaba que los tipos así eran todos unos holgazanes. Luego, a medida que las patillas fueron encaneciendo, se había convencido de que el bigote sería un delicioso detalle que le otorgaría más autoridad; por ello lo había cultivado como un jardín de rosas. El resultado, debía reconocerlo, era satisfactorio.

Ricciardi, Ricciardi. Cruz y delicia. Ingobernable, independiente, indisciplinado; pero al mismo tiempo, garantía de éxito. Poseía, además, la inigualable ventaja de no estar en absoluto interesado en hacer carrera. En una palabra, no aspiraba a su puesto, como le ocurría a él con el del jefe de policía. De manera que frente a sus superiores, sobre todo del ministerio en Roma, Garzo podía atribuirse las brillantes soluciones del comisario.

Debía reconocer, sin embargo, que algunas veces las habían pasado moradas: cuando habían matado al tenor amigo del Duce, por ejemplo; pese a contar con una maravillosa confesión, Ricciardi se había empeñado en seguir buscando hasta descubrir que el cantante era cualquier cosa menos una buena persona. Vezzi, se llamaba. Y su esposa, amiga de la hija del Duce, se había establecido en la ciudad; Garzo sospechaba que se había enamorado nada menos que de Ricciardi; solo Dios sabía por qué.

En fin, el comisario de los inquietantes ojos verdes era un tigre al que había que domar. Y él era el hombre adecuado para la tarea, ahora que, además, llevaba bigote.

Ponte llamó a la puerta con discreción y se asomó a la oficina de Garzo.

—Dottore, el comisario Ricciardi y el sargento Maione, como pidió.

—Fíjate, un perrito parlante —susurró Maione, lanzándole una mirada envenenada—. ¿No vas a darle la patita?

—¡Pero si está aquí el hombre clave! —exclamó Garzo, adoptando un aire alegre y conciliador—. Mi queridísimo Ricciardi, pase, por favor, siéntese. Buenos días, sargento.

—Buenos días, dottore. —Ricciardi entró y se quedó de pie—. Sabrá usted disculparnos, pero no disponemos de mucho tiempo. Estamos investigando un doble asesinato, y tal como usted me enseñó, las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales.

El subjefe de policía dio un brinco; ¿cómo se permitía ese ridículo subalterno decirle a él que no tenía tiempo? La diplomacia, pensó. No te olvides de la diplomacia.

—De eso mismo quería hablarle. Ponte me comentó que usted estaba de guardia cuando llamaron por el caso de los Garofalo.

Ponte miraba el techo con gran interés.

—Vaya —le comentó Maione por lo bajo—, a los del servicio secreto no se les escapa nada.

—Se trata de un oficial de la milicia portuaria, me refiero al tal Garofalo —continuó diciendo Garzo—. De un centurión, para ser exactos. Que corresponde a…

—… Al grado de capitán, según hemos averiguado —lo interrumpió Ricciardi.

—Exactamente —sonrió Garzo, complacido—. Veo que la máquina infalible de la brigada móvil se ha puesto en marcha. En fin, ¿alguna noticia de la milicia portuaria?

Ricciardi se encogió de hombros. Seguía con las manos en los bolsillos del abrigo, apenas las había sacado para apartar de la frente el rebelde mechón de pelo que siempre le caía sobre la frente.

—Sabemos que supervisa el movimiento de mercancías y controla la pesca.

—Exacto —dijo Garzo, satisfecho—. En una ciudad con gran vocación marítima como la nuestra, ello contribuye a que ese cuerpo sea uno de los órganos más importantes de la policía.

—¿Policía? —inquirió Maione, frunciendo el ceño—. Creía que se ocupaban únicamente de irregularidades administrativas.

Al subjefe de policía no le agradó la intromisión de un mero subordinado, pero no quiso ser descortés.

—No, en el caso de la pesca y las mercancías cumplen funciones de apoyo a las fuerzas de la policía costera, con idénticas competencias, aunque no disponen de medios marítimos propios. De todos modos, la cuestión es la siguiente: como todo organismo perteneciente a la milicia voluntaria nacional, la portuaria es una derivación del fascio. Responden directamente a los camisas negras, y estos últimos a Roma.

—Empiezo a entender —dijo Ricciardi con una mueca—. De modo que nuestro Emanuele Garofalo, centurión, es un muerto destacado.

Garzo endureció la mandíbula, gesto que desde que llevaba bigote le sentaba especialmente bien, y que había ensayado largas horas delante del espejo.

—No sé qué insinúa con ese tono. Pero sí, se trata de un homicidio importante. Me dicen que se hablaba de él como de un posible futuro cónsul. Acababa de ser ascendido por méritos especiales, y era conocido por su integridad y su sentido del deber.

Siguió un momento de silencio que Ricciardi dedicó a rascarse la barbilla.

—Sabrá disculparme, dottore. ¿Me está usted recomendando algo?

—Yo no tengo nada que recomendar —respondió Garzo empezando a impacientarse—. Solo quería decirle que… En fin, que ya nos ha llegado de Roma un despacho que recomienda…, mejor dicho… —Al darse cuenta de que acababa de usar el mismo verbo de forma contradictoria se corrigió—, que nos invita a llevar a cabo las investigaciones con interés y atención.

Ricciardi seguía impasible, no se le había movido un solo músculo, pero Maione sabía que estaba disfrutando de lo lindo con la situación.

—El interés lo tiene usted asegurado, dottore, le consta. Pondremos el mismo interés que en todas las investigaciones. Pero ¿la atención? ¿Qué debemos hacer exactamente?

Garzo se sintió acorralado. Se acarició el bigote con el índice, pero no obtuvo de ello consuelo alguno.

—Atención, atención. En no meterse con nadie, como hace con demasiada frecuencia; en no ser arrogante, en no molestar a personajes destacados. ¡Por una vez, Ricciardi, ponga atención!

El comisario asintió.

—Quédese tranquilo, dottore. Pondremos toda nuestra… atención. ¿Podemos retirarnos?

Con la desagradable sensación de haber sufrido una nueva derrota, sin saber bien en qué competición, Garzo los despidió con un ademán contrariado.

Al salir, como por casualidad, Maione le dio un pisotón a Ponte, y este lo encajó sin un lamento.