Sabía que lo encontraría allí, y, de hecho, lo encontró. Sentado en el fondo de la sala, apartado de todos, los ojos perdidos en el vacío, el vaso en la mano, mientras los demás cantaban alrededor de una guitarra desafinada y medio rota.
Cruzó el local para llegar hasta él, esperó una invitación a sentarse que no llegó, se acomodó en una banqueta. El ruido del jolgorio era ensordecedor; una taberna en un callejón cerca del puerto, un sábado a la noche.
—Podrías saludarme, al menos —dijo, tras mirarlo un buen rato—. ¿Sabes el riesgo que corro viniendo aquí? Podrían verme.
El otro contestó con la voz pastosa, sin apartar los ojos del vacío:
—¿Quién te ha pedido que corrieras ese riesgo? Anda, lárgate. Que es lo que mejor se os da a todos.
El hombre que acababa de llegar asestó un puñetazo en la mesa e hizo tintinear la botella.
—Y tú no sabes hacer otra cosa que llorar y lamentarte. He venido para hacerte una pregunta: ¿fuiste tú? Debo oírlo de tus labios.
—No sé de qué me hablas —murmuró el borracho—. Ni me importa. Lárgate, te digo, y déjame en paz.
La música se interrumpió bruscamente y los dos hombres iniciaron una acalorada discusión. El tabernero actuó deprisa, los agarró de los hombros y los echó a la calle. El guitarrista se puso a tocar otra vez.
—Entonces, ¿has sido tú? La mujer, Anto’…, ¿hacía falta ella también? ¿Y de esa forma, además?
En los ojos del que se llamaba Antonio hubo un destello de interés.
—¿Qué quieres decir? ¡Habla claro!
—No acabo de entender si me estás tomando el pelo. Bien mirado tal vez sea mejor que no lo entienda. Hagamos como si nada, y así te lo cuento yo. Ayer por la mañana mataron a Garofalo y a su mujer. A cuchilladas. ¿Estamos? Ahora ya estás enterado. Yo en tu lugar, desaparecería del mapa en el primer carguero para América y adiós muy buenas. He venido a decírtelo, ahora tengo la conciencia tranquila. Buenas noches, Anto’. Puedes terminar de emborracharte.
Se levantó y se marchó abriéndose paso a empellones entre los bailarines borrachos.
Antonio siguió sentado, la mirada otra vez perdida en la oscuridad. Negó despacio con la cabeza mientras murmuraba:
—Esto también. Esto también me lo has robado. Maldita sea tu alma.