La mañana del sábado antes de Navidad tenía sus peculiaridades. Las antiguas tradiciones se mezclaban felizmente con las nuevas costumbres; las mujeres con enormes cestas de huevos en precario equilibrio sobre las cabezas caminaban seguidas de una cohorte de niños vestidos de balilla, que se dirigían a una reunión celebrada en la plaza.
En las aceras de las calles elegantes proliferaban centenares de tenderetes que vendían de todo, robando espacio al paseo y a sus propios clientes. Jarrones chinos, restos bélicos como prismáticos y catalejos, botas y bayonetas, paños y sombreros; la belleza de la propia mercancía era pregonada por cada vendedor a voz en cuello para imponerse al aullido del mar.
Con el gélido viento en contra, Maione y Ricciardi avanzaban por la via Santa Maria in Portico. A su paso, al reconocer el uniforme del sargento, mendigos y vendedores se hacían a un lado, desviaban la vista y bajaban la voz: era como si un ala negra pasara en medio del mercado.
Los dos hombres no estaban de buen humor; se dirigían al convento de las Hermanas Reparadoras de la Virgen de los Dolores, donde se encontraba la escuela a la que iba la hija de los Garofalo; tener que mirar a la cara a una niña que acababa de perder a sus padres no era en modo alguno una buena perspectiva.
—¿Qué pudiste averiguar ayer de los vecinos? —preguntó Ricciardi, sin aminorar el paso—. ¿Algún dato interesante sobre la vida de los Garofalo?
—Nada que pueda conducirnos a la pista adecuada, comisario. Parece que él, Emanuele, era un centurión de la milicia portuaria, ya sabe usted, eso que los fascistas montaron en el puerto y que se ocupa del movimiento de mercancías y el control de la pesca. El contable, el tal Finelli, me contó que lo habían ascendido hará cosa de un par de años y que la promoción fue por méritos especiales, no sabía bien cuáles.
Ricciardi asintió sin dejar de andar.
—En estos tiempos, cuando se habla de méritos, quiere decir que hizo de espía para alguien. ¿Qué más?
—Todos los vecinos confirman la integridad y la seriedad de la familia —contestó Maione resoplando para poder seguir el ritmo de su superior—. Yo creo que como pertenecía a la milicia fascista, tenían miedo de hablar mal. Demasiados «un hombre de bien», «gente respetable». En fin, que todo demasiado perfecto. Hasta el portero, el tal Ferro, mostró demasiada deferencia. ¿Será posible, comisario, que de sus bocas no saliera un solo chisme, una sola maledicencia?
Ricciardi se encogió de hombros, pensando en el delicado recibimiento del cadáver degollado de la mujer: «¿Sombrero y guantes?».
—A lo mejor es cierto, ¿cómo saberlo? ¿Tenían amistades, recibían visitas?
—Pocas. La hermana de ella, algún colega de él con esos curiosos uniformes nuevos y el lacito en el sombrero, proveedores. A juzgar por los comentarios de los vecinos, apenas recibían visitas.
—¿Y la mujer? ¿Cómo era, qué carácter tenía?
—Ah —contestó Maione haciendo un gesto vago con la mano—, de ella cuentan todavía menos. Una señora seria, pudorosa, siempre sonriente, educada. Salía únicamente con su marido, estaba muy unida a la niña, una mujer de su casa. Nadie oyó nunca un solo grito, ni siquiera que nadie levantara la voz en ese apartamento.
—En fin, ni un solo dato que nos sirva —soltó Ricciardi—. Todo perfecto, todo bien, ni un solo tropiezo en la vida de esa familia. Si no fuera porque un buen día, con la Navidad al caer, alguien entra, los mata a cuchilladas provocando un baño de sangre, rompe el san José del pesebre y se va. Una pequeña imperfección, un leve pliegue en la rutina del día.
—¿Acaso no es siempre así, comisario? —comentó Maione con amargura—. Todo va bien, hasta que algo va mal. Y la que paga los platos rotos es esa pobre niña, a la que solo le queda en el mundo una tía monja. Tendrá que quedarse en el convento, y a lo mejor también se mete a monja.
—Y a lo mejor, no, Maione. ¿Qué me dices de la tía monja?
—Nada, comisario. Por lo que he deducido de las medias frases de Ferro y los vecinos, se ve que se trata de un personaje bastante curioso. Una mujer menuda pero enérgica, siempre en movimiento, con una voz rara, de pito; se trata de la hermana mayor de la esposa de Garofalo, no hay más hermanos. Él tampoco los tenía. En fin, que a la niña solo le queda esta tía.
Se entraba al convento por una puertecita abierta en un muro gris muy alto, en un callejón que llevaba a la Villa Nazionale. Se oía el ruido incesante de las olas que golpeaban contra las escolleras frente a la playa.
Después de identificarse a través de la mirilla, Ricciardi y Maione fueron recibidos en la entrada por una novicia que los condujo a una sala de espera gélida, sin más mobiliario que un reclinatorio colocado delante de un cuadro de la Virgen. Por una ventana se veía un espacioso jardín, con árboles agitados por el viento; entraba una luz débil y grisácea.
Al cabo de unos minutos en los que Ricciardi miró fuera y Maione se inspeccionó las uñas, la puerta se abrió y apareció una monja. La mujer no habló, fue al centro de la sala, despachó a Maione con una ojeada superficial y detuvo la mirada en Ricciardi. Tras un largo silencio, Maione tosió incómodo y dijo:
—Buenos días, hermana. Soy el sargento Maione, y este es el comisario Ricciardi, de la brigada móvil de la jefatura de policía de Nápoles. Buscamos a sor Veronica, la hermana de la señora Garofalo, Costanza Garofalo. Hay aquí una niña que…
Sin apartar los ojos de Ricciardi, la monja habló. Y lo hizo con una voz estridente, aguda, como un arañazo en la pizarra.
—La niña se llama Benedetta, es mi sobrina. Yo soy sor Veronica, de las Hermanas Reparadoras de la Virgen de los Dolores.
El comisario y el sargento se miraron. La mujer no se parecía en nada a su hermana, que había sido una mujer delgada, de estatura media, con unos rasgos que, pese a la rigidez de la muerte, se intuían delicados y finos; la monja, en cambio, era bajita y redonda, de cara arrebolada y nariz chata. La voz y la postura del cuerpo, que se balanceaba ligeramente hacia atrás y hacia adelante, completaban un cuadro más bien cómico.
Para romper el hielo, Maione se acercó y le tendió la mano con respeto.
—Hermana, la acompañamos en el sentimiento.
Tras una breve vacilación, la monja le tendió la mano y el sargento hizo ademán de besársela. Al tocarla se encontró con una cosa diminuta, viscosa y sudada, cuyos toscos dedos asomaban apenas por la manga del hábito negro; el sargento tuvo que reprimir el asco y la tentación de soltarla tras haberla estrechado apenas. Salió del brete fingiendo un beso a unos centímetros de distancia, para dar un rápido paso atrás; le dejaba el campo libre a Ricciardi, había sido incluso demasiado heroico.
—Hermana, ayer enviamos a un guardia a avisarle de lo ocurrido en casa de su hermana.
—Sí, justo a tiempo. Me disponía a llevar a Benedetta con sus padres. No es la primera vez que me quedo con la niña, la acomodo en una camita en mi habitación. Se queda con gusto, estamos muy unidas.
Ricciardi escrutaba la cara de la monja para comprobar sus reacciones.
—¿Sabría decirnos algo sobre quienes frecuentaban el trato de su hermana y su cuñado? Algo que pueda conducirnos a la pista adecuada…
—No sé nada de la vida de mi hermana y su marido. Él era un hombre ambicioso, vivía para el trabajo y no tenían mucha vida social. De la niña y de su educación me ocupo yo de común acuerdo con mi hermana. Eso es todo.
El sonido infantil y agudo de la voz estridente contrastaba con la dureza de sus palabras.
—Pero quizá su hermana le hizo alguna confidencia —insistió Ricciardi—. No sé, tal vez le habló de amenazas o de conflictos suyos o de su marido.
—Comisario, yo no me metía en las cosas de mi hermana y su marido —contestó la monja sin dejar de balancearse—. A él lo veía poco y solo de pasada; estaba siempre en el trabajo, ya se lo he dicho. Y como mi hermana vivía a la sombra de él, me limitaba a tocar un único tema, mi sobrina. Y su educación.
Ricciardi sostuvo la mirada de la monja. Maione restregó el suelo con el pie, como un mulo inquieto.
—Hermana, ¿me equivoco si digo que su cuñado no le caía demasiado bien?
La cara redonda y arrebolada de la monja se abrió en una sonrisa triste.
—Para no apreciar a alguien hay que conocerlo, comisario. Y a mi cuñado lo habré visto en total cuatro o cinco veces. Entre las reuniones del partido y su trabajo en la milicia, nunca estaba en casa. Y ahora está muerto, y por su culpa también murió mi pobre hermana, y a mi sobrina no le queda más familia que esta pobre monja.
Ricciardi se detuvo en esta última frase.
—¿Por qué dice «por su culpa»?
Sor Veronica le sostuvo la mirada.
—El hombre importante era él. Como le decía, mi hermana no era más que una sombra en la casa. No le quepa a usted duda de que quienquiera que haya sido, la tenía tomada con él, y si también mató a mi hermana fue solo porque se cruzó en su camino. Ayer, su guardia me contó algo sobre cómo los encontraron. Mi pobre Costanza se limitó a abrir la puerta. Era a él a quien buscaban.
El viento resonó en el jardín. La temperatura de la sala pareció bajar todavía más.
—¿Qué hará ahora con la niña? —preguntó Ricciardi—. ¿Qué le dirá?
La monja volvió los ojos hacia la ventana y suspiró levemente.
—Es una niña fuerte. Le diré que sus padres se marcharon de viaje y, poco a poco, le iré dejando caer algún detalle; al final, le diré que murieron en un accidente, algo romántico, el hundimiento de un barco, el descarrilamiento de un tren en algún país exótico. Entretanto, trataré de darle la mejor vida posible. —Se detuvo un momento, luego clavó otra vez la mirada en Ricciardi y añadió—: Mi hermana era una mujer dulce, ¿sabe, comisario? Una mujer delicada, serena, culta. Se merecía una larga vida, nietos, una vejez tranquila. Recé toda la noche por ella y por mi cuñado. Me parece imposible que ya no vaya a verla más.
En su rostro empezaron a deslizarse lágrimas silenciosas. Del hábito sacó un pañuelo enorme y se sonó la nariz, con el toque grotesco de una trompeta de carnaval; ni a Maione ni a Ricciardi les dio por sonreír.
—¿Necesitan ustedes… quieren hablar con la niña? —dijo, tras una pausa—. Se lo ruego, me gustaría que lo supiera tal como acabo de decirles. Es tan pequeña, solo tiene ocho años. Su mundo está hecho de cuentos de hadas y héroes, no quiero que se asome al mundo real por primera vez y se encuentre con la sangre de sus padres.
Maione miró a Ricciardi, que asintió y luego dijo:
—No tema, hermana. No es necesario que hablemos con la niña, y si tuviéramos que hacerle alguna pregunta, no hará falta contarle lo sucedido. De todos modos, téngala aquí con usted. En los próximos días es posible que le hagamos alguna pregunta.
—Gracias, sargento. No será fácil, la Navidad está a la vuelta de la esquina, querrá saber por qué no puede regresar a su casa. Enviaré a alguien a recoger sus cosas, su ropa, alguna muñeca. No será fácil.
—Avísenos si necesita algo, hermana —dijo Ricciardi a modo de despedida—. Para usted o la niña.
—Sí, necesitamos algo —contestó tranquila sor Veronica—. Necesitamos que quien lo hizo pague, y que lo pague caro. Por eso, comisario, en nombre de mi sobrina y en el mío propio le ruego que encuentre a los asesinos de mi hermana y mi cuñado.
Cuando salieron el viento había cobrado más fuerza y el mar mugía invisible más allá de la Villa Nazionale, pero ambos tuvieron la sensación de encontrarse en un lugar muy acogedor.
—Madre mía, comisario —dijo Maione—, esa voz rompe los tímpanos. Y la mano…, no tiene usted idea… ¡Puaj, qué asco! Húmeda, blanducha… Pobre criaturita, la niña, se ha quedado con un ser extraño.
—Que la quiere —dijo Ricciardi con un suspiro—, al menos la quiere. Un destino mejor que el que le toca en suerte a muchos de esos granujillas que vemos en las calles. Démonos prisa, Raffaele. Debemos decidir el plan de acción, no tenemos mucha información. Ya has oído lo que ha dicho sor Veronica. Debemos encontrar a los asesinos.