Vino un muchachito desde Mergellina para avisarnos a todos. Corrió descalzo, junto al mar, en medio del viento y los rociones, las plantas de los pies curtidas como cuero pisando las piedras afiladas entre la arena, saltando sobre los peñascos.
Llegó corriendo a dar la noticia.
Yo estaba tallando la madera para encolar encima las figuras de los recortables Stella; mis niños también deben tener un pesebre. Los cuatro junto a mí, para ver nacer al buey, al burrito, a los Reyes Magos. Algunos los pinto yo, porque la hoja no trae todos los pastores: Cicci Bacco, zi’ Vicienzo y zi’ Pascale, Estefanía, el Monje. Y los pescadores, como es natural. Tienen que ver a los pescadores en el pesebre. Y deben pensar que también están los tíos, los amigos. Su padre. En el pesebre deben estar todos. Todos tienen derecho.
Los niños estaban a mi lado, viéndome tallar; mientras cerca de allí las olas del mar golpeaban los muros del castillo, como un animal que intenta derribar una puerta a cabezazos. El castillo protege la aldea, siempre ha sido así. El castillo negro con la aldea oculta detrás.
Llegó el muchachito, llamó desde la plazoleta. Abandonamos nuestras casas a la carrera, todos nosotros, que esperábamos la hora de salir con las barcas, otra noche con mar gruesa, otra noche a buscar comida, otra noche en que las mujeres esperan y rezan para saber si los hombres han conseguido regresar o no.
Llegó el muchachito sin aliento, y echamos a correr, preguntamos qué había pasado. El muchachito bebió un poco de agua, y nos habló de la sangre. Nos habló de las cuchilladas, nos habló de la policía y del médico, nos contó lo que había oído decir, oculto detrás de una pared, palabras que el viento frío había llevado en su dirección.
Nosotros escuchamos, nosotros que habíamos temblado al oír aquel nombre, nosotros que lo vimos llegar cien veces, y cien veces pensamos en esa sangre que por fin fue derramada.
Cuando el muchachito terminó su relato, cada cual se volvió para su casa. Yo no. Yo me fui al muelle, donde nuestras barcas esperan a que se calme la mar gruesa de esta noche. Me planté frente al mar, con el cuchillo todavía en la mano, el cuchillo con el que estaba tallando la madera para el pesebre, el buey, el burrito, Cicci Bacco.
Me senté en un bolardo, los rociones me mojaron la cara, el viento me silbaba en los oídos.
Me miré la mano que aferraba todavía el cuchillo.
Y me eché a reír. Y reí, y reí.
Hasta que se me saltaron las lágrimas.