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Y llegó el doctor Modo, con la cara cubierta con una bufanda y el sombrero calado sobre las orejas para protegerse del viento frío, seguido del fotógrafo de la policía y cabreado como de costumbre.

—¡Vosotros! Ya lo sabía. Vamos a ver, señores, tenemos que ponernos de acuerdo de una vez por todas, y acabar con estas llamadas con nombre y apellido. ¿Será posible que me vea en situación de tenerle miedo al operador de la centralita del hospital? ¡Cuándo suena el maldito aparato de teléfono no falla nunca, es por algún enredo y detrás estáis vosotros!

—Doctor, ¿qué quiere que hagamos? —intervino Maione, riendo socarrón—. La culpa la tiene usted por estar siempre presente. Tómese unos días de vacaciones, así nosotros trabajamos con alguno de sus colegas y nos damos al fin por enterados de que hay médicos mejores.

Modo agitó el puño en dirección a Maione.

—Entonces debo resignarme, porque no hay nadie mejor que yo. Y decidme una cosa, ¿habéis hecho un pacto con el diablo para que los delitos de sangre ocurran siempre con un tiempo de perros? O llueve sin parar, como pasó hace dos meses con el caso de ese pobre niño, o sopla este viento helado que te congela hasta las pestañas. ¡Y además me hacéis cruzar la ciudad de punta a punta!

A Ricciardi no se le había movido un solo músculo de la cara.

—Toma nota de una idea, Maione. El próximo homicidio lo organizamos en la sala de espera del hospital y así a nuestro doctor no le afecta la humedad. Lo cierto es que deberíamos mostrarnos más comprensivos con la gente que pinta canas.

El médico puso los brazos en jarras y adoptó un aire peleón.

—Cuidadito, Ricciardi, que soy de los que mejoran con la edad. Y las canas las tengo desde antes de cumplir los cuarenta, que lo sepas. La verdad es que yo confiaba en que ese golpe en la cabeza te modificara un poco el sentido del humor, pero compruebo que sigues igual que antes. La próxima vez que te tenga en el quirófano no resistiré a la tentación de abrirte la cabeza para ordenártela un poco.

—Pero si no has hecho más que darme unas cuantas puntadas —bufó Ricciardi—. Hace falta algo más que un parabrisas para partirme la crisma. Que soy de pueblo, Modo, y ya sabes que tenemos la cabeza más dura que vosotros, los de ciudad. Veo que la Navidad no te dulcifica el carácter.

—Dejando de lado el hecho de que soy ateo, si quieres que te diga la verdad, a mí la Navidad siempre me ha producido tristeza. Todas esas familias que se reúnen para fingir que se quieren, mientras nosotros no dejamos de comprobar día tras día lo mucho que se odian. Tanto intercambio de sonrisas y buenos deseos y luego echan pestes en cuanto se dan la espalda; tanto ostentar riqueza y bienestar, y luego a apretarse el cinturón y a pasar hambre los días siguientes. Un asco.

—¡Caramba, doctor, qué optimismo el suyo! —rio Maione—. Lo invito a que venga a mi casa la Nochebuena, a ver si es capaz de resistirse al brécol, a los vermicelli con almejas finas y a la anguila de mi Lucia, todo ello regado con un par de litros de vino de Gragnano que me consigue un amigo que trabaja por esa zona. ¿Qué se apuesta a que conseguimos que le guste la Navidad?

—Gracias, Maione. Gracias sobre todo porque veo que me hace usted mucho caso. ¿No le he dicho que no le conviene atiborrarse de ese modo? ¿Cuándo entenderá de una vez por todas que debe llevar una vida más sana?

—No hay nada que hacer, doctor, usted no sonríe ni a cañonazos. Está visto que la Navidad lo pone realmente triste.

—No es la Navidad, es la maldad de los hombres lo que me pone triste. Esta mañana antes de que me convocara para que acudiera a su círculo de muertos asesinados, tuve que coser otro par de cabezas porque sus amigos del fascio se están dando el gustazo de ir por ahí repartiendo palos entre la gente. Que lo llamen año noveno o mil novecientos treinta y uno, nada cambia; los que tienen el poder lo usan para mortificar a los que no lo tienen.

—Ya sabía yo —dijo Ricciardi mirando el reloj—. Llevamos tres minutos hablando y la política tardaba en salir a colación. Todo un récord. ¿Es que no entiendes que con esos comentarios el día menos pensado acabarás tú también con la cabeza rota?

Modo soltó una risita socarrona y, con aire astuto, preguntó:

—Será porque la policía no está en condiciones de protegerme. Ni a mí ni a los ciudadanos honrados. Y hablando de ciudadanos honrados, ¿quieres enseñarme a tus nuevos clientes, mi querido comisario vampiro? Tu sed de sangre nos ha traído a orillas del mar. ¿Quién ha muerto, algún pescador? ¿O es que has encontrado a una hermosa sirena asesina?

—Anda, ven, que te llevo arriba y te presento a una bonita pareja. Y de paso te anuncio que tenemos una nueva huerfanita de ocho años que aún no sabe que lo es, de modo que dejémonos de bromas.

En un aparte, mientras Modo, el fotógrafo, Maione y los dos guardias cumplían con el ritual que se repite siempre alrededor de un cadáver, Ricciardi reflexionaba sobre las emociones que le llegaban de la escena del delito. Despertaba su curiosidad la frase de la mujer muerta, «¿Sombrero y guantes?», pronunciada con afectuosa deferencia; tras la frase formal el comisario notaba un reconocimiento, una franca simpatía. Sin embargo, el hombre de la alcoba se mostraba brusco, decidido, su «Yo no debo nada, nada de nada» apuntaba a una deuda no reconocida. Dinero y simpatía, desconfianza y afecto, contrariedad y reverencia. Contrastes. El hombre había pensado en el dinero; la mujer, en un cordial recibimiento en su propia casa.

El comisario sabía desde siempre que el hambre y el amor, y sus innumerables variantes, se encontraban en el origen de todos los delitos. El hambre generaba ambición, envidia, venganza; el amor era el padre de los celos, el odio, la rabia. Los dos grandes enemigos, aliados hasta el derramamiento de sangre. En esta ocasión, Ricciardi no tenía aún elementos suficientes para identificar cuál era la pasión corrupta que había desempeñado el papel de director en la representación a la que estaba asistiendo.

Maione lo llamó sacándolo de sus pensamientos.

—Comisario, venga a ver.

La voz del sargento le llegó desde otra estancia, una salita contigua a la alcoba. La habitación estaba decorada para la Navidad con festones y cucardas, y en el centro, sobre una mesa de madera, había un pesebre enorme. Era francamente notable, con todos los elementos que dictaba la tradición. Ricciardi no era experto en la materia, pero admiró el paisaje definido con precisión, animales y hombres y elementos arquitectónicos dispuestos de una forma que respetaba las proporciones y daba la sensación de que sus dimensiones eran mayores de lo que realmente eran.

—Bonito —dijo, volviéndose hacia Maione—. Pero ¿qué tiene de peculiar?

—Según la tradición —contestó el sargento—, los gaiteros tocan delante del pesebre la novena, nueve veces, es decir, delante del Niño. De modo que a los Lupo, padre e hijo, los hacían entrar aquí. Ahora no podemos saberlo con certeza, pero a mí me parece que no falta nada. Los Garofalo tenían dinero, la casa es opulenta, los muebles, los adornos son nuevos y bonitos. Hay varias piezas de plata que siguen en su sitio. Aparte de la masacre causada a los cuerpos, no hay nada roto o forzado.

Ricciardi esperaba las noticias.

—¿Y bien? ¿Para qué me has hecho venir aquí?

—He aquí el porqué, comisario —contestó Maione con sonrisa astuta—. Tiene que agacharse y mirar debajo del mantel de la mesa del pesebre.

Ricciardi observó que debajo del paisaje construido sobre la mesa de madera había un pesado mantel de tela roja, decorado con estrellas bordadas; era largo y casi llegaba al suelo. Se arrodilló junto a Maione, levantó el borde y vio los fragmentos de una figura. Recogió algunos y los llevó a la luz.

Entre otros, distinguió media cara barbuda y el mango doblado de un bastón con una mano diminuta pegada a él. Miró hacia el pesebre y antes de que formulara la pregunta, Maione le contestó:

—Sí, comisario. En el pesebre están todos menos san José.