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Se notaba a la legua que los gaiteros eran padre e hijo; el parecido era indiscutible: los mismos ojos, los mismos rasgos, la misma forma de moverse.

Ferro los había hecho entrar en su vivienda de la planta baja, detrás de la portería, en el zaguán del edificio. La habitación estaba ocupada en su mayor parte por una mesa de madera en la que había un belén a medio montar. El portero se disculpó por el desorden.

—Tendrá que perdonarme, comisario. No me ha dado tiempo a terminarlo, lo quiero colocar en la entrada del edificio por Navidad. Es decir, quería colocarlo, pero ahora no sé si sería conveniente. Claro que a los hijos del contable Finelli les habría gustado mucho, se lo había prometido, ahora se llevarán un chasco. Pero con dos muertos, y de esta forma tan tremenda, además, tal vez sea mejor que no, ¿le parece, sargento?

Maione se encogió de hombros. Ricciardi se concentró en los dos hombres que se mantenían aparte, como si quisieran que la sombra se los tragara. El hijo, sentado en una silla, estaba pálido y temblaba. A su lado, el padre, con la cara curtida por el sol, apoyaba una mano en el hombro del hijo. Los dos despedían un olor acre.

Vestían las prendas características: sombreros de punta, chaquetas de borrego, botas con cordones cruzados en toda la caña. El muchacho sostenía en brazos la gaita, un saco de piel por el que asomaban tres canutillos de distinta longitud, mientras que el hombre había dejado en el suelo su chirimía, una especie de doble trompeta. La calma del padre contrastaba con el aire aterrorizado del hijo, como si juntos hubiesen querido tocar también las emociones.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Ricciardi dirigiéndose al hombre que estaba de pie—. ¿Y de dónde vienen?

Para su sorpresa, contestó el muchacho con voz temblorosa, pero firme:

—Nos llamamos Lupo, comisario. Yo soy Tullio, y mi padre se llama Arnaldo. Venimos de Baronissi, cerca de Avellino, y estamos haciendo la novena. Este es… era el tercer día, el viernes antes de Nochebuena.

—Cuéntame qué pasó. ¿A qué hora llegasteis?

—El horario en que tocamos por las casas varía, las señoras van a la suya y nos piden que vengamos por la mañana, por la tarde o por la noche. Nosotros hacemos un recorrido, llevamos cuatro casas, pero no están cerca y nos toca correr. La señora Garofalo…, pobre señora, madre santa…, nos había pedido que viniéramos a la hora de comer, para que estuviera su marido. A la niña le daba un poco de miedo; los niños tienen sus rarezas. Cuando tocamos, los hay que se ponen a batir palmas y a cantar con nosotros, pero también los hay que se asustan, se tapan los oídos con las manos y salen corriendo.

Ricciardi asintió, recordó que cuando era niño le molestaba el sonido agudísimo de la chirimía y el sordo rugir de la cornamusa.

—O sea que la niña no estaba, ¿no?

—No, por eso la señora nos hizo venir a la una. Y también porque su marido regresaba del trabajo y él también quería oírnos.

Maione escuchaba con atención.

—Cuando ustedes llegaron, ¿estaba abierto el portón? —preguntó—. ¿Alguien los vio entrar?

Los dos intercambiaron una rápida mirada, luego echaron un vistazo interrogante al portero.

—Ya sabemos que el portero estaba ocupado —aclaró Maione—. No se preocupen, no lo pondrán ustedes en un brete. Respondan, por favor. Y digan la verdad.

Contestó el padre, con una voz grave y profunda que retumbó en el cuarto:

—No había nadie. Nadie nos vio. Subimos hasta el apartamento. Llamé a la puerta, pedí permiso y nadie contestó. La puerta se entreabrió, se asomó mi hijo. Y enseguida bajamos a llamar al portero. Eso es todo.

—¿Y no vieron subir o bajar a nadie? ¿No oyeron ruidos en el apartamento o fuera?

—Nada. No oímos nada y no vimos a nadie.

El tono era concluyente, decidido. Entre líneas, el hombre había dicho: nosotros no tenemos nada que ver, hemos venido aquí a trabajar.

—Entiendo —dijo Ricciardi—. De modo que fue su hijo quien vio el cadáver de la señora, ¿no es así?

El muchacho se pasó una mano por los ojos.

—Sí, comisario, yo la vi. Y nunca me olvidaré de esa pobre mujer y de toda esa sangre.

—Debe usted comprender —dijo el padre, apretándole el hombro—, el pobre nunca había visto nada igual, solo la sangre de los corderos en Semana Santa. Y eso también lo impresiona.

—¿Y a usted? —preguntó Maione mirándolo fijamente—. ¿A usted le impresiona la sangre de la gente?

El viento trajo el estruendo del mar.

—Yo hice la guerra, sargento. En el frente. Y cuando era niño, en mi tierra todavía había bandoleros. No, sargento, la sangre de la gente no me impresiona. Dejó de impresionarme hace mucho.

Otra ola del mar sonó como el retumbo de un cañón lejano. Ricciardi pensó que a él la sangre seguía causándole impresión, aunque la veía a diario.

—Dejen sus datos al guardia, incluida la dirección del lugar donde duermen en Nápoles y la de Baronissi. No salgan de la ciudad hasta que les digamos que pueden hacerlo. En una palabra, estén a nuestra disposición. Por ahora pueden retirarse.

—Comisario, hizo bien en dejar que se fueran —le dijo Maione a Ricciardi cuando se quedaron solos—. Es cierto que nadie los vio entrar, solo ellos vieron los cadáveres, la puerta estaba abierta y no había sido forzada, por tanto, la señora dejó entrar a quien la mató. De haber sido ellos, ¿iban a matar a los Garofalo y, sin robar nada, habrían ido a la taberna a llamar al portero en lugar de huir? Además, la huella de la bota en la sangre demuestra que cuando el muchacho se asomó, la mujer ya estaba muerta.

—Yo tampoco creo que hayan sido ellos. De todos modos tenemos sus nombres y direcciones, los encontraremos cuando queramos. Ya sabes que no me gusta meter a nadie en una celda a menos que sea estrictamente necesario. Esperemos un poco y a ver si logramos averiguar algo más sobre lo ocurrido. ¿Han llegado el médico y el fotógrafo?

—Todavía no, comisario. Los mandé llamar desde la jefatura antes de salir para acá. Estarán a punto de llegar. Como siempre pedí expresamente que mandaran al doctor Modo.

—Bien hecho —dijo Ricciardi—. Es del único de quien me fío, los demás siempre meten la pata en algo. Haz pasar un momento a ese tal Ferro, el portero. Quiero preguntarle algo.

Ricciardi tuvo la sensación de que el portero exhibía mayor seguridad; se había abotonado mejor la chaqueta, llevaba el sombrero derecho y se había peinado.

—Aquí me tiene, comisario. Mandé a los curiosos a sus casas con ayuda de su guardia. Son pescadores, aquí rara vez pasa nada, a saber qué esperaban ver.

—Quería preguntarle por la niña, la hija de los Garofalo. ¿Cuántos años tiene y cuáles son los horarios del colegio?

—Verá, comisario, la niña se llama Benedetta, como le he dicho antes, tiene ocho o nueve años y va a un colegio de monjas, en la Riviera di Chiaia. No está lejos, pero tampoco tan cerca para que pueda ir sola. Pasa a recogerla su tía, sor Veronica, que es hermana de la madre y da clases a las niñas de esa edad.

Ricciardi hizo hincapié en ese punto.

—¿Y a qué hora vino a buscarla esta mañana la tía?

—Temprano, como siempre, a eso de las ocho. Yo estaba aquí, la saludé, es una monja simpática, recogió a la niña y se fue. Sor Veronica tiene una voz… peculiar, penetrante. Habla sin parar. Si quiere que le diga, a mí me parece que aturde a la pobre niña.

—En una palabra, todo muy normal. A las ocho todavía estaban vivos, y a la una, cuando llegaron los gaiteros, estaban muertos. Pero ¿vio usted salir al capitán para ir al trabajo?

Ferro evitó la mirada de Ricciardi.

—No lo recuerdo, comisario. Me alejé de mi puesto en un par de ocasiones, a veces tengo que ir al baño, ¿sabe? Después regué las plantas del patio de atrás, fui a hacer unas compras… No, no recuerdo haberlo visto salir y tampoco regresar.

—Lo que queda claro, Ferro —dijo Maione encogiéndose de hombros—, es que uno puede estar seguro de que a usted no se le escapa nada, ¿eh?

—Qué le voy a hacer, sargento, yo vivo solo, no tengo una mujer que me atienda ni hijos que me echen una mano.

Maione miró a Ricciardi y tendiendo los brazos con gesto de impotencia le dijo:

—En fin, comisario. Para enterarnos de cuándo y cómo ocurrió todo tendremos que esperar al doctor Modo.