No se te ocurra molestar a las hadas
—¿Qué es este bello lugar? —preguntó Adelfo, mirando a su alrededor—. ¿Adónde hemos ido a parar?
Era un bosque claro y luminoso, lleno de flores y de mariposas.
—No lo sé —respondió Ratón—. Tal vez mi magia estaba algo mojada todavía.
—¡No, lo que pasa es que eres un inútil! —gruñó Maldeokus, de mal humor.
—Estamos en las Islas de las Hadas —dedujo Lila, señalando hacia un árbol. Desde allí los miraban dos criaturas de menos de quince centímetros de altura, con ojos rasgados y alas de libélula. Cuando vieron que todo el mundo las miraba, las hadas desplegaron las alas echaron a volar; se perdieron en la espesura, dejando tras de sí un rastro de polvillo dorado en el aire.
A Maldeokus le castañeteaban los dientes.
—Por las barbas de Merlín, ¡estábamos mejor en medio del mar! —se lamentó.
—¿Por qué?
—Porque las hadas… porque las hadas… ¡bueno, porque sí!
—Eres un pesado, siempre le encuentras pegas a todo —comentó Lila.
—Quizá podamos ir a ver a la Reina de las Hadas —dijo Griselda— y pregúntale si ha visto a Baldomero y a Robustiano.
Lila y Adelfo estuvieron de acuerdo, así que se pusieron en marcha y se internaron en el bosque. A mediodía se pararon a descansar. Mientras Griselda se dedicaba a hacer una corona de flores, Lila se subía a un árbol, Ratón comía moras silvestres y Maldeokus roncaba a pierna suelta al pie de un alcornoque, Adelfo decidió ir a buscar agua.
Así que se alejó del grupo y se adentró solo en la espesura. Cualquiera en su lugar habría pensado que se estaba buscando problemas, pero el pobre Adelfo estaba demasiado ofuscado con todo lo que le había pasado en los últimos días, y no se paró a pensar.
Así que, por supuesto, se encontró con problemas.
Al principio no parecían. Era simplemente un estanque de aguas muy limpias sobre las que flotaban hermosos nenúfares.
—¡Mira qué bien! —se dijo Adelfo, y fue a coger agua. En esta ocasión no se molestó en hablar en verso, porque no había nadie escuchándolo.
Pero de pronto vio que, en el centro del lago, había una ninfa bellísima que lo miraba, muy enfadada; se había envuelto toda en su larga melena rubia.
—¿Qué haces aquí? —protestó la ninfa—. ¡Me estaba bañando!
—Criatura del bosque, yo no pretendía… —empezó Adelfo, muy colorado; pero la ninfa no le dejó terminar la rima.
—¡No eres más que un elfo mirón! ¡Toma, esto por espiar! —e hizo un pase mágico con la mano.
Enseguida, Adelfo se vio cubierto de polvillo dorado de la cabeza a los pies. Estornudó una, dos, tres veces. Cuando el polvillo se disipó, el elfo miró a su alrededor, un poco perdido. Parpadeó. No tenía muy claro dónde estaba.
Bostezó. Junto a él vio un árbol estupendo para echarse una siesta.
—Mira qué bien —comentó, y se tumbó a la sombra.
Momentos después roncaba como un bendito.
***
En el claro. Griselda estaba empezando a preguntarse qué habría sido de su elfo.
—Habrá que ir a buscarlo —dijo Ratón, y ella estuvo de acuerdo.
Pronto, los cuatro se pusieron en marcha de nuevo, y no tardaron en llegar al estanque donde Adelfo seguía durmiendo a pierna suelta. Hicieron todo lo posible por despertarlo, desde echarle agua a la cara hasta hacerle cosquillas en los pies, pero no hubo manera. Hasta que Maldeokus se rascó la cabeza y murmuró, pensativo:
—A este elfo lo han hechizado.
—¡Vaya! —dijo Griselda, disgustada—. ¿Y no se le puede deshechizar?
—Pues no sé.
Oyeron de pronto unas risas y miraron hacia lo alto. Las ramas del árbol estaban llenas de haditas que los miraban sonriéndose.
—Queremos ver a la Reina de las Hadas —dijo Griselda—. ¿Dónde está su palacio?
Las hadas se echaron a reír otra vez.
—La Reina de las Hadas no tiene palacio —explicó una de ellas.
—Bueno, pues, ¿dónde está su castillo?
—Tampoco tiene castillo.
—¿Vive entonces en una mansión?
—No, no.
—¿Y en una casita de campo?
—No, no.
—Entonces, ¿dónde vive?
—En una flor.
—¿En una flor? Me estas tomando el pelo.
—No, no.
—¿Podéis llevarnos hasta ella, sí o no? —dijo entonces Maldeokus, perdiendo la paciencia.
Pero a las hadas no les gustaron las malas maneras del mago. En un plis desaparecieron todas en el aire y el árbol volvió a quedar vacío.
—Eres tonto, Maldeokus —gruñó Lila—. ¿Qué vamos hacer ahora?
—Pues —intervino Ratón— podemos cargar con Adelfo y seguir buscando a la Reina de las Hadas por nuestra cuenta.
Y eso hicieron. Entre Ratón y Maldeokus cogieron al durmiente y lo llevaron a cuestas. Por suerte, al ser un elfo, era tan delgado que apenas pesaba. Aun así, Maldeokus resoplaba y refunfuñaba por lo bajo.
Al caer la tarde vieron a lo lejos una enorme flor roja que se alzaba entre los árboles.
—¡Qué bien! —dijo Griselda—. Seguro que esa es la casa de la Reina de las Hadas.
Corrió hacia la flor. Estaba cerrada, así que llamó a sus pétalos suavemente.
—¿Quién llama? —dijo una voz desde dentro.
—Soy la princesa Griselda, del reino del otro lado del mar. Querría hablar con la Reina de las Hadas.
—¡Un momento, un momento! Que me tengo que peinar. Llevo unos pelos…
Los visitantes esperaron un buen rato, pero la flor no se abría. Griselda llamó otra vez.
—¿Quién es?
—Soy Griselda. ¿Está la Reina de las Hadas?
—¡Un momento, un momento! Me estaba quitando los rulos.
—Mira que son presumidas las hadas —comentó Lila.
Después de esperar otro buen rato, por fin se abrió la flor. Sentada sobre ella estaba la Reina de las Hadas. Era más o menos de la edad de Griselda, y de su tamaño, pero con dos alitas transparentes a la espalda.
—Bienvenidos a mi casa —saludó—. Disculpad que no os invite a pasar, pero es que no cabemos todos.
—¿Tú eres la Reina de las Hadas? ¡Pensaba que eras chiquitita, como las otras!
—Para eso soy la Reina de las Hadas. Bueno, ¿qué os trae por aquí?
Maldeokus dejó caer a sus pies al elfo dormido, sin ceremonias.
—¿Podrías ayudarlo? —pidió Lila—. No hay manera de despertarlo.
—Y estamos hartos de cargar con él —añadió Maldeokus.
—Y de oír sus ronquidos —apuntó Ratón.
—¡Vaya! —la Reina de las Hadas estudió el caso desde lo alto de su flor—. Ya sé lo que ha pasado: ha estado espiando a la ninfa del estanque mientras se bañaba.
—¿Eso ha hecho? —se admiró Maldeokus.
—¡Qué maleducado! —se indignaron Lila y Griselda.
Adelfo soltó un ronquido y les dio la espalda, para poder seguir durmiendo con tranquilidad.
—¿Puedes deshechizarlo? —preguntó Griselda.
—Sí —dijo la Reina de las Hadas—. Pero no sé si se lo merece.
—Es un héroe. Venimos en misión para desbaratar los planes de un mago malvado.
—¿Ah, sí? Cuéntame.
Y Ratón y Griselda le contaron a la Reina de las Hadas todo lo que había ocurrido.
—Ahora —concluyó Ratón—, queremos deshechizar al elfo, encontrar a nuestros amigos perdidos y volver a casa para poner el amuleto a buen recaudo.
—¡Tres deseos! —dijo la Reina—. Bueno, como me caéis bien, os concederé el primero.
Y movió graciosamente el dedo hacía Adelfo, que se vio envuelto de pronto en una nube de polvillo dorado. El elfo estornudó varias veces y abrió los ojos.
—¡Qué plácido sueño! —bostezó—. ¡He dormido como un leño!
—A lo mejor os concedo los otros dos —dijo la Reina de las Hadas, pensativa.
—Bueno, lo del tercer deseo podríamos reconsiderarlo —dijo rápidamente Maldeokus.
Todos se volvieron hacia él y lo miraron con curiosidad.
—Si no te conociera —comentó Lila—, pensaría que estás deseando pillarme despistada para quitarme el Maldito Pedrusco y quedártelo para ti.
Maldeokus se puso blanco como el papel y mintió como un bellaco.
—¡No, no, no, yo nunca he pensado eso! ¡Qué cosas tienes, niña!
Pero Griselda, que si que lo conocía bien, lo miró con cara de sospecha.
—Maldeokus —lo riñó—, ya estabas tramando travesuras otra vez, ¿eh?
—¡No, no y no, alteza!
—¿Sabéis qué? —intervino la Reina de las Hadas—. Creo que lo mejor será que me quede yo con el amuleto para que ningún mago malvado pueda usar sus poderes.
—¡Ah, no, eso sí que no! —aulló Maldeokus, y antes de que nadie pudiese hacer nada, pronunció a grito pelado las palabras del hechizo de teletransportación.
Una nube de humo invadió el lugar. La Reina de las Hadas cerró los ojos y se puso a toser; cuando pudo volver a abrirlos, sus invitados se habían esfumado.
—¡Qué groseros! —se enfurruñó—. ¡Encima de que me arreglo el pelo para recibirlos…!
***
No muy lejos de allí, en el islote, un caballero, un enano y un cuervo se aburrían como ostras.
—Veo-veo —decía Robustiano.
—¿Qué veis, mi buen enano? —respondía Baldomero.
—Una cosa que empieza por «a».
—¡Agua!
—¡Cachis! ¿Cómo lo has adivinado?
—¡Ay! —suspiró Baldomero—. ¿Qué les habrá acontecido a nuestros infortunados amigos?
De pronto se oyó un «¡Puf!», y una nube de humo invadió el islote. Sus ocupantes empezaron a toser y, de repente, se encontraron con que Maldeokus, Ratón, Griselda, Lila y Adelfo acababan de aparecer allí por arte de magia.
—¡Ya podías haber cerrado la boca! —riñó el cuervo a Baldomero—. ¡Ahora no cabemos todos aquí!
—¿Adónde nos has traído, Maldeokus? —dijo la princesa, buscando un pedacito de roca para poner el pie.