16. Sorpresa

Por la mañana temprano acudí al Hospital Clínico para interesarme por el estado de salud de Cándida. Una vez acreditado el grado de parentesco, un médico me dijo que la paciente en cuestión estaba fuera de peligro a ratos, que las intervenciones que se le habían practicado no daban lugar a demanda y que las alteraciones y metamorfosis resultantes de aquéllas, tanto de carácter fisiológico como fisionómico, no podían calificarse de secuelas sino de auténticas reformas. Me dejaron verla y la encontré muy animada, con ganas de comer y de hablar, dos cosas que le tenían prohibidas. Las enfermeras me dijeron que la víspera había pasado por el hospital el marido de la paciente, el cual mostró de buen principio un gran interés por ceder el cuerpo de aquélla a la ciencia, bien para trasplantes, bien para fines pedagógicos, pero que perdió el interés cuando le dijeron que allí sólo aceptaban los cuerpos después del fallecimiento del donante y que la donación no llevaba aparejada retribución en metálico.

Tranquilizado al saber a mi hermana en buenas manos, abandoné el hospital tras prometer que volvería en breve, y acudí al tanatorio donde, según me habían dicho las comadres del barrio, se iba a celebrar el funeral del abuelo Siau. Me decepcionó la sobriedad de la ceremonia y lo reducido de los asistentes, donde yo esperaba gentío y pasacalle con dragones, petardos y sombrillas. Al despedirse el duelo, con profusión de reverencias por mi parte, las agujas del reloj del tanatorio señalaban poco más del mediodía.

Un autobús, un metro y una caminata me dejaron ante el número 12 de la calle del Flabiol. El deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción. En los balcones de la casa y de las colindantes, hombres en camiseta fumaban alelados. Por las ventanas abiertas se oían gritos de niños y ruido de cacharros. Pulsé un timbre del interfono y una mujer preguntó que qué quería.

—Soy un compañero de su hija, señora —dije impostando la lánguida y aflautada entonación de los adolescentes—. Vengo a devolverle unos libros.

—¿Y esa voz de mamarracho?

—Las hormonas, señora.

La puerta se abrió y entré. El ascensor tenía un espejo y al mirarme en él advertí que a causa de las mojaduras del día anterior, la ropa se había encogido entre un treinta y un cincuenta por ciento de su tamaño original. Si hubiera estado gordo, no me la habría podido abrochar, especialmente el pantalón, pero como soy esmirriado de natural, había atribuido las presiones y tiranteces en ciertas partes de la anatomía a la edad y otros trastornos. Ahora la visión poco halagüeña de mi porte me restaba el poco ánimo que había conseguido insuflarme a mí mismo para poder llegar al final de esta historia.

El rellano estaba en penumbra y de la mujer que me abrió sólo pude distinguir la silueta a contraluz. Ella, al verme y advertir el ardid de que había sido víctima, suspiró con más resignación que enfado y dijo en tono tranquilo:

—Sabía que acabarías encontrándome más tarde o más temprano. Pasa.

En el minúsculo recibidor, una lámpara de aplique me permitió ver sus facciones. Tardé menos de un segundo en reconocerla.

—¿Emilia? —acerté a balbucear, entre incrédulo y conmocionado. Sin embargo, reaccioné de inmediato y añadí con vehemencia—: ¡Estás igual que siempre!

—En ciertos aspectos, tú también —dijo ella con sorna tras pasar revista a mi indumentaria—. ¿Cómo has averiguado nuestra dirección?

—Anoche, en un bar y de resultas de la lluvia, Quesito fue al servicio y cometió el error de dejar el bolso en mi poder. El DNI me reveló su nombre verdadero, domicilio y fecha de nacimiento. No reparé en el nombre de la madre.

—¿La has llamado Quesito?

—Así me dijo que la llamaban en familia. ¿No es verdad?

—Por el amor de Dios… —dijo Emilia ofendida por la pregunta. Luego esbozó una sonrisa y agregó—: Le gusta inventarse nombres; es embustera y se mete en líos sin saber cómo ni por qué. No sé a quién ha salido.

—¿Emilia, qué estás insinuando?

Durante esta confusa y precipitada plática habíamos pasado del minúsculo recibidor a una reducida salita rectangular ocupada por un tresillo viejo y roído, una estantería y un televisor. Un balconcito dejaba entrar el aire caliente que luego un ventilador distribuía con parsimoniosa alternancia. Nos sentamos y yo me vi obligado a interrumpir el ordenado recuento de los hechos para hacer una breve digresión en beneficio del lector.

A lo largo de mi agitada vida, no tanto con inteligencia cuanto con osadía, tenacidad y, valga la inmodestia, una habilidad poco frecuente para adoptar disfraces y fingir un estatus social bien distinto del mío, he desentrañado misterios, he resuelto casos y he salido de aprietos. Pero la naturaleza, que me ha dado este talento, me ha negado otro, sin duda más importante, y por este motivo nunca he sabido desenvolverme bien en el terreno sentimental. Ni siquiera mal, como hace el resto de la especie humana. En el páramo que ha sido mi vida en este sentido, muy pocas veces un destello ha roto una monótona oscuridad, al amparo de la cual confieso haberme procurado tristes sucedáneos. De estos escasos destellos, ninguno arrojó tanta luz sobre mi espíritu ni me escalfó, conforme a la definición de este vocablo por la RAE, como mi relación con Emilia Corrales, a la que ahora reencontraba tras una larga separación.

Para quien no haya leído la novela que en su día escribí sobre el particular, diré que Emilia y yo nos conocimos en Madrid, adonde me había llevado una misión secreta y donde ella trató de robarme y lo consiguió. Como era de esperar, los dos salimos malparados de la peripecia que se siguió de este encuentro, pero en el decurso de aquellas aventuras hubo un episodio cuyo recuerdo ha permanecido vivamente impreso en mi memoria a pesar del implacable transcurrir del tiempo.

—Nada —repuso. Y adoptando un aire de sincera preocupación añadió—: La niña está a punto de llegar. Si haces un comentario inapropiado te mato.

—Seré circunspecto, pero Quesito no llegará hasta dentro de una hora o más. Anoche la cité en la peluquería y allá estará, esperando. Quería mantenerla alejada mientras averiguaba quién había movido los hilos de la trama. Naturalmente, si hubiera sabido que eras tú…

—¿Cómo podías saberlo? A mi hija nunca le hablé de ti y ella no podía adivinar que nos conocíamos desde antes de su nacimiento. Rómulo el Guapo le llenó la cabeza con tus andanzas. Él te tenía un aprecio sincero.

—Y yo le admiraba.

—No es lo mismo —replicó Emilia con aspereza—. Por guapo y por botarate, Rómulo siempre ha despertado sentimientos insustanciales entre personas que a la hora de la verdad le han dejado en la estacada.

—¿Y cuál es la hora de la verdad en el asunto que ahora nos ocupa? —pregunté.

—Creí que ya habías resuelto el misterio —dijo ella.

Había preparado varias estrategias, a cuál más hábil, pero ante Emilia estaba desarmado, así que opté por decir la verdad.

—Sólo a medias. Con tu ayuda podría acabar de resolverlo. Pero en el fondo, me trae sin cuidado: sólo me preocupa Quesito. Quiero saber hasta qué punto ha obrado por propia iniciativa o ha sido un instrumento de tus maquinaciones.

Emilia dio muestras de irritación.

—Nunca entenderás a las mujeres —exclamó—. No somos tan complicadas.

Reclinó la espalda en el sofá, juntó las manos, cerró los ojos y guardó silencio. Yo la miraba y callaba, perdido en los recuerdos. Sin desdoro de su condición al día de la fecha, Emilia Corrales había sido una chica guapa, risueña, bien conformada, simpática, vivaz e inteligente. No le faltaba ambición ni le sobraban escrúpulos. A muy temprana edad vino a Barcelona atraída por el trillado sueño de triunfar en el cine. Y quizá las cualidades recién enumeradas la habrían llevado lejos si hubiera comenzado la carrera una década antes, cuando el fenómeno cultural denominado destape animó el desmayado panorama del cine español. Pero cuando Emilia quiso hacer valer su palmito, su talento y su buena disposición, hasta el nuncio de su santidad nos había enseñado el pompis y la saturación había devuelto la industria cinematográfica nacional a su lugar de origen. El atolondramiento propio de la juventud, las costumbres licenciosas de la época y una de las cíclicas crisis de nuestra economía la impelieron a buscarse la vida en la turbia periferia del dinero y de la fama. Se unió sentimentalmente a un actor fracasado y hampón de cuarta fila al que pronto dieron mulé, no sin que antes la hubiera utilizado como cómplice y cebo de sus trapisondas. Como es lógico, acabó metida en un buen lío y esto propició nuestro encuentro, ya que, de haber sido un poco más formal, nuestros pasos jamás se habrían cruzado. De este modo vivimos juntos momentos de riesgo y emoción y, llevados del acaloramiento que suelen provocar las situaciones trepidantes, hicimos trepidar al unísono los muelles de un desvencijado jergón. Luego el azar, tal como nos había unido, nos separó, y no volví a saber de ella hasta el momento en que el reencuentro me permitió ponerme al día, aunque poco había que contar. La participación de Emilia en un oscuro embrollo dio al traste con el proyecto cinematográfico. Hizo minúsculas apariciones en infames programas de televisión y hasta eso hubo de dejar al descubrir que estaba embarazada. Sobrevivió como pudo sin ayuda de nadie.

—A mi hija no le faltó de nada, a mí de todo —apostilló con ínfulas de melodrama.

Su situación económica se estabilizó al entrar en la plantilla de una empresa de mantenimiento de inmuebles y oficinas. Precisamente en el desempeño de esta tarea conoció a Rómulo el Guapo, a la sazón conserje del edificio cuya limpieza le había sido confiada. Emilia nunca fue melindrosa pero ni la apostura ni el donaire la volvían loca, como ya habrá adivinado quien sepa que anduvimos juntos. La atracción que sin duda ejerció sobre ella Rómulo el Guapo no le nubló el entendimiento ni le debilitó la voluntad. Los dos parecían predestinados a triunfar y los dos habían cosechado sendos fracasos. El haber compartido idéntico destino forjó entre ellos un vínculo más fuerte del que habrían podido forjar las erráticas convulsiones de la incontinencia.

—Además, ya no estábamos para esos trotes —añadió con un deje de amargura.

Con gusto habría desmentido aquel diagnóstico, pero estimé preferible volver al tema que me había llevado hasta allí.

—¿Has leído la carta que Rómulo el Guapo envió a Quesito?

—La leí, pero demasiado tarde. En la carta, Rómulo le pedía que no me la dejara ver ni me dijera nada al respecto y ella le obedeció. Cuando la leí, a escondidas, sin decirle nada a Quesito, ella ya te había metido en el asunto sin darse cuenta de que estaba haciendo lo que él pretendía.

—¿Rómulo el Guapo pretendía involucrarme en el atentado contra Angela Merkel?

Ante mi estupor, la satisfacción reemplazó al enojo en el rostro de Emilia.

—No te quepa duda. Rómulo había pedido tu cooperación en un golpe hace unos meses, el día de vuestro reencuentro en un acto académico de la universidad. Como rechazaste la proposición, siguió adelante con su plan en solitario. Luego, cuando las cosas se torcieron, volvió a pensar en ti. En la infancia de Quesito, él le había contado tus andanzas. Como algo cómico, por supuesto, pero la niña, con mentalidad infantil, se formó una imagen heroica de tu persona. Llegado el momento, Rómulo calculó que si le enviaba aquella carta tan dramática, Quesito iría a buscarte.

—¿Para qué? —pregunté desconcertado—. ¿Cómo podía yo actuar de acuerdo con los planes de Rómulo el Guapo sin saber cuál era mi papel en este enredo?

—Justamente, tu ignorancia formaba parte de la idea.

Me quedé un rato pensando en lo que acababa de decir Emilia y finalmente dije:

—Ahora lo entiendo todo. Y puedo dar una explicación lógica y secuencial de lo ocurrido, salvo dos o tres minucias.

—Que tal vez yo pueda aclarar —dijo una voz a mis espaldas.

Y del menguado recibidor emergió la gallarda figura de Rómulo el Guapo, causándonos a Emilia y a mí el natural sobresalto. Del que me repuse de inmediato para correr a abrazarle al tiempo que exclamaba:

—¡Chico, qué alegría verte sano y salvo! ¡Estás igual que siempre!

Rechazó mi efusividad con muestras de embarazo y me indicó por señas que volviera al sofá y permaneciera allí, quieto y silente. Para entonces Emilia había recobrado el dominio de sí y dijo:

—No te he oído entrar.

Había un nerviosismo apenas perceptible en la modulación de aquel comentario en apariencia doméstico.

—Bah, no hay cerradura que se me resista —se jactó el recién llegado—. Y no quise llamar para pillaros desprevenidos.

—Sólo estoy de visita —aclaré para despejar posibles malentendidos.

—Ja, ja, el forense sacará sus propias conclusiones al respecto —dijo Rómulo el Guapo acompañando la frase de siniestra risa—. De nada os valdrá resistiros, ni gritar, ni pedir clemencia, ni urdir tretas. Esta vez lo he planeado todo a la perfección. Admito que otras veces he dicho lo mismo y he acabado haciendo un pan como unas hostias, pero esta vez no habrá ningún fallo.

—¿Has venido a matarnos? —preguntó Emilia con un aplomo que no supe si atribuir a la incredulidad o al fatalismo.

Rómulo el Guapo se encogió de hombros.

—No me queda otro remedio —dijo—. Un buen criminal siempre elimina a los testigos de su fechoría.

Me inquietó percibir en su actitud más demencia que vesania.

—No digas bobadas, hombre —dije con fingida ligereza—, nadie va a testificar en tu contra: aquí se te quiere.

El rostro de Rómulo el Guapo se ensombreció.

—Bah —volvió a exclamar, esta vez con amargura en vez de jactancia—, a mí ya no me quiere nadie. Cuando me parecía más a Tony Curtis era distinto. Pero ahora estoy hecho una mierda. Mejor que el auténtico Tony Curtis, a decir verdad, pero eso no es consuelo. Además, a ti te tiene atrapado la subinspectora Arrozales y te hará cantar quieras o no. Y de ésta —añadió señalando a Emilia con el pulgar— no me puedo fiar: está como una chota.

Una mujer que en su día cayó en mis brazos quizá merezca este calificativo, pero debatirlo no me pareció oportuno ni delicado.

—Y Quesito —dije para cambiar de tema—, ¿también la piensas eliminar?

—Eso, tú dale ideas —masculló Emilia.

—Tranquilízate —dijo Rómulo el Guapo esbozando una sonrisa bobalicona—. A Quesito no le pasará nada. Pero he de darme prisa, porque si me coge in flagrante delicto me veré obligado a incluirla en la lista de bajas. Por suerte, tu estratagema nos libra de su presencia por un buen rato. Y ahora, si dejáis de interrumpirme con la vana intención de apartarme de mi letal propósito, despejaré dudas y aclararé detalles como prometí hacer en el momento de mi teatral irrupción, un poco aguada por las digresiones. Déjame sitio en el sofá —añadió. Me hice a un lado, se sentó y mirándome fijamente preguntó—: ¿Qué sabes?

—Mentiría si dijera que nada para salvar el pellejo —respondí—. En lo que a ti concierne, lo sé todo. Es decir, que una organización terrorista se puso en contacto contigo y obtuvo tu cooperación a cambio de dinero o de sacarte de este país y reubicarte en otro, como tú querías. Tú aceptaste…

—No de buenas a primeras —dijo Rómulo el Guapo—. Estaba cansado y abatido por el fracaso del asalto al banco por culpa de Johnny Pox. Por eso, cuando la casualidad nos reunió después de tantos años de no saber el uno del otro, se me ocurrió ofrecerte una participación en el negocio. Contigo habría sido distinto: los viejos camaradas unidos en una última aventura, hombro con hombro o codo con codo, que las dos formas admite el diccionario. Y a ti el dinero te habría caído como agua de mayo.

—¿Cuál era tu misión dentro de la trama terrorista? —pregunté.

—Apoyo logístico —explicó Rómulo el Guapo—. En el edificio donde trabajé como conserje unos años y donde, por cierto, conocí a Emilia, vive un empresario de campanillas. Yo sólo tenía que entrar en su piso y sustraer cierta documentación. Para alguien tan mañoso con las cerraduras, pan comido.

—Pero algo salió mal —apunté viendo que el recuerdo de lo sucedido le sumía en la meditación, con menoscabo de la continuidad narrativa.

Me miró fijamente, abrió los brazos y respondió:

—¡Ay, amigo mío, hasta en esto he tenido mala pata! Siempre me sale todo mal y cuando algo me debería haber salido mal, va y me sale bien. Yo no sabía que trabajaba para una organización terrorista. Sustraje los documentos que me pidieron pensando que se trataba de un chanchullo financiero. Algo, sin embargo, recelaba: ofrecían mucho a cambio de una faena muy sencilla. Y cuando tú te negaste a colaborar, estuve a un tris de renunciar. Pero esta loca me convenció.

—¿Emilia? —pregunté paseando la mirada del uno al otro— ¿Emilia te convenció de que te hicieras terrorista? ¿A tu edad?

—Sí, lo reconozco —dijo la aludida—. Me daba grima verlo apoltronado en el sofá, esperando que dieran una película de monstruos en la tele.

—¿Qué pasa? —protestó Rómulo el Guapo—. Me cae bien Freddy Krueger. Me he pasado la vida delinquiendo y, llegado un momento, uno tiene derecho a descansar y a darse unos caprichos. ¿O no? —Me miró en busca de adhesión y yo hice un gesto ambiguo para no indisponerme con ninguno de los dos—. Pero ella es tozuda y no me dejaba en paz. Lo creas o no, me incitó a robar el banco. Todo aquello de que no hay vigilancia, ni alarmas y los empleados son unos caguetas… ¡ella me lo metió en la cabeza, machacando y machacando! Luego pasó lo que pasó, y, claro, el que irá a la trena será mi menda. ¡Así cualquiera! En fin, una cosa llevó a la otra y sin darme cuenta me vi convertido en terrorista internacional.

—¿Cuándo lo descubriste?

—En el hotel de la Costa Brava. Fuimos a entregar los documentos robados y a cobrar la primera parte de lo convenido. Esta vez obligué a Emilia a acompañarme. Fue peor. En el hotel nos esperaba Alí Aarón Pilila en persona. Yo ni siquiera había oído hablar de él, pero resultó ser un chulo y un mujeriego; para impresionar a Emilia estuvo contando sus proezas: que si una masacre aquí, que si una bomba allá… Y mientras ella escuchaba con la boca abierta, yo me iba dando cuenta de que me había metido en un lío de campeonato, y de que una vez conseguido lo que quería de mí, aquel tío tan flamenco no tendría el menor reparo en pegarme un tiro en la nuca. Por supuesto, no le dije nada a Emilia. A ella le habría encantado verme caer con una pistola en cada mano, como James Cagney. En las películas, claro, porque James Cagney se murió a los ochenta y siete años en su finca de Stanfordville.

—Entonces decidiste rajarte y desaparecer —dije yo.

—No tenía más remedio: a la poli no podía ir y tampoco quedarme en casa a esperar que pasara la tormenta. Busqué un piso franco. Parece fácil, pero todas las puertas se cierran cuando llama un ex presidiario condenado por asalto y sin un euro en el bolsillo.

—Pero no están cerradas para el rey de las cerraduras —dije yo para halagar su vanidad, porque a medida que hablaba se iba poniendo cada vez más pocho—. Y el disfraz también fue fácil de apañar: con una sábana, una barba de algodón en rama y un bronceador artificial cualquiera se puede convertir en un santón hindú.

—Y eso hice. Pero me descubristeis. ¿Cómo iba yo a saber que eso ya no se lleva? La caracterización la saqué de la foto de los Beatles con el Maharishi. Claro que desde entonces ha llovido lo suyo. ¿Te acuerdas de cuando nos ponían a Ravi Shankar en la celda de castigo?

Como tenía la mala costumbre de irse por las ramas, intervine de nuevo.

—Estabas al corriente de la relación de tu mujer con el swami —dije.

—Naturalmente, no soy ciego. Pero a Lavinia no le dije nada. Uno no puede esperar que una mujer así se quede haciendo calceta mientras su marido está entre rejas. Y ese tío parece un pardillo; juraría que pierde aceite. Al principio los seguí, para asegurarme de que no se metían en un burdel. Luego los dejé tranquilos. Pero conocía el centro de yoga. Llegado el caso, me pareció un sitio idóneo para esconderme, aprovechando las vacaciones de agosto. Todo habría salido bien si el swami, como buen catalán, no se hubiera presentado en el piso cada dos por tres. Por su culpa tuve que pasar el día fuera y no regresar hasta última hora de la tarde. Aun así, no me aburrí: en el centro cívico del barrio organizan muchas actividades y los jubilatas montan timbas. Una tarde me forré…

—Pero cometiste un error —dije para incentivarle.

—Sí —dijo—. A la hora de planificar soy frío y metódico, pero en el último momento me pierde el sentimentalismo. Si Lavinia y yo hubiéramos tenido hijos, seguramente me importarían un bledo. Pero a Quesito la quiero más que a una hija. Y sé que ella me corresponde. Si había de desaparecer por una larga temporada, quizá para siempre, quería que guardara un buen recuerdo de mí. También pensé que daría publicidad a la carta y eso convencería a todo el mundo de que había desaparecido de verdad. Lo único que no se me ocurrió es que fuera a pedirte ayuda. Por el exceso de celo de Quesito y tu entrometimiento me veo obligado a mataros a los dos.

—¿Mataste tú a Juan Nepomuceno? —pregunté sin perder la sangre fría ante su reiterada amenaza.

Intervino Emilia, que había permanecido callada hasta entonces.

—Eso fue cosa mía —dijo—. Quesito me contó lo de la foto. Como salía yo, decidí que esa foto no llegara a manos de nadie. Llamé al hotel y cuando conseguí hablar con Juan Nepomuceno le advertí de que Alí Aarón Pilila también sabía lo de la foto y en aquel mismo momento iba camino del hotel para matarle. El pobre hombre colgó y salió corriendo. Como era muy cumplidor, antes de darse a la fuga llamó al teléfono que le habías dado y pidió a Quesito que se disculpara ante ti por no presentarse a la cita.

—Pues con este detalle —dijo Rómulo el Guapo— queda todo aclarado. Sólo falta poner punto final a esta enmarañada historia con el doble asesinato que vine a realizar y cuya ejecución ha postergado nuestra agradable charla. No quisiera mataros sin pronunciar antes mis últimas palabras. Últimas para vosotros, claro está. Perdonad si a veces peco de imprecisión o cometo anfibologías: soy un hombre de acción, no de oratoria. Pero lo que os he de decir me sale del corazón.

Y uniendo el gesto a la palabra, se puso en pie y se llevó la mano abierta al pecho, a la altura del corazón y levantando la otra mano en dirección al techo, prosiguió diciendo:

—Si por ventura alguien os pregunta: ¿qué es lo más importante en la vida?, sin duda responderéis: el amor. Y es cierto. Pero hay varias clases de amor. No muchas, pero sí unas cuantas. Está el amor divino, el amor carnal, el amor al arte y otros. Pues bien, yo os digo que no hay amor más grande, limpio y desinteresado que el que fundamenta la verdadera amistad. Y este amor es el que yo os he profesado. Luego está la crisis del euro. Si no la arreglan pronto las vamos a pasar canutas. Pero eso a vosotros ya no debe importaros, porque morirse es la mejor forma de trampear la crisis. Y ya está. Los que asaltamos bancos somos lacónicos por naturaleza. Adiós, queridos amigos. Siento tener que hacer esto, pero estaréis de acuerdo en que no me queda otra salida. Os echaré mucho en falta.

—¡Espera un momento, Rómulo! —dije precipitadamente al advertir que se llevaba la mano al bolsillo—, el balcón está abierto y es la hora de comer. Si disparas, lo oirá todo el barrio y te verás envuelto en una situación comprometida, por enésima vez.

Mi advertencia le provocó tanta hilaridad que no conseguía articular una frase entera.

—Jo, jo, jo —dijo al fin sujetándose la cintura para no herniarse—. Ha sido un buen truco; digno de ti; pero inútil. Como he dicho al llegar, lo he previsto todo, incluso esta contingencia, y he traído una pistola con silenciador. Me ha costado un congo.

Se llevó de nuevo la mano al bolsillo interior de la chaqueta, rebuscó y la sacó vacía. La metió en otro bolsillo, luego en otro y así hasta recorrer todos los bolsillos de la chaqueta y los pantalones, y aún siguió palpando por si había un descosido y el arma homicida se había quedado entre la tela y el forro. Al final renunció y en voz alta, pero como si hablara para sí, exclamó:

—¡Me cago en la leche, me he dejado la pistola en casa!

Hubo un silencio denso, casi violento; ni a Emilia ni a mí se nos ocurría nada que hacer o que decir para evitarle la frustración que a todas luces le embargaba. Sus ojos negros, enmarcados en largas pestañas, se inundaron de lágrimas. Durante unos segundos no movió un músculo. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y gotas salinas se quedaban suspendidas en la mandíbula inferior hasta ser empujadas por nuevas gotas que discurrían por el mismo cauce, y entonces caían sobre la solapa de la americana, formando un pequeño ruedo negruzco.

—Es el fin —balbució—, o, peor aún, el principio de un largo camino hacia el final. Podríamos llamarlo así: el ocaso de la vida.

Se me encogió el corazón al verlo tan derrotado, pero no podía hacer nada y a Emilia debía de sucederle otro tanto, a juzgar por su expresión y el leve temblor de sus facciones. Al final logró decir en un tono que quería ser amistoso pero resultó maternal:

—Debe de ser el estrés de estos últimos días.

Rómulo el Guapo la miró, entrecerró los párpados, como si estuviera haciendo un esfuerzo para reconocer a la persona que acababa de dirigirle la palabra, movió la cabeza de lado a lado, se limpió la cara con la manga, echó a andar con movimientos rígidos, como si fuera una máquina mal engrasada, y salió del piso sin dirigirnos siquiera la mirada.