El amanecer me alumbró en la acera, delante de mi casa. Contemplé con alivio el cielo sereno, con vientos moderados, sin obstáculos aparentes para la navegación aérea. Tras una breve espera llegó el swami en su coche. Venía del aeropuerto y justificó el pequeño retraso diciendo que había ido a llenar el depósito y, una vez en la estación de servicio, se le ocurrió meter el coche en el túnel de lavado para tenerlo reluciente, como requería la ocasión. Antes había dejado en el aeropuerto al Juli y a Quesito; a aquél, como estatua viviente, avizorando en su pedestal cuanto ocurría en la terminal, y a Quesito, estratégicamente sentada en un bar, fingiendo desayunar y hojear una revista, pero en realidad dispuesta a dar aviso de cualquier eventualidad si el Juli se lo indicaba mediante un código de señales previamente convenido.
Pasamos a recoger al Pollo Morgan, que ya estaba en el lugar de la cita vestido de paisano y cargado con un abultado fardo que metió en el maletero del Peugeot 206. Por el contrario, fue preciso llamar varias veces al interfono para que bajara Cándida, y cuando finalmente compareció, estaba muy conturbada. Para serenar los nervios se había bebido varios litros de poleo y no paraba de hacer lo que modestamente calificó de menores. Ya en el coche, sentada en el asiento trasero junto al Pollo Morgan, manifestó el temor de sentir de nuevo una necesidad perentoria en el momento más comprometido de su actuación.
—Por eso no te preocupes —dije procurando disimular la irritación que me producía su necedad congénita para no empeorar su ya alterada disposición—, piensa que vas a sustituir a una mujer muy importante, cuyas órdenes no se discuten. Estés donde estés, si te sobrevienen ganas de hacer menores, o incluso mayores, te vas a un rincón y haces lo que tengas que hacer con toda parsimonia. Luego acuérdate de lavarte las manos. La persona a la que sustituyes tiene autoridad, pero también clase.
El distingo ofendió a Cándida. En vez de contestarme se dirigió a su compañero de asiento y dijo:
—No le haga caso. Si algo me sobra, además de los años y los kilos, es precisamente clase. No fui a un colegio fino, pero haciendo la calle me he codeado con la flor y la nata. ¡Con decirle que en una ocasión tuve el honor de cascársela al arzobispo de Tudela! Él iba de paisano, como es lógico, pero al despedirnos me reveló su identidad y en vez de vil metal me pagó con un escapulario que siempre llevo prendido en el refajo. No se lo cuento para fardar, sino para que se haga una idea, señor Morgan.
—Puedes llamarme Pollo, preciosa —dijo su interlocutor, a quien ni los achaques de la edad ni los reveses de la fortuna habían hecho olvidar sus viejas mañas de estafador profesional.
Entretenidos en la conversación y como el tráfico era fluido, llegamos al aeropuerto a la hora prevista y con los ánimos más calmados.
Ante una de las grandes puertas giratorias de la terminal nos apeamos el Pollo Morgan, Cándida y yo, sacamos el fardo del portamaletas y el swami continuó en coche hacia el parking. Al entrar en el vestíbulo de la terminal los relojes señalaban las ocho y cuatro minutos. El Juli seguía en su peana y Quesito, al advertir nuestra llegada, se llevó la mano derecha a la oreja izquierda en ademán indicativo de no haber ocurrido por el momento nada inusual ni disconforme con el plan. Con paso tranquilo nos dirigimos a la sección de excusados más próxima a las puertas de salida de viajeros, eligiendo para nuestros fines el de minusválidos, mayor y menos frecuentado que los otros. Eché el cierre y el Pollo Morgan desenvolvió el fardo y desplegó sus regias prendas. Al verlas, Cándida lanzó un fuerte silbido de admiración acompañado de copiosas aspersiones salivares. Atajé las manifestaciones frívolas con una severa admonición.
—Déjate de tonterías y vístete. Los alemanes son maniáticos de la exactitud. Si la señora Merkel ha dicho que llega a las nueve, llegará a las nueve así se hunda el mundo. Para entonces hemos de estar preparados.
Directamente sobre el chándal, por temor a extraviarlo si lo confiaba a mi cuidado, se puso el suntuoso ropaje. Luego el Pollo Morgan le colocó la peluca de tirabuzones, la aparatosa bisutería y la corona de cartón.
—¿Me harán fotos? —preguntó Cándida tras contemplar reflejado en el espejo del lavabo el figurón resultante.
—¿Fotos? —dije—. ¡Cándida, vas a salir en todos los medios! A partir de hoy se te romperá la mano firmando autógrafos por la calle. Pero tú recuerda bien lo que te he dicho: discreción y compostura.
—Confía en mí: he nacido para artista. ¿Cómo dices que se llama la señora de la que voy?
—Angela Merkel.
—Vaya palo. ¿No podría ser Sissi Emperatriz? Es más conocida.
—Bueno. Tú piensa que eres Sissi, pero no se lo digas a nadie. Limítate a sonreír y a saludar con la mano, sin muecas ni posturas. Y no abras la boca. La frialdad se condice con la realeza.
—¿Y si me hacen pronunciar un discurso?
—Pues les cuentas lo del arzobispo de Tudela. Y basta de cháchara. Voy a asomarme a ver cómo está el patio.
A decir verdad, me importaba muy poco lo que Cándida dijera o dejara de decir, porque era obvio que el engaño había de durar poco. Yo sólo pretendía ganar el tiempo que pudiera transcurrir hasta que se descubriera la impostura, detuvieran a Cándida y le impusieran la pena con que la ley sanciona la suplantación de dignatarios extranjeros, para poner a salvo a Angela Merkel. Más grave era el delito que yo mismo me disponía a perpetrar, a saber, secuestrar, siquiera temporalmente y a cambio de nada, a una personalidad tan destacada; pero confiaba en obtener clemencia por consideración a la rectitud de mis intenciones y al enorme beneficio que para el mundo en general y el prestigio de nuestra ciudad en particular se derivaría de mis actos. Por el momento, lo único que me preocupaba no era tanto la dificultad de dar el cambiazo sin que los acompañantes de la ilustre dama se dieran cuenta, sino cómo convencerla a ella de las ventajas de coadyuvar al secuestro, en parte porque no contaba con argumentos de peso y en parte porque, aun cuando hubiera dispuesto de ellos, mal podía exponerlos con rapidez y claridad en un idioma por mí desconocido. Y trataba de superar esta inquietud pensando que hasta los planes mejor trazados adolecen de algún pasaje que requiere improvisar sobre la marcha.
Me asomé con prudencia a la puerta del váter de minusválidos y comprobé que, si bien en el recinto del vestíbulo de llegadas la actividad habitual parecía proseguir sin alteraciones visibles para quien no estuviera al corriente de nuestros designios, había indicios de que se aproximaba el gran momento. El Juli había ido girando imperceptiblemente en su peana hasta quedar encarado hacia una puerta lateral situada en ángulo izquierdo del vestíbulo, entre una tienda de ropa deportiva y un quiosco de revistas y periódicos, y en la cual se leía: PROHIBIDO EL PASO SALVO PERSONAL ACREDITADO. Por las inmediaciones de la portezuela, disimulando del peor modo posible, pululaban varios agentes de paisano y unos jovenzuelos que fingían no advertir las miradas reprobatorias de aquéllos. Supuse que serían periodistas que, informados por algún contacto o filtración del lugar por donde el séquito había de hacer su entrada en breve, merodeaban a la espera de obtener una entrevista en exclusiva o, en su defecto, una instantánea. Quesito había abandonado su mesa en el bar y se dirigía al lugar donde yo estaba. Al pasar por mi lado susurró sin detenerse algo relativo a un mensaje recibido en su móvil y deslizó un papel doblado en mi mano. Sin abrirlo volví a entrar en el váter de minusválidos. El Pollo Morgan y Cándida me miraron ansiosos.
—¿Ya?
—No.
Desdoblé el papel y leí el mensaje copiado por Quesito: «Papá sigue vivo stop en vez de 500 sólo pude reunir 116 stop suerte Siau.» Volví a escrutar el vestíbulo. Frente a la puerta lateral la agitación iba en aumento. Los agentes inclinaban la cerviz, se tapaban la boca con la mano y hablaban quedamente con las solapas de sus chaquetas mientras entre los pliegues de éstas con la otra mano acariciaban las culatas de las pistolas. Uno de los periodistas sacó una cámara fotográfica. De inmediato fue aprehendido, conducido a la tienda de ropa deportiva y sometido a torturas y trato vejatorio. El reloj señalaba las ocho y cincuenta y ocho. Entré por última vez en el váter de minusválidos e hice una señal. El Pollo Morgan se había colocado una gardenia en el ojal, un monóculo en la cuenca del ojo derecho y un bombín. Cogió del brazo a Cándida y se pusieron en marcha. Los dos estaban pálidos, pero este detalle, lejos de delatarlos, les daba un aire nórdico muy convincente.
Abandonamos nuestro refugio y caminamos hacia la puerta lateral procurando pasar inadvertidos al amparo de la nutrida concurrencia del vestíbulo y el enredo de los periodistas y los guardias. El cálculo se cumplió a la perfección: cuando estábamos a pocos metros de nuestro objetivo, se abrió la puerta y la comitiva hizo su entrada. Primero salieron cuatro agentes muy bien trajeados, con camisa blanca, corbata y gafas oscuras. Probablemente pertenecían a la escolta personal de la señora Merkel y eran muy peligrosos. Por fortuna los neutralizaba una nube de secretarios, amanuenses y correveidiles de escasa relevancia a la hora de ofrecer resistencia con las manos y los pies. Luego salió un individuo que debía de pertenecer al departamento de protocolo del aeropuerto, porque caminaba con la espalda arqueada hacia delante, el cuello curvado hacia arriba, los ojos vueltos hacia abajo y la boca partida por una sonrisa rayana en la risotada. Y a pocos centímetros de este rodrigón, con paso seguro y mirada displicente, desembocó en el vestíbulo Angela Merkel, con un discreto traje chaqueta de color beige y un peinado que, francamente, no estaba a la altura de su cargo. Con el corazón encogido miré en dirección contraria y respiré hondo. Por el vestíbulo avanzaba, en estrecha formación, dando voces y entonando cantos, una manifestación encabezada por una pancarta de siete metros donde se leía:
WILKOMMEN
Y debajo:
COLONIA ALEMANA DE CATALUNYA
¡VISCA ANGELA MERKEL I VISCA GENERAL TAT!
Eran los ciento dieciséis chinos reclutados, instruidos y enviados por el señor Siau. Como no había dispuesto de mucho tiempo para organizar a su gente, sólo los de las primeras filas iban vestidos de tiroleses. Los demás llevaban los disfraces que habían podido encontrar en sus respectivos bazares: Batman, Ferran Adrià, Magneto y otros ídolos. Aun así, el conjunto producía buen efecto y, en definitiva, causaba la confusión necesaria para coronar con éxito la parte más delicada del plan. Como es lógico, las fuerzas de seguridad trataron de frenar el avance de la manifestación con órdenes terminantes y amenazas, pero como los chinos no entendían lo que se les decía y los guardias no se atrevían a recurrir a la violencia y mucho menos a hacer uso de las armas contra la colonia alemana pronto se vieron desbordados por el número y reinó el caos. Aprovechando el cual, Cándida, el Pollo Morgan y quien este singular suceso relata llegamos a donde estaba Angela Merkel. Cándida y el Pollo Morgan se colocaron en su lugar y yo, a falta de mejor idea, le agarré la mano y tiré de ella al tiempo que le indicaba que me siguiese. La aludida me miró fijamente, parpadeó con desconcierto, dudó una fracción de segundo y me siguió con inesperada mansedumbre.
Antes de que la policía hubiese empezado a controlar la situación con ayuda del restante personal del aeropuerto y de algunos viajeros que, atraídos por el alboroto habían acudido a prestar ayuda a aquélla, Angela Merkel y yo habíamos entrado en el parking donde nos esperaba el swami con el coche en marcha. Subimos al asiento trasero del Peugeot 206 y partimos a toda velocidad. Al llegar a la barrera, el swami introdujo el ticket en la ranura y salimos sin contratiempo. A poco circulábamos por la autovía de Castelldefels. En total, la operación había durado un minuto y medio mal contado. De acuerdo con mis previsiones, en aquel mismo instante la manifestación ya debía de haberse disuelto y la policía, la escolta de la canciller y el personal del aeropuerto debían de estar moliendo a palos a la pobre Cándida.
Emboscados en el flujo continuo del tráfico rodado, el swami aminoró la velocidad al entrar en la Ronda y aprovechó la relativa calma para señalar cortésmente a la ilustre ocupante del vehículo los puntos más interesantes del recorrido.
—Voilà Pronovias. Voilà El Corte Inglés de Cornellà. Y allí lejos, in der ferne, el nuevo estadio del Espanyol. Hier alles Barça-Barça, aber ich, periquito de toda la vida.
Sus esfuerzos, sin embargo, no obtenían resultado. Angela Merkel seguía con la mirada clavada en mi plebeyo perfil, sin dar muestras de sorpresa ni de temor ni de indignación.
Así llegamos a la puerta del restaurante Se vende perro.