12. Preparativos

Habíanse abierto en varios puntos las negras nubes tormentosas, dejando vislumbrar entre sus jirones estrellas, cometas, galaxias, agujeros negros y otros interesantes fenómenos; por la calle no circulaban vehículos ni peatones; de las ventanas no salían las habituales voces penetrantes de radios, televisores y trifulcas familiares, y los establecimientos comerciales estaban cerrados y sus escaparates y reclamos apagados, salvo el neón del bazar oriental que parpadeaba y chisporroteaba en la penumbra y silencio de la apacible noche barcelonesa. Apoyé la espalda en el quicio de la peluquería y me puse a ponderar la situación, focalizar, según término al uso, los problemas y pergeñar un plan viable para solventarlos. Pero no había conseguido dar comienzo a esta tarea cuando me interrumpió la voz del swami, el cual, cubierto por una bata y con los pies envueltos en sendas toallas, llevaba allí un rato sin que yo me hubiera percatado de ello y ahora deseaba hacerme partícipe de su presencia.

—¿Le molesto? —dijo en voz muy baja, como si el volumen de ésta influyera en la dimensión de la molestia causada; y al ver que yo no respondía en sentido negativo pero tampoco hacía muecas de enfado, añadió—: ¿Usted tampoco puede dormir?

—Puedo —repliqué— pero no debo.

—Pues a mí me ocurre al revés —dijo el swami—. Y me da miedo estar solo. Por eso he salido.

Tenía razón en lo concerniente a la soledad: el Juli y la Moski se habían ido hacía una hora aproximadamente. Sin otra compañía que la mutua, el swami y yo nos habíamos tumbado en los rincones menos cenagosos de la peluquería y nos habíamos dado las buenas noches y deseado felices sueños. Yo habría conciliado el mío con gusto de no haber sido por las preocupaciones y responsabilidades ya descritas. Transcurridos unos minutos y creyendo dormido a mi huésped, me levanté y salí de puntillas al paisaje exterior. Ahora tenía compañía.

—No me crea un cobarde —prosiguió el swami—. Por regla general soy templado y animoso. Pero no estoy preparado para sustos de esta envergadura. Tengo los nervios deshechos. Para apaciguarlos he estado haciendo ejercicios de relajación corporal: por poco me cago, pero de dormir, nada. Violencia, peligro, misterio, emociones sin cuento. ¿Acaso lo busco o lo merezco? No, señor. He consagrado mi vida a llevar la tranquilidad a las atribuladas vidas ajenas. Cobrando, claro. La vida no está para filigranas. Empecé a trabajar de muy joven en una fábrica de lavadoras, hasta que cerró en la crisis de los ochenta. No sé dónde le pillaría a usted. A mí me dejó en la puta calle. Como a mi edad ya no me iban a contratar en ninguna parte, decidí establecerme por mi cuenta. Hice un curso acelerado de ayurveda, me aprendí los seis chakras o centros de energía inmensurables y con eso y un morro aún más inmensurable, abrí el centro de yoga. Un charlatán no soy: predico reglas de sentido común. Ya sabe: procura ver el lado bueno de las cosas, tómate lo inevitable con paciencia y, sobre todo, no te olvides de respirar. Son simplezas que no hacen mal a nadie. Ni bien, pero ayudan si uno las cree y las practica y eso sucede cuando las dice alguien con autoridad moral. Por eso me hice swami. Para empezar me cambié el nombre. En realidad me llamo Lilo Moña. Me puse Pashmarote Pancha porque suena mejor. Lo inventé yo mismo, sin consultar ningún libro. En la India hay tanta gente que alguien se llamará así, digo yo. Por esta razón o por otra, vaya usted a saber, el negocio me ha ido bien hasta ahora y, lo crea o no, he llevado la felicidad a bastante gente, sobre todo a bastantes mujeres. Las mujeres son más sensibles y le sacan más partido a mi metodología. Los hombres son más obtusos: el dinero y el fútbol les tienen bloqueado el hipotálamo y no les circulan los fluidos vitales. En cambio las mujeres, en cuanto desconectan el móvil, liberan los poderes de la mente y a la que te descuidas ya han alcanzado la percepción extrasensorial. De la expresión de su rostro infiero cierta actitud dubitativa por su parte. No me sorprende ni me enoja: muchas personas dudan de los beneficios de la gimnasia espiritual, pero están equivocadas. Los seres humanos están necesitados de guía y no es difícil guiarlos, porque en rigor no van a ninguna parte. La filosofía y la religión están muy bien, claro, pero son para los ricos, y si uno es rico, ¿para qué necesita la filosofía y la religión? En cambio los pobres no tienen tiempo para la metafísica y la religión hace tiempo que perdió el tren. Ahora bien, alguien ha de responder a las preguntas fundamentales de la existencia. Piense en lo que le acabo de decir y responda a mi pregunta: ¿todavía le parezco un necio?

—Sí —dije.

Suspiró, levantó los ojos como si buscara ayuda en el cosmos para combatir mi cerrazón y a continuación, sin mirarme ni alterar su tono apesadumbrado, añadió:

—Tal vez lo sea. Yo, sin embargo, no me enjuicio con tanta severidad. A nivel personal, es posible que haya cometido algún error, no lo niego… Mire, como no le conozco ni sé qué pie calza, pero el azar nos ha llevado a dormir juntos, le haré una confidencia. Aunque con tanto incienso y tanta postura del loto tengo pinta de sarasa, a mí me van las tías. Son, si me permite que cambie de mitología, mi talón de Aquiles. En mi vida anterior estuve casado. No me refiero a una reencarnación anterior, sino a la época de la fábrica de neveras. Yo era bastante feliz y creía que mi mujer también lo era, pero un buen día me plantó. Cuando le pregunté la causa, me acusó de frialdad. Como me pasaba el día entre neveras, me lo tomé a broma, pero ella ya tenía las maletas hechas. Las mías: me puso en la calle sin contemplaciones. Luego supe que desde hacía tiempo tenía un lío con otra mujer: eran aquellos años, ¿se acuerda? Al principio me quedé helado. Luego se me pasó y, ya de swami, tuve varias aventuras pasajeras con mis alumnas. Hasta que conocí a Lavinia Torrada. Ella ni siquiera lo sospecha, pero estoy colado… Por favor, no se lo diga: hacerlo público nos perjudicaría a los dos y no beneficiaría a nadie. Lavinia ha sufrido mucho y necesita compañía, consuelo y comprensión. Yo le proporciono las tres cosas a cambio de estar a su lado. No es mucho pedir.

—Usted sabrá —dije yo. No tenía ganas de seguir escuchando a aquel baboso y si no me podía concentrar en lo mío, más me valía aprovechar las pocas horas restantes de la noche para reponer fuerzas.

Como lo primero era cerciorarse de si Angela Merkel vendría a Barcelona en los próximos días, a la mañana siguiente llamé por teléfono a La Vanguardia. Al principio trataron de colocarme una suscripción, pero al cabo de un rato se avinieron a pasarme con la sección de noticias locales. Allí me dijeron, muy amablemente, que no tenían noticia de que la señora Merkel fuera a venir a Barcelona en un futuro próximo. Sin embargo, el lunes de la semana siguiente se iba a celebrar en Barcelona una importante reunión internacional de economistas y empresarios y no era imposible que la canciller de la República Federal hiciera un viaje relámpago para dar realce al evento con su presencia, para influir en las decisiones que allí se tomaran y para pedir consejo a nuestras autoridades sobre la mejor manera de resolver la crisis mundial.

Como la precedente conversación tenía lugar en domingo, disponíamos de poco tiempo para evitar que el lunes, es decir, al día siguiente, se cometiera un atentado contra la señora Merkel, si ésta se decidía a aportar por la ciudad condal. Fui a buscar al Pollo Morgan, le puse al corriente de lo sucedido desde su retirada de la víspera hasta el momento y le comuniqué el cambio de planes en la medida en que le afectaba: ya no era necesario seguir vigilando la casa de Lavinia; en cambio, necesitaba un hombre de su experiencia en otro punto estratégico. En breve le vendría a buscar un coche para conducirle a su nuevo destino. Al Juli lo volví a enviar a su puesto de observación frente al centro de yoga, aunque daba por seguro que el falso swami habría cambiado de escondrijo a raíz del incidente nocturno.

De vuelta en la peluquería, encontré al swami durmiendo a pierna suelta. Lo desperté. De entrada le costó recordar dónde se encontraba y los sucesos que lo habían llevado a tal lugar, pero cuando se hizo la luz en su cerebro se echó a llorar por la pérdida de la serenidad, la seguridad y el negocio. Dejé que buscara por sí mismo remedio a su desconsuelo. Ya repuesto, preguntó si había algo para desayunar. Lo dirigí al bar de la esquina y le sugerí que, de camino, llamara a su secretaria y le dijera que no fuera el lunes al centro de yoga, por si el intruso aún seguía allí.

—Cuando vuelva del desayuno, hablaremos del futuro. No tarde.

Mientras esperaba el regreso del swami, llamé desde la cabina al restaurante Se vende perro. El señor Armengol me dijo que Juan Nepomuceno, el cinéfilo andino, no había comparecido. Le dije que si lo hacía, lo enviara de inmediato a la peluquería. Quesito, a la que llamé a continuación, no había recibido ninguna llamada relacionada con el caso. Le insistí mucho en la conveniencia de tener el móvil libre y a mano. Respondió con dejadez: los acontecimientos se precipitaban pero ella, antojadiza como todos los adolescentes, parecía haber perdido el interés inicial. Cuando volvió el swami, algo más animado, le entregué las llaves de su coche, le dije que fuera a recoger al Pollo Morgan, al que reconocería sin dificultad, y lo llevara al aeropuerto. Luego debía regresar sin tardanza. Partió y me fui a cumplir la parte más delicada de mi plan. De resultas de las lluvias había remitido un poco el calor y aquel continuo ir y venir no resultaba tan extenuante.

Encontré a mi hermana entregada a los quehaceres del hogar: la lavadora rugía, borboteaba el puchero, ardían unos pantalones bajo la plancha olvidada y una tertulia radiofónica entonaba el rutinario coro de vehementes vituperios mientras ella pasaba una bayeta sucia por los muebles berreando una vieja canción desafinada. Con diplomacia me abstuve de interrumpir aquel despliegue de glamour, sabedor de que pronto un colapso pondría fin a tanta diligencia si antes no se producía un cortocircuito por sobrecarga en la red. Cuando sucedieron ambas cosas simultáneamente, apagué el gas, abrí la ventana para dejar salir el humo y los efluvios y dije:

—Cándida, he venido a hacerte una proposición altamente ventajosa.

Como era de esperar, Cándida se negó en redondo, incluso antes de escuchar lo que pensaba proponerle. Alertado por mi voz mi cuñado salió del dormitorio. Ahuyentó con un eructo la nube de moscas que ocultaba sus agraciadas facciones y reclamó la cena dando puñetazos en el aparador. Atacada por ambos flancos a la vez, Cándida se aturdía.

—Es por la mañana, pichoncito.

—¡En mi casa mando yo! —bramó Viriato. Y dirigiéndose a mí, aclaró—: Como hasta ahora no me he despertado de la siesta de ayer, para mí es de noche, pero esta inútil me condena a la desnutrición. Y tú, ¿a qué has venido?

—Buenos días, Viriato —dije yo—. He venido a hacer una propuesta a Cándida, pero ella se muestra intransigente al respecto.

—¿Intransigente? Pues vas a ver como le hago cambiar de actitud en un periquete. Porque yo a las buenas, soy muy bueno, pero ¡ay del que se cruce en mi camino!

Al cabo de media hora salí con el compromiso formal de colaborar en mi plan.

En la peluquería encontré al swami, regresado de su misión, en animada charla con el abuelo Siau. Aquél ponderaba las enseñanzas de Confucio y el entrometido anciano le llevaba la contraria.

—Desengáñese, honorable swami, donde esté Ortega y Gasset que se quite ese petimetre amarillo. Para entender éxito de bazares orientales hay que leer Rebelión de masas.

Como no me hacían ni caso, impuse silencio sin miramientos y pregunté al swami cómo le había ido al Pollo Morgan en el aeropuerto. Respondió que bien. Al principio la guardia civil había puesto pegas a la presencia de una estatua viviente en mitad de la Terminal 1, pero el Pollo Morgan había mostrado un permiso de la Conselleria de Cultura que le autorizaba a ejercer su pasividad en cualquier punto del principado, incluidos equipamientos y zonas verdes, y la fotocopia de un diploma de la UNESCO que declaraba Patrimonio de la Humanidad las estatuas vivientes de Barcelona. El permiso y el diploma eran burdas falsificaciones, pero habían surtido efecto y en aquel momento el Pollo Morgan obstaculizaba la salida de viajeros con su imponente presencia.

Concluido el parte, el abuelo Siau reveló el verdadero propósito de su presencia en la peluquería: advertida de que el swami tenía coche, la familia Siau había decidido aprovechar el día festivo para ir a la playa con nosotros o, cuando menos, con el propietario del vehículo. A cambio del transporte, la familia suministraría bañadores, toallas, sombrilla, salvavidas, gorras, gafas de sol, pelota, cubo, pala y moldes, tiburón inflable, crema bronceadora, protector solar y dos neveras portátiles rebosantes de comida la una y de bebidas la otra. Y un disolvente para eliminar las adherencias de alquitrán de la piel y el cabello. El swami se mostró encantado de la propuesta. Éste era el tipo de esparcimientos que convenían a una persona abrumada por las preocupaciones.

Decliné la invitación aduciendo soriasis y erisipelas contraídas en mi reciente excursión a la Costa Brava, pero les incité a marchar sin demora y disfrutar de un merecido asueto. A decir verdad, me venía bien librarme por unas horas de la tabarra del swami y el comadreo de mis vecinos. Hice prometer a aquél que estaría de vuelta a las siete, se avino a ello y al cabo de un rato vi el Peugeot 206 estacionado frente al bazar y a la familia Siau afanándose por embutir los bártulos primero y luego a sí misma en el vehículo. Conseguidos ambos propósitos, partió el animado grupo. Al pasar frente a la peluquería el swami hizo sonar repetidas veces el claxon y los demás ocupantes me saludaron agitando banderolas de colorines por las ventanillas. Miré al cielo con la esperanza de atisbar el rápido avance de una perturbación que les echara a perder el día, pero como el clima parecía dispuesto a desatender una vez más mis ruegos, me metí en la peluquería con intención de aprovechar la tranquilidad haciendo cábalas.

Poco duró la tregua, pues transcurrido un breve intervalo entró en la peluquería, aparatosa, expeditiva y pendenciera, la subinspectora Victoria Arrozales. Su presencia era un incordio y podía constituir un grave obstáculo a mis planes, pero también confirmaba lo acertado de mis previsiones respecto al desarrollo de los acontecimientos. Como en las visitas anteriores, colocó la pistola sobre la repisa a modo de credencial y se despatarró en el sillón con las piernas estiradas y los brazos colgando a los costados para escenificar el abandono de quien se sabe dueño de la situación. Así estuvo un rato, paseando con menosprecio la mirada por el local.

—¿Conoces —dijo finalmente— a un fulano de nombre Juan Nepomuceno, actualmente empleado en un hotel de la Costa Brava bien que usurpando la identidad de un compatriota llamado Jesusero?

Hice como que repasaba mentalmente la extensa agenda de mis contactos y dije:

—Así, de pronto, con tan pocos datos, no acierto…

—Lo suponía, sobre todo porque sé que ayer te entrevistaste con él.

—¿Quien lo afirma sustancia la aseveración en pruebas concluyentes?

—Eso no importa. Yo he venido por otro motivo. Dime qué estás tramando y, si me gusta la copla, quizá no salgas tan malparado del trance.

—No tramo nada —repuse—. Y todo acusado tiene derecho a conocer el delito que se le imputa. Lo dice la Constitución.

—No lo dice, pero lo puedes saber: Juan Nepomuceno ha desaparecido.

—Persisto en mi desconocimiento de los hechos, pero me consta que hoy el susodicho tenía fi esta.

—Todas sus pertenencias han desaparecido con él, y la caja con las propinas de los camareros del hotel. Si lo pillan, lo descuartizan. Se sospecha que huyó por haber cometido violación de secreto con abuso de confianza. Los hoteles de lujo son muy celosos de la privacidad de sus clientes. Y más si los frecuenta un importante productor cinematográfico de Hollywood como el que estuvo ayer dando la brasa.

Hizo una larga pausa, como si de repente hubiera olvidado el motivo de su visita y estuviera pensando en otra cosa; luego se levantó de sopetón y se guardó el arma donde solía.

—Si todavía no te han detenido —dijo—, no es por negligencia ni por falta de ganas, sino porque yo he pedido un aplazamiento. Me interesa más tenerte suelto que entre rejas. Por supuesto, puedo cambiar de parecer en cualquier momento y, si eso ocurre, te encerrarán para siempre, nadie lo lamentará, nadie te irá a ver, te pudrirás y te morirás y te echarán de cabeza a una fosa común. Tienes tiempo hasta mañana por la mañana. Si recuerdas algo relacionado con tu amigo Juan Nepomuceno, llámame y hablaremos.

Con esta admonición se fue. Una vez más estuve tentado de salir corriendo en su pos y contarle lo que sabía. Una vez más me contuve a sabiendas de que el tiempo se agotaba y de que, si mi plan no resultaba tan bueno en la práctica como a mí me lo parecía en su fase actual, es decir, en el aire, nada podría salvar a Rómulo el Guapo de ir a prisión, ni a mí con él al mismo sitio. Pensando en esto dejé que se alejara la subinspectora y yo volví a concentrarme en los preparativos para la operación del día siguiente. Me faltaba un elemento importante cuya obtención requería dinero. Se me hacía cuesta arriba recurrir al señor Siau, pero las circunstancias no estaban para melindres, por lo que decidí abordarle en cuanto regresara de la playa.

Declinaba el sol cuando el coche del swami se detuvo frente a la peluquería, salió de éste aquél muy alterado y empezó a desgranar un relato tanto más confuso cuanto que iba salpimentado de blasfemias contra dioses cuyos nombres yo no había oído nunca. Al final logró hilvanar un discurso inteligible del que inferí lo siguiente: la familia Siau en pleno y el propio swami llevaban un par de horas en la playa practicando baños de mar y solazándose con los demás alicientes propios del lugar cuando advirtieron que el abuelo Siau, a quien habían instalado en una tumbona con un Calippo para ver si se entretenía mirando a las bañistas y los dejaba en paz, presentaba síntomas de deshidratación. Para contrarrestarlos lo lanzaron con fuerza al agua; se hundió y al reflotar, cubierto de medusas, los presentaba de ahogo. Un vigoroso masaje en el costillar le hizo expulsar el agua ingerida, pero le provocó un corte de digestión. Camino de la caseta de la Cruz Roja, se cayó y se rompió el fémur. Ahora agonizaba en el Hospital Clínico rodeado del cariño de los suyos.

—En su delirio, el pobre anciano preguntaba por usted —dijo el swami—. Creo que debe acudir a su lado a escuchar sus últimas idioteces. Por principios humanitarios, yo le acompaño en mi coche sin cobrarle la carrera.

Me avine a ello con la condición de que me dejara en la puerta del hospital y se fuera sin perder un minuto al aeropuerto a recoger al Pollo Morgan. Luego los dos debían ir al restaurante Se vende perro, cuyas señas conocía aquél, y esperarme allí con el resto del grupo. Yo me reuniría con ellos al término de mi buena acción.

• • •

El turista que visita Barcelona en verano y no lo necesita, hará bien en no incluir en su recorrido la sección de urgencias del Hospital Clínico. En agosto no sólo la mayoría del personal sanitario titular estaba de vacaciones, sino que también lo estaban los enfermos y accidentados de clase media y alta que el resto del año elevan el nivel estético de la institución con una forma más refinada de sobrellevar su infortunio. Ahora, en cambio, se agolpaban de cualquier manera en salas de espera, corredores y escaleras personas de tan humilde condición que ya parecían enfermas y tullidas cuando estaban sanas, con lo que, alcanzadas por la dolencia o el percance, su aspecto, actitud y conducta resultaban francamente deleznables.

En una oscura y perdida revuelta del laberinto de pasillos por donde circulaban pacientes, bien enteros, bien a trozos, localicé a la familia Siau reunida en torno a un catre vacío. Supuse que el abuelo había sido incinerado sin más trámite, pero me dijeron que había sido llevado al quirófano y que en aquellos momentos lo estaban interviniendo sin demasiadas esperanzas de éxito.

—Papito está en las últimas —dijo el señor Siau al estrecharme la mano.

—En tal caso —dije yo— no le importará prestarme un poco más de dinero para la comparsa.

El señor Siau arrugó el ceño, movió la cabeza y dijo:

—Hum. El bazar está cerrado y la caja fuerte cuenta con un dispositivo de seguridad que sólo yo puedo desactivar. Si quiere ir de picos pardos, se tendrá que esperar a mañana.

—No se trata de eso, señor Siau —dije yo—, sino de algo más importante.

—Hum —repitió el señor Siau. Y tras otra pausa reflexiva añadió—: Mire, yo no sé lo que se trae usted entre manos, pero a pesar de mi origen étnico, a mí no se me engaña fácilmente. Usted anda metido en algo. Algo grave. Y si en un futuro lejano vamos a ser socios, de grado o por fuerza, tal vez convendría que me pusiera al corriente de la situación, la propia de usted y la de su local, hoy humilde peluquería, en breve gran restaurante. No lo digo con la prepotencia de quien participa mayoritariamente en una empresa, sino guiado por un sano sentido del compañerismo. Salta a la vista que usted es un pelagatos con pretensiones, pero yo, aunque lo disimulo mejor, tampoco vengo de una estirpe de mandarines. Los dos nos hemos criado en calles muy parecidas, bien que en distintos continentes, y sería absurdo que a estas alturas nos separara una gran muralla.

Tenía razón y para cuando una hora más tarde vino un cirujano a todas luces bisoño a decirnos que al abuelo Siau le habían extirpado la vesícula biliar sin ninguna necesidad, de resultas de lo cual el estado general del paciente había empeorado mucho, y que mantenía estables las constantes vitales a la espera de un fatal desenlace, el señor Siau y yo habíamos llegado a un acuerdo de cooperación. Me despedí de la acongojada familia, con el ruego de que llamaran al móvil de Quesito si se producía algún cambio en la salud del enfermo, tomé el autobús y llegué al filo de las diez al restaurante Se vende perro, donde me esperaban el swami, el Pollo Morgan, el Juli, la Moski, Quesito y el señor Armengol, muy satisfecho de ver tan concurrido su local, aun a sabiendas de que ninguno de los presentes haría gasto. Sin perder tiempo, pues, en comer y en beber, el Pollo Morgan rindió informe de lo averiguado durante la jornada en el aeropuerto.

A lo largo del día, dijo, la terminal había experimentado un incremento gradual de la vigilancia de todo punto injustificado en una época de mucha afluencia de vuelos de bajo coste y de turistas remisos al consumo. Con la invisibilidad de quien permanece inmóvil durante horas en el mismo punto, el Pollo Morgan había captado fragmentos de conversación, órdenes, consignas y comentarios hechos a la carrera o en fugaces encuentros entre agentes de la policía secreta, cuya discreta ropa de paisano los hacía fácilmente identificables entre el atuendo mendicante de los genuinos viajeros. De estas frases sueltas, el Pollo Morgan había deducido con certeza que se esperaba la llegada de una personalidad para las nueve de la mañana del día siguiente y que, por razones de seguridad, dicha personalidad y su séquito efectuarían su salida por una puerta especial que, obviando el control de pasaportes y las cintas de recogida de equipaje, las lujosas tiendas y los elegantes baretos de la terminal, los conduciría directamente a los vehículos estacionados frente a aquélla para dirigirse de allí en caravana a la plaza Sant Jaume, donde la esperaría nuestra primera autoridad municipal para darle la bienvenida oficial.

Me satisfizo comprobar que todo discurría por los cauces previstos y, tras asegurarme de que nadie nos escuchaba, cosa por lo demás fácil en un restaurante libre de la injerencia de clientes, puse a todos al día de las últimas novedades, repetí minuciosamente las fases de nuestro plan de acción, hice especial hincapié en la labor encomendada a cada uno en particular y tomé juramento a todos los presentes de fidelidad y silencio.

Instruidos, confiados y enardecidos se fueron ellos a sus respectivos hogares y yo al mío. Me acosté y traté de dormir para estar lúcido y entonado en la vorágine prevista para el día siguiente, pero una vez metido entre sábanas pegajosas, en un estrecho y frágil plegatín, en la lóbrega mezquindad de la alcoba, sala de estar, cocina y recibidor en una sola y misma pieza, me asaltaron las dudas y los temores. En la soledad de la noche, trasunto de la mía, el plan concebido por mí ya no me parecía tan bueno y los cabos sueltos se agrandaban hasta convertirse en auténticos festones, por no decir gualdrapas. Varias veces estuve tentado de saltar del lecho, reptar por el suelo en busca de la ropa esparcida, que no suele guardar miramientos quien consigo mismo vive, vestirme, bajar a la calle, buscar una cabina y llamar a la subinspectora Arrozales. Contárselo todo aliviaría mi conciencia, me pondría a salvo de sus iras y me libraría de recibir el peso de la ley en plena cocorota; de rebote exoneraría de responsabilidad a mis colaboradores, y supondría la frustración de un atentado incalificable y la captura de un peligroso terrorista. Pero obrar de este modo supondría igualmente entregar a Rómulo el Guapo. Bien mirado, nada me iba a mí en ello; si acaso, considerables ventajas: tal vez abandonada de nuevo y de un modo perpetuo, Lavinia Torrada se decidiera a apartar definitivamente de sí a su inconstante marido y rehacer su vida sentimental. Todavía era una mujer estupenda, pero no podía seguir desperdiciando impunemente los años; y en esta tesitura, la elección de una nueva pareja bien podía recaer en alguien próximo, un hombre cabal, comprensivo, con la cabeza en su sitio; por ejemplo, el flamante maître de un reputado restaurante chino de inminente apertura. Y luego estaba Quesito. Era evidente que en su maleable capacidad afectiva la figura paterna de Rómulo el Guapo iba perdiendo presencia, eclipsada por otra más resplandeciente y de mayor firmeza. A mi edad uno no se hace muchas ilusiones, pero tampoco renuncia a las cosas buenas de la vida, especialmente si nunca las ha tenido.

Y así, sumido en esta intricada disyuntiva existencial, me quedé roque.