11. Morden

El entusiasmo, por no decir el frenesí provocado por la arenga del Pollo Morgan, la abnegada decisión del resto, la aparición de unas pizzas de respetable perímetro y el anuncio de la llegada de la persona que había de aportar una información valiosísima, se trocó en momentánea decepción al ver que quien irrumpía en el comedor del restaurante no era Juan Nepomuceno, sino Quesito. Como nadie, salvo yo, la conocía, ni ella conocía a nadie, salvo a mí, su entrada fue seguida de un general desconcierto, al que, en el caso de la recién llegada, se sumó la sorpresa y el recelo producidos por la visión de la inclasificable cofradía congregada en torno a la mesa. Disipé la confusión de unos y otros con las oportunas presentaciones y aclaraciones, y pregunté a Quesito la razón de su presencia en aquel lugar, cuyas señas yo no recordaba haberle dado.

—Hace un rato —respondió— me llamó un señor que dijo llamarse Juan Nepomuceno. Había quedado en traer una foto, la cual cosa, en sus propias palabras, no le iba a ser posible a causa de un contratiempo de última hora. A continuación me dijo dónde y cuándo era la cita y me pidió que transmitiera el mensaje; y a eso he venido.

—Vaya —exclamé al término de lo antedicho—. ¿Y no dijo si esperaba solventar en breve el contratiempo? ¿No postergó la entrega de la mercancía para un futuro inmediato?

—No. Sólo dijo lo que he repetido al pie de la letra. Eso de ahí son dos pizzas, ¿verdad?

Respondí afirmativamente y le pregunté si había cenado. No había cenado y su madre se había ido al cine, por lo que muy gustosa aceptaba quedarse con nosotros. El señor Armengol trajo una silla, un plato y una servilleta de papel y ella, con gran desparpajo, le preguntó si en la carta del restaurante había helados, a lo que el señor Armengol, conocedor de la situación financiera, respondió con un bufido.

La cena transcurrió en un ambiente afable y distendido. Quesito no había conocido personalmente a ninguna estatua viviente ni a ningún músico ambulante, y se interesó por todos los aspectos de estas meritorias manifestaciones. Todos satisficieron con gusto su curiosidad e incluso el repartidor de pizzas nos contó, entre otras anécdotas relacionadas con su oficio, cómo en una ocasión su motocicleta había derrapado y él se había partido la nariz sin consecuencias prácticas, porque la hemorragia había quedado disimulada en el tomate de las pizzas, y así había podido realizar todas las entregas antes de ingresar en el hospital.

Pero yo, que en el transcurso de la cena me mantuve al margen de la conversación, observando y reflexionando, advertí que la euforia inicial había dejado paso a la resignación de quien, habiendo tomado una importante decisión, comprende que ha rebasado el límite de sus posibilidades y considera aquélla un sueño pasajero e intrascendente. En vista de lo cual, finalizado el refrigerio, incluidos los helados con los que el señor Armengol, tras haberse sumado al grupo y haber comido a dos carrillos, tuvo la gentileza de aportar, afirmando que los helados de la prestigiosa marca Lombrices eran mejores que los de marcas más conocidas que invertían grandes sumas en publicidad y en envoltorios vistosos, a diferencia de la marca Lombrices, que envolvía los helados en papel de periódico y no se había anunciado jamás en ningún medio, tomé la palabra inesperadamente.

—Debería caérsenos la cara de vergüenza —empecé diciendo para captar la atención de los presentes, enzarzados en varias y ruidosas conversaciones cruzadas—. Hace un rato éramos un batallón de marines pero, en cuanto han aparecido unas pizzas y unos helados, nos hemos convertido en una auténtica piara. Sólo pensamos en comer y en beber y luego en dormir. ¿Qué se ha hecho, me pregunto, de aquellos aguerridos propósitos?

Todos volvieron hacia mí la mirada y, tras asimilar el sentido de mi reproche, hacia el Pollo Morgan, el cual, como tácito portavoz del grupo, dijo:

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? El tío de la foto nos ha dado plantón. Sólo nos queda esperar a mañana, a ver si viene.

—Mañana será tarde —repliqué—. Las cosas se hacen o no se hacen. Lo demás son excusas. Al principio de la reunión, el Juli ha informado de que había vuelto a ver al swami de la barba. Luego, seguramente por mi culpa, nos hemos ido por las ramas, pero ahora es preciso volver sobre este enigma y tratar de despejarlo. Para lo cual me propongo ir al centro de yoga esta misma noche, entrar y averiguar qué pasa ahí adentro.

Mientras hablaba me pregunté si mi propuesta respondía a un sincero deseo de conocer la identidad del misterioso individuo o, en realidad, al deseo de recuperar un protagonismo algo menguado desde el infortunado inicio de la velada. Pero como vi en el rostro de los oyentes la reacción admirativa provocada por mi propuesta, sostuve la mirada y el envite.

—A esta hora no habrá nadie en el centro —dijo el Juli, que consideraba de su jurisdicción el subtema del swami—. Habrá que forzar la puerta.

—O reventarla de un puntapié —dijo la Moski—, como en los tiempos del camarada Beria.

—¿Y si hay alguien dentro? —insinuó el Juli—. Por ejemplo, mi swami.

—Lo reducimos a golpes de kárate —dijo el repartidor de pizzas.

El Pollo Morgan pidió la palabra.

—Yo, a mi edad y con esta ropa, no me siento capacitado —dijo con un hilo de voz—. Si hubiera que salir huyendo por los terrados perseguidos por unos ninjas…

—Y yo —añadió el Juli—, no soy muy ágil y, como sabéis, de noche no veo ni torta. Además, si nos pillan, soy un sin papeles.

—Yo me apunto —dijo la Moski—. Tengo permiso de trabajo temporal. ¿Puedo dejar el acordeón en el restaurante?

El señor Armengol se negó: la casa no respondía de los artículos depositados en el guardarropa y, por lo demás, también quería sumarse a la expedición. Al final me vi obligado a calmar los ánimos.

—Esto no es un picnic —dije—. Como bien dice el Juli, no sabemos qué o quién se oculta bajo la apariencia inofensiva del centro de yoga. Ir de mogollón sería imprudente y nocivo. Iré solo con un voluntario para montar guardia mientras hago mis pesquisas. La Moski me puede acompañar. Los demás os podéis ir a dormir. Mañana os informaré de lo ocurrido.

La propuesta fue acogida con alivio. Se levantó la Moski, cogió el acordeón y nos dirigimos a la puerta. Antes de salir pregunté si alguien tenía una linterna. Como no era el caso, pedí al señor Armengol una caja de cerillas, imprescindible para los registros nocturnos, y salimos. Ya en la calle se nos unió Quesito.

—Déjeme ir con usted —dijo—. Soy buena abriendo cerraduras.

Era verdad y las circunstancias desaconsejaban desperdiciar una cualidad como aquélla. No sin vacilación y remordimiento le di permiso para acompañarnos, pero sólo hasta la puerta. Mientras hablábamos salió del restaurante el chico de las pizzas.

—Yo esto no me lo pierdo —dijo—. Tengo moto y en la caja podemos transportar el botín.

—De momento lleva el acordeón en la moto —le dije.

Caminando a buen paso los que íbamos a pie y a su aire el motorista, llegamos a las inmediaciones del centro de yoga cuando empezaba a chispear. A cubierto bajo el alero de los balcones, Quesito pidió a la Moski una horquilla, la enderezó, retorció una punta y con este adminículo abrió sin dificultad la puerta de entrada al edificio, para admiración de Mahnelik y orgullo de la Moski, a la que oí mascullar: ¡Ésta es mi niña!

Al entrar en el portal empezó a caer de nuevo un aguacero. El agua repicaba en la claraboya de vidrio y retumbaba en el hueco de la escalera. Ordené a la Moski montar guardia y avisar si entraba alguien sospechoso y subí con los demás hasta el segundo piso, alumbrados primero por el resplandor proveniente de la calle y luego a tientas. Llegados a la puerta del centro, golpeé suavemente con los nudillos: dos golpes espaciados y tres seguidos. Si dentro había un conciliábulo, alguien respondería a aquel simulacro de contraseña, aunque sólo fuera por curiosidad. Aguardamos unos segundos en el otro extremo del rellano, al amparo de la oscuridad, y como nadie acudía a la llamada, dejé actuar a Quesito. Abrir la puerta del piso le llevó más rato. La corriente de aire iba apagando las cerillas que yo prendía y cuando finalmente se abrió la puerta, sólo quedaba una.

Abrí una rendija y atisbé el interior: oscuridad y silencio infundían relativa confianza. Extremando la cautela entré de puntillas y ajusté la puerta para no llamar la atención de algún vecino o visitante si acertaba a pasar por allí, aunque el temporal me tranquilizaba a este respecto: sólo un imbécil o un necesitado abandonaría su hogar en una noche de perros como aquélla.

A excepción de algún relámpago, reinaba la penumbra en el centro de yoga. Las luces habían sido ahorrativamente apagadas y las persianas, bajadas. Aun así, la contaminación lumínica del alumbrado público se colaba por rendijas y desajustes y permitía distinguir la distribución del local y la ubicación de los objetos. Con esta ayuda y el recuerdo de mi anterior visita hice una rápida incursión y de ella extraje la errónea conclusión de no haber nadie salvo yo. Animado por ésta, fui encendiendo las lámparas y procediendo a un examen más sistemático de los a mi juicio puntos de interés.

La recepcionista utilizaba un ordenador. No lo puse en marcha porque no habría sabido cómo acceder a la información, en el remoto supuesto de que hubiera sabido cómo ponerlo en marcha. Me conformé con hojear una agenda donde la recepcionista hacía anotaciones relacionadas con la clientela.

La señora García debe ocho sesiones.

El señor Formigós es tonto.

La señora de Mínguez se tiñe el pubis.

La lista se prolongaba a lo largo de varias páginas. Por si las anotaciones respondían a un código secreto, me metí la agenda en el bolsillo trasero del pantalón y proseguí el registro. Una estancia algo mayor que las otras carecía de muebles. Sobre la moqueta marrón había esparcidas unas colchonetas de hule azul marino. Allí debían de impartirse las clases de yoga, a juzgar por los utensilios descritos y un difuso perfume de sándalo y sudor. En otro cuarto se acumulaban trastos heterogéneos: una fotocopiadora, una silla giratoria rota, varios rollos de papel higiénico, una cafetera con sus correspondientes vasitos de plástico, una bicicleta estática oxidada y un cucurucho con cuatro galletas sin gluten que también me guardé en el bolsillo para comérmelas al salir.

Expresamente había dejado para el final el despacho del swami. La puerta no estaba cerrada con llave y a primera vista su aspecto no difería del que presentaba la primera vez que estuve allí. Procurando no tropezar con las sillas, di la vuelta a la mesa y encendí la lámpara. El retrato del señor o señora con cabeza de elefante era, junto con la lámpara, el único objeto sobre la mesa. Me senté en la silla del swami, recosté los pies en un mullido puf y abrí el primer cajón. Contenía facturas y otros papeles de similar relevancia. Un talonario de cheques me permitió ver el saldo de la cuenta al primero de agosto: 2645,26 euros. No era una cifra significativa y seguramente correspondía a los gastos regulares de la empresa. Los documentos bancarios y las facturas de suministros iban a nombre de Pashmarote Pancha S. L.

El segundo cajón tampoco arrojó sorpresas, salvo unas fotos de Lavinia Torrada en distintas épocas y escenarios. En una de ellas, tomada en la playa, la interesada lucía un discreto bikini; las restantes no eran especialmente reveladoras. Me guardé la foto del bikini en el bolsillo, junto a las galletas, pero luego me arrepentí y la volví a dejar donde la había encontrado. Era evidente que el registro no iba a resultar fructífero. De todos modos, decidí proseguir con método, y en ello andaba absorto cuando un leve ruido me hizo levantar la cabeza y la inesperada aparición de una silueta humana en el marco de la puerta del despacho estuvo a punto de derribarme de la silla. Repuesto del susto, me indigné al reconocer a Quesito. La increpé a media voz.

—¿No te he dicho que me esperaras abajo? Entrar aquí no sólo es peligroso, sino ilegal. Allanamiento de morada. Te podrían caer seis años en un reformatorio.

—Le pido perdón —dijo ella—, pero como tardaba tanto, pensé que le podía haber pasado algo y he venido a ver…

Se disipó el enfado ante esta muestra de solidaridad y de valor. Eso, sin embargo, no mejoraba nuestra situación ni la gravedad delictiva del acto. Cerré el cajón y dije:

—Vámonos. No conviene tentar la suerte y aquí no hay nada de interés.

—¿Y eso que hay debajo de la mesa? —preguntó Quesito. Miré donde decía y vi un cuerpo inmóvil en postura fetal. Distraído con los cajones, no me había percatado de que no tenía los pies sobre un mullido puf sino sobre un mullido cadáver.

—Es un muerto, ¿verdad? —volvió a preguntar con un leve temblor en la voz.

—Debajo de la mesa y en esta postura, no es fácil hacer un diagnóstico —dije abandonando asiento y escabel y pasando al otro lado de la mesa—. De momento, vamos a sacarlo de aquí. Yo lo agarro de un zapato, tú del otro y tiramos cuando diga tres.

Lejos de hacer ascos al macabro encargo, Quesito procedió con presteza y sangre fría. Aunando esfuerzos conseguimos liberarlo de su encierro y ponerlo boca arriba en el suelo, no sin trabajo, porque el infeliz pesaba lo suyo y estaba tan bien encajado entre las patas de la mesa y la cajonera que al estirar nos quedamos con los zapatos en la mano y acto seguido, al asirlo por los tobillos, con los calcetines. La luz de la lámpara iluminó las blandas facciones del swami. No estaba frío ni parecía afectado de rigor mortis, pero su piel presentaba el insalubre color de la cera, no respiraba y no daba señales de vida por ningún otro conducto.

—Deberíamos hacerle el boca a boca —propuso Quesito—. Una vez vino al colegio un guardia urbano y nos lo hizo a todas, para la asistencia en carretera. ¿Lo intento?

Mal no podía hacer a ninguno de los dos el tratamiento, de modo que consentí. Quesito se arrodilló junto al cuerpo, aproximó la cara a la del swami y antes de aplicar sus labios a los de aquél, exclamó:

—¡Tiene algo dentro de la boca!

Me agaché a su lado y tirando de la nariz y el mentón conseguí obligar al interfecto a separar las mandíbulas. Estirando poco a poco y con cuidado, Quesito extrajo una bola de papel de regular tamaño que, una vez desplegada, resultó ser una página doble de La Vanguardia ocupada íntegramente por un anuncio de las rebajas de verano de El Corte Inglés. Ésta parecía ser la causa de su asfixia, pero como no se apreciaban signos de violencia, aquélla debía de haber sido provocada por la propia víctima. Como si leyera mi pensamiento, dijo Quesito:

—A lo mejor se trata de un suicidio. Una vez, en el colegio, un profe se inmoló a lo bonzo para protestar por el modelo educativo. El director aprovechó para explicarnos la guerra de Vietnam contra Cataluña.

—No veo otra explicación, pero es raro suicidarse con un anuncio de El Corte Inglés. Tal vez estaba practicando un ritual perverso.

Quesito había vuelto a examinar al swami e interrumpió mis conjeturas.

—Yo diría que vuelve a respirar —dijo. En efecto, liberada de la obstrucción, la garganta del swami dejaba escapar un agónico gorgorito—. Hemos de llamar a una ambulancia.

—No. Los de la ambulancia avisarían a la policía. Eso no nos conviene. Y si llamamos y nos largamos antes de que llegue la ambulancia nos quedaremos sin saber qué ha pasado. Claro que no podemos esperar indefinidamente a que tenga a bien recobrar el conocimiento. A lo mejor está en coma. Y pesa demasiado para llevárnoslo entre los dos. No sé qué hacer.

Mientras reflexionaba, Mahnelik hizo su providencial aparición, llevando una caja de pizza. También él se había sentido inquieto por nuestra tardanza y había subido a ver si todo estaba en orden. Le agradecí el gesto y se encogió de hombros.

—A mí usted me la suda —dijo—, pero la chica es mona. Además, con la caja de pizza estoy a cubierto de cualquier contingencia: si me trincan digo que venía a hacer un delivery. ¿Y este fiambre?

—Nadie que tú conozcas. Deja de hablar y échanos una mano —le dije secamente.

Entre los tres cargamos al swami. Mahnelik estaba nervioso porque había tenido que desprenderse momentáneamente del embalaje y se sentía desprotegido. Antes de abandonar el centro propiamente dicho, abrí la puerta, escudriñé el exterior y del silencio y la oscuridad inferí que no había moros en la costa. Salimos al rellano. La corriente de aire cerró la puerta a nuestras espaldas. Volver a abrir para apagar las luces, recoger la caja de la pizza y, en general, borrar la huella de nuestra presencia, habría sido largo y arriesgado. E imposible, pues de repente alguien encendió la luz de la escalera. Nos quedamos inmóviles, conteniendo la respiración. Ignorante de nuestra presencia, la alargada sombra de un hombre corpulento, de larga barba y melena, ascendía con paso cansino y respiración agitada, llevando en la mano algo que parecía un arma terrible, quizá un mortífero kris, quizá simplemente un paraguas.

—¡Maldita sea —dije entre dientes—, esto es una concentración de swamis! ¡De prisa, al piso de arriba!

Subimos con tanta rapidez como nos permitía el bulto. En el rellano del tercer piso nos detuvimos jadeando. Desde allí oímos abrirse y cerrarse la puerta del centro de yoga. Sin perder un instante, nos precipitamos escaleras abajo. Cruzamos frente a la puerta del centro de yoga y proseguimos la fuga sin pausa. Al llegar al primer piso se abrió de nuevo la puerta del centro de yoga y una voz estentórea gritó:

—¡Alto! ¡Ladrones! ¡Secuestradores!

Por más que corríamos, coordinar los movimientos de cuatro personas, sobre todo cuando una de ellas está exánime y ha de ser llevada en volandas por las otras tres, no resultaba fácil ni eficiente: ora uno perdía pie, ora la cabeza del swami chocaba contra los barrotes de la barandilla, ora nos quedábamos atorados tratando de efectuar un giro en la estrecha caja de la escalera. La persecución habría acabado pronto y mal si de improviso no hubieran invadido la relativa tranquilidad de la noche las escandalosas notas del acordeón de la Moski. Alarmados por lo que pretendían ser los primeros compases de La Internacional, varios vecinos se asomaban a las puertas de sus respectivos domicilios, vestidos unos y otros en atuendo nocturno no siempre acorde con la moda, la elegancia y la decencia. Retrocedió ante el alboroto nuestro perseguidor, sin duda remiso a ser visto por la gente, y así pudimos reunirnos en el portal con la Moski, que seguía dándole al fuelle, y a continuación los cuatro ganar la calle con nuestro trofeo a cuestas.

No obstante, llovía.

En tales circunstancias resultaba doblemente embarazoso cargar con un ser humano en la plenitud de su desarrollo. Sólo Mahnelik, Quesito y yo podíamos dedicarnos a esta labor, ya que la Moski debía cargar con el acordeón y encima protegerlo de la lluvia. Si el swami hubiera recobrado el conocimiento, nos habría liberado de su peso, pero como en los forcejeos anteriores había perdido los zapatos era dudoso que hubiera querido meter los pies en una calzada devenida torrente caudaloso. Seguimos, pues, con él a cuestas, por más que la visión de tres personas transportando el cuerpo inanimado de una cuarta a medianoche bajo el aguacero y en compañía de una acordeonista entrañaba la posibilidad de llamar la atención de las autoridades o de un simple ciudadano que pudiera informar a éstas. Y nuestras fuerzas flaqueaban por momentos. Por fortuna, el único testigo de tantos contratiempos era una figura contrahecha que, cubriéndose la cabeza de la lluvia con un cartón, cruzaba la calle, venía directamente hacia nosotros y expresaba jadeando su remordimiento por habernos abandonado en lo que, con razón o sin ella, consideraba su demarcación. Poca ayuda física podía prestarnos el Juli, pero a cambio nos ofreció una valiosa información y una sensata sugerencia.

—Acabo de ver el Peugeot 206 del fiambre que transportáis aparcado en aquella esquina. A él no le importará prestárnoslo. A mí abrir puertas y hacer el puente no se me da, pero es probable que el difunto tenga las llaves en algún bolsillo.

La suposición del Juli resultó cierta y en menos de un minuto estábamos los seis en el interior del vehículo, bastante apretujados pero a cubierto del temporal.

Recobrado el ánimo, pregunté si alguno de los presentes sabía conducir. Mahnelik dijo tener nociones, pero se negó a servirnos de chófer: debía recuperar la motocicleta y devolverla a la pizzería antes de la una, porque sólo le estaba permitido usarla en horas de apertura y respondía de su integridad y buen uso. Aceptadas sus razones, se despidió asegurando haber pasado una noche muy instructiva y prometiendo personarse de nuevo en el restaurante con nuevos y exquisitos productos si no le despedían o sin ellos en caso contrario. Dicho esto, se apeó, fue adonde estaba la moto, saltó sobre el sillín, encendió el motor, arrancó y no tardó en estrellarse contra un árbol. No había tiempo que perder, así que los dejamos maltrechos, a él y a la moto, y partimos.

Huelga decir que ni el Juli ni la Moski ni yo habíamos empuñado un volante en nuestras vidas, por lo que nos vimos obligados a delegar la conducción en Quesito, la cual si bien estaba lejos de tener la edad legal para obtener el permiso de conducir, había recibido lecciones de Rómulo el Guapo. Las lecciones habían sido insuficientes o ella no era una alumna aplicada, porque el motor se caló varias veces y no salimos del estacionamiento sin haber astillado los faros y abollado los parachoques del vehículo de delante y del de detrás, por no hablar de los daños sufridos por el nuestro. Pero la perseverancia dio sus frutos y finalmente recorrimos a gran velocidad y haciendo eses una ciudad afortunadamente desierta. El Juli, la Moski y yo nos protegíamos con los pies y las manos de los bandazos, frenazos y acelerones, lo que no nos libraba de algún coscorrón ocasional; pero el pobre swami, librado a sus inexistentes fuerzas, dio tantos tumbos y recibió tantos golpes que, de haber recobrado el conocimiento, de fijo habría vuelto a perderlo ipso facto.

Sanos y salvos, pese a todo, llegamos a la puerta de la peluquería. Con buen criterio, la Moski había propuesto inicialmente llevar al swami a mi casa, donde habrían podido serle administradas mejores atenciones, pero yo me negué a ello, en parte por no cargar de nuevo con el bulto escaleras arriba y en parte, porque si bien no me importaba que fueran conocidas la existencia y la ubicación de la peluquería, e incluso procuraba darle publicidad por todos los medios a mi alcance, en lo tocante a mi casa siempre he preferido, como los famosos, preservar la intimidad que sólo brinda el anonimato.

• • •

Todavía vagaba el karma del swami por donde suelan hacerlo semejantes partes cuando depositamos la forma corporal de aquél en el suelo mugriento de la peluquería. Me costó convencer a Quesito de la conveniencia de regresar a su casa. No quería perderse el desenlace de la aventura ni lo que podía contarnos el swami cuando volviera en sí y la idea de inquietar a su madre con una prolongada ausencia nocturna no parecía hacerle mella. Por suerte, la de no despertar sospechas acerca de sus correrías nocturnas le pareció más romántica y aceptó partir, no sin antes haber entregado las llaves del Peugeot 206 como medida precautoria. Para entonces, la lluvia había remitido y tras acompañarla a la parada del autobús y esperar la llegada de un nocturno, regresé junto al cuerpo del swami a tiempo para impedir que la Moski le rociara la cara con un aerosol altamente tóxico que se anunciaba con letras grandes como poderoso revitalizador. Friegas y aspersiones de agua del grifo surtieron el efecto deseado y el reloj de la parroquia acababa de dar las dos cuando el swami abrió los ojos, emitió unos ronquidos y preguntó dónde estaba, como suele hacerse en semejantes casos. Antes de obtener respuesta, advirtió el mobiliario y utillaje que le rodeaba y reconoció hallarse en una peluquería de señoras. Creyendo haber muerto y traspasado el umbral del más allá, esta visión del otro mundo, tras haber consagrado su vida a meditar sobre misterios esotéricos, debió de resultarle bastante decepcionante. Le aclaramos su condición física, le aseguramos que se encontraba a salvo de cualquier peligro, al menos por el momento, le explicamos dónde y cómo lo habíamos encontrado y le pedimos que nos explicara lo sucedido. Mientras yo hablaba con él, el swami nos miraba ora al uno ora a la otra, y mis palabras no disipaban su desconfianza. Finalmente, fijó la mirada en mi rostro, lo examinó con detenimiento a la luz proveniente de la calle, pues no habíamos juzgado prudente encender una lámpara que revelara la presencia del grupo en aquel local a aquella hora, y exclamó:

—¡Yo esta cara la conozco! Usted es el inspector que vino al centro hace un par de días. Y ayer mismo acompañé a Lavinia a una peluquería. Me dijo que venía a lavar y marcar. Me tuvo esperando un buen rato y salió tal y como había entrado. Hum. Me parece que voy atando cabos. Dígame la verdad, ¿estoy envuelto en una conjura? ¿Tal vez en dos? No me engañe: estoy espiritualmente preparado para asumir la verdad.

Confirmé sus conclusiones, pero le tranquilicé asegurándole que de las dos conjuras, la nuestra era la buena. Éramos amigos de Lavinia y, por ende, amigos de sus amigos, entre los cuales el swami ocupaba un lugar preeminente. Recobrada la confianza y animado por este halago, procedió entonces él a referir lo ocurrido en las horas previas, así como sus antecedentes inmediatos.

Desde hacía unos días el swami venía notando algo raro en el centro de yoga: pequeños cambios en la disposición de los objetos, la mengua o desaparición de algún artículo de poca importancia y bajo costo, en fin, detalles nimios para quien tiene puesta la mente lejos de lo que él mismo denominaba despectivamente futesas. Con todo, una parte de su espíritu se mantenía alerta a pormenores mundanos cuyo descuido podía echar a pique la empresa. Las anomalías habrían pasado inadvertidas en otra época del año, cuando mucha gente entraba y salía del centro para asistir a las clases de yoga y meditación, pero justamente el mes de agosto no había clases, las consultas particulares eran pocas y, de hecho, en las últimas semanas, salvo mi visita extemporánea, sólo habían puesto los pies en el local la secretaria y el propio swami, que aprovechaban los días de asueto para poner al día las cuentas y programar la próxima temporada de meditación y yoga. Por este motivo, dijo, las anomalías habían llamado su atención. Instado a ofrecer alguna muestra específica de lo que él consideraba anomalías, mencionó el consumo inusual de papel higiénico. Ciertamente, en verano no son raros los trastornos intestinales, reconoció, pero ni él ni su secretaria, a la que interrogó al respecto, habían padecido en los últimos tiempos este tipo de molestias. Otro caso similar lo constituía la disminución exagerada del agua embotellada de que el centro disponía para la hidratación de la clientela. El swami llevaba de estos gastos una contabilidad rigurosa y no tardó en adquirir la certeza de que alguien estaba haciendo uso de las dependencias durante la ausencia del titular y la secretaria.

—¿Podría precisar qué día empezó a notar las anomalías? —le pregunté.

—Con exactitud, no. Como le acabo de explicar, eran detalles nimios que percibí de un modo paulatino. Pero yo diría que el fenómeno, si así podemos llamarlo, se remonta a unos ocho días atrás.

—¿Hacia el 18 de agosto?

—Más o menos. Recuerdo que fue después del 15. ¿Tiene importancia?

—Sí. ¿Conoce a un hombre llamado Rómulo el Guapo?

—Por supuesto. Es el marido de Lavinia. No lo he visto en persona, porque ella prefiere mantenerlo en la ignorancia de la estrecha pero del todo irreprochable relación de amistad que nos une desde hace años. Es natural: un delincuente que ha estado recluido en un sanatorio, codeándose con la escoria de la sociedad, difícilmente podría creer que no haya habido contacto carnal entre una mujer tan agraciada y un hombre como yo que, si ánimo de alardear, tiene un físico atractivo, un negocio floreciente y un cochazo. Pero la pregunta, ¿a qué venía?

—Hacia el 15 de agosto, Rómulo el Guapo y una acompañante misteriosa se entrevistaron en un hotel de la Costa Brava con un tal Alí Aarón Pilila. ¿Le suena el nombre?

—No.

—Pues a partir de ahora le sonará. Alí Aarón Pilila es un peligroso terrorista y por lo que usted nos cuenta y nosotros llevamos visto y oído, cabe pensar que prepara un atentado en Barcelona y, por añadidura, que utiliza el centro de yoga como refugio y la personalidad de usted como tapadera.

Al oír estas frases agoreras, el swami juntó las yemas de los dedos pulgar e índice, respiró hondo, puso los ojos en blanco y murmuró:

—¡Jolines! —Tras lo cual volvieron a su lugar las pupilas y añadió—: No se inquieten. Me estaba relajando ante la noticia recibida. Si pudiera, levitaría, en parte para evadirme de la angustia y en parte porque el asiento está mojado y noto una sensación desagradable en los calzoncillos. Pero todavía no he alcanzado el grado de pureza necesario. Claro que si lo hubiera alcanzado no necesitaría calzoncillos. ¿De qué hablábamos?

—De las pequeñas anomalías detectadas por usted en el centro de yoga. Prosiga su relato.

Alertado por las citadas anomalías y alarmado por el gasto que éstas acarreaban, el swami decidió investigar personalmente el origen y autoría de aquéllas sin poner sobre aviso de sus intenciones a la secretaria ni a ninguna otra persona. Para lo cual regresó la noche de autos al centro de yoga a eso de las diez, encontrándolo vacío y en orden. Un examen más detenido le reveló la presencia de un periódico abierto sobre la mesa de su despacho. El descubrimiento avivó sus sospechas, pues él, ajeno a lo presente, no leía ningún periódico, salvo la prensa deportiva y sólo durante la temporada de Liga. La sospecha se entreveró de inquietud al advertir que el periódico estaba abierto por una página en la que salía retratada una señora alemana llamada Angela Merkel. El texto no habría interesado al swami de no haber estado cruzado por unas letras rojas de grueso trazo que decían: MURDER. O quizá MORDEN, en alemán. Erizáronsele los pelos al asombrado swami ante la innegable implicación del grafismo. Alguien planeaba la muerte violenta de una turista, pensó, y de inmediato se dirigió con el periódico en la mano al mueblecito de la recepción desde donde se disponía a llamar a la policía y comunicarle su descubrimiento, cuando, apenas descolgado el auricular, le detuvo un ruido en la cerradura de la puerta de entrada: alguien entraba forzando la cerradura. Colgó, regresó a su despacho de puntillas, apagando a su paso las luces, y se ocultó debajo de la mesa. Temblaba pensando que le aguardaba un fin terrible e inevitable si era descubierto con el periódico que le hacía conocedor de los planes del asesino. A falta de una idea mejor, empezó a comerse La Vanguardia como único medio de eliminar la prueba. Al cabo de un rato se le hizo tal bola en el esófago que sintió síntomas de asfixia y se desvaneció. Lo siguiente fue despertar en una peluquería rodeado de desconocidos y cubierto de magulladuras.

Cuando hubo concluido su relato, le aclaré los puntos oscuros de éste para él, a saber: que quien un rato antes había interrumpido la llamada telefónica a la policía no había sido el asesino, sino nosotros; que nuestra intrusión, aunque pareciera lo contrario, le había salvado de caer en manos del verdadero asesino, que compareció al cabo de unos minutos de descubrir nosotros su presencia bajo la mesa, y que los moretones se debían a una conducción algo brusca.

—Al final —dije—, todo ha salido a pedir de boca. Usted está en lugar seguro y ahora sabemos cuáles son los planes de nuestro terrorista: asesinar a Angela Merkel, que no es una simple turista, sino la canciller de Alemania. Si el asesinato se cometía en Barcelona, el diabólico plan sembraría el caos en la economía europea y, de paso, echaría un baldón sobre nuestra ciudad y su Ayuntamiento.

—No daría crédito a mis oídos —dijo el swami—, si yo mismo no fuera un eslabón en la cadena causal por usted descrita. Lo que no entiendo es por qué estamos hablando tanto en vez de avisar a la policía como yo intentaba hacer cuando usted interrumpió la llamada y estuvo a un tris de interrumpir el curso de mi ilusoria existencia.

—Venga, venga, camarada swami —dijo la Moski—, si fuera tan ilusoria no te habrías zampado un periódico entero de pura jindama.

—En cuanto a la policía —añadí yo—, de nada serviría prevenirla. ¿Quién haría caso de las sospechas no sustanciadas de un swami de pacotilla, un peluquero al borde de la ruina y un puñado de artistas callejeros?

Callé la posibilidad de ponerme en contacto con la subinspectora Arrozales, a la que tal vez hubieran interesado nuestras andanzas. Pero me retenía de hacerlo, al menos por el momento, el convencimiento de que Rómulo el Guapo estaba o había estado envuelto en el proyecto de magnicidio, en cuyo caso mi deber de amigo era salvarlo al borde mismo del precipicio al que su irresponsabilidad amenazaba con precipitarlo. Eso en el supuesto de que todavía estuviera vivo.

—Es verdad —convinieron el swami, la Moski y el Juli—. Pero tampoco podemos quedarnos con los brazos cruzados.

—Y no lo haremos —dije yo—. Algo se me ocurrirá.