10. Una proposición y un cónclave

Apenas se hubo ido el afable e inoportuno anciano, entró la Moski cargada con su descomunal instrumento, para informarme sobre los movimientos de Lavinia Torrada. La información era fútil, puesto que yo sabía muy bien dónde había estado aquélla aquella mañana. Pero la dejé hablar.

—La trajo el tío del Peugeot 206 —dijo al finalizar el pormenorizado relato— y la estuvo esperando para llevarla de nuevo a la casa de ella. Allí la vigila el camarada Bielsky. Lo del coche es una pejiguera, porque no la puedo seguir al no estar yo motorizada. Por suerte, se me ocurrió subcontratar al hijo de una amiga, un chico de toda confianza, que es repartidor de pizzas, tiene una motocicleta y por las mañanas no pega sello. Esta noche, en una pausa del reparto, se dejará caer por el restaurante. Así lo conoces.

—Está bien —dije—, pero avisa al señor Armengol, porque también he citado en el restaurante a un camarero. Por lo visto tiene unas fotos pertinentes al caso. Lo malo es que no sé cómo pagar lo que pide por ellas.

Desde que se fue la Moski hasta las dos menos cinco estuve contando los minutos que me separaban de la comida. No era una actividad enriquecedora desde el punto de vista intelectual ni desde ningún otro punto de vista, pero me distraía de mi tribulación predominante, a saber, el dinero. Estar sin blanca no me preocupaba, siendo en mi caso una situación crónica, pero no estaba acostumbrado a tener deudas ni a presupuestar el futuro a la baja. Mi posición financiera era abisal: al margen del crédito de la Caixa, por mí a ratos olvidado pero ni un instante por la citada entidad, les venía debiendo a mi cuñado y al señor Siau; la cuenta del restaurante iba en aumento, al igual que la nómina, y aquella misma noche había de darle sesenta euros al camarero cinéfilo contra entrega de las fotos. Me resistía a recurrir de nuevo al señor Siau, no porque a él le faltara liquidez, a juzgar por el flujo incesante de personas que entraban y salían del bazar, sino por no abusar de su generosidad, sobre todo cuando tenía la certeza de no poder devolverle nunca el préstamo, salvo por un inesperado giro de la rueda de la fortuna, cuyos engranajes no parecían funcionar con suavidad ni viveza. Pero no quedaba otra salida y la perspectiva de dar un nuevo sablazo a quienes tan bien se portaban conmigo enturbiaba la expectativa del convite primero y más tarde, su degustación.

Durante toda la comida me mantuve al acecho de una oportunidad para introducir el tema como al sesgo, pero no hubo manera. En vista de ello, decidí esperar al término de la reunión para hacer un aparte con el señor Siau y hablarle sin tapujos. Mas he aquí que a los postres, y en presencia de toda la familia, el propio señor Siau sacó el tema dirigiéndose a mí en los siguientes términos:

—Honorable huésped, vecino y amigo. No es un secreto para usted el afecto que esta humilde familia le profesa y que quiero creer recíproco. No hace falta que conteste. Esto es sólo el principio de mi discurso. Ahora viene lo sustancial. Hace tiempo que venimos observando el funcionamiento de su gran peluquería. No por rivalidad comercial ni para meter nuestras humildes narices en sus honorables asuntos, sino movidos por el gran afecto antes mencionado. No le sorprenderá saber que el resultado de nuestras observaciones no nos ha dado motivos para confiar en el honorable futuro de su gran peluquería.

Carraspeó y yo habría aprovechado la pausa para agradecer su interés y refutar sus conclusiones, si la señora Siau, que se sentaba a mi lado, no hubiera posado disimuladamente la mano en mi antebrazo en clara indicación de que debía guardar silencio y dejar hablar a su marido, el cual, cuando hubo carraspeado y tosido, o quizá entonado una coplilla en su idioma, prosiguió diciendo:

—La culpa no es de usted, al contrario. Usted es un gran peluquero. La culpa es de la catastrófica coyuntura. En tales circunstancias, me es forzoso traer a colación la gran máxima: cuando sopla el vendaval, el junco que se inclina etcétera, etcétera. ¿Ve a dónde quiero ir a parar, honorable amigo?

—No, señor —respondí sinceramente. Y adelantándome a un posible ofrecimiento añadí—: Pero debo advertirle que ya tengo un crédito de la Caixa.

—Lo sé —repuso el señor Siau con benévola sonrisa—. El director de la gran sucursal, el honorable señor Riera, de quien somos humildes clientes, como su honorable esposa, la señora Riera, lo es de este humilde bazar, donde nos honra surtiéndose de grandes bragas y otras honorables prendas, el honorable señor Riera, como le decía, me ha comentado a menudo, siempre en los términos más oblicuos y discretos, la situación crediticia de su honorable empresa, añadiendo, con gran congestión de su honorable rostro, que si todavía no han recurrido a la vía ejecutiva es por no saber qué hacer con las grandes porquerías, de acuerdo con su propia peritación, objeto de un posible embargo.

—Los expertos aún no han emitido un dictamen definitivo —alegué.

—Pronto lo harán —dijo el señor Siau con aire sombrío. Y a renglón seguido, subiendo una o dos octavas el tono de la voz para imprimir un carácter más positivo a su exposición, agregó—: Pero eso da lo mismo. En realidad, no le estoy haciendo estas consideraciones para sumirle en el desconcierto, sino como exordio o introducción a la propuesta que me dispongo a hacerle y con la que estoy seguro de que resolveremos la situación a plena satisfacción de todos. Crea que sólo me mueve a dar este paso el deseo de ayudarle y la natural aversión de un honorable comerciante a contemplar el hundimiento de una gran empresa que reunía todas las condiciones para ser próspera. Sepa también que antes de tomar esta decisión, he consultado a mi honorable esposa, a mi hijo, pese a ser un poco corto de luces y, por supuesto, a mi honorable padre, como se ha de hacer siempre con los ancestros, aunque estén en una etapa vegetal. ¿Té?

—¿Cómo dice?

—Si le apetece un poco de té.

—No, gracias. Preferiría conocer la naturaleza de su propuesta sin más dilación.

—Ah, sí. Disculpe mi humilde manera de abordar los grandes negocios. Retórica oriental, demasiado sutil, lo reconozco. A menudo no sabes de qué te están hablando y ya te la han metido, como decía Sun Tzu. Mi honorable proposición, sin embargo, no encierra misterio alguno. Se trata, en pocas palabras, de que usted nos traspase su gran local. Usted podría seguir trabajando en él, como hasta ahora, si bien el negocio debería someterse a variación: cerraríamos su gran peluquería y abriríamos un humilde restaurante. Mi honorable esposa cocinaría y usted se ocuparía de la parte noble: atender a los honorables comensales, servir las mesas, lavar los platos y otras actividades relacionadas con el honorable arte de la hostelería. Percibiría un humilde sueldo, más las grandes propinas y tendría comida y cena gratis. Riesgo, ninguno. Nosotros nos ocuparíamos de las obras, el mobiliario, la vajilla, la cubertería, la cristalería y las provisiones. Y de la nueva decoración, naturalmente. A cambio de esto, y sin gasto alguno por su parte, cancelaríamos las honorables deudas contraídas por su gran empresa y por usted mismo hasta la fecha de la firma del contrato.

Hizo una nueva pausa y ante mi silencio, que él debió de tomar como muestra de aquiescencia y no de estupor, continuó:

—Sabemos que el local y la empresa no están a su nombre, sino al de su honorable cuñado. Este aspecto legal no debe preocuparle. Hablaremos con él y llegaremos a un acuerdo satisfactorio. Ya hemos iniciado gestiones en este sentido. También nos ocuparemos del papeleo. Lamentablemente, no podremos poner la nueva empresa a su honorable nombre a causa de sus no menos honorables antecedentes penales. Pero usted seguirá siendo el alma del negocio o, según nuestra fisiognomía, los pies. Hemos estado pensando el nombre del restaurante. Mi honorable padre, en recuerdo de los orígenes del local, proponía llamarlo El Pabellón Peludo, pero al resto de la familia no nos acababa de sonar bien. Con sumo gusto escucharemos las sugerencias que usted nos haga. El honorable uniforme de trabajo también lo diseñaremos entre todos. ¿Qué me responde?

Algo debía decir, pero por más que me devanaba los sesos no encontraba palabras y, en consecuencia, sólo conseguía articular sonidos guturales. Abrí la boca varias veces y otras tantas la volví a cerrar, menos la última. Advirtiendo mi confusión, la señora Siau volvió a posar su mano en mi antebrazo y dijo con suavidad:

—Como es lógico, no puede responder a una proposición tan interesante sin haber meditado con calma y asimilado el gran alcance de su contenido. Nos hacemos cargo y tenemos la prudencia como la primera y más alta de las virtudes.

—Y la segunda, tenerlos bien puestos —dijo el pequeño Quim.

Recibió la correspondiente dosis de capones y yo, aprovechando este festivo interludio, murmuré una excusa y salí precipitadamente del bazar.

Tan confuso estaba por la conversación y tan absorto en mis cábalas, que en el corto trayecto del bazar a la peluquería no advertí que el cielo, desde varias semanas atrás de un azul sin mácula, se había cubierto repentinamente de nubes negras, reventonas y malcaradas, por lo que, cuando a escasos metros de la meta un goterón me dio en la frente y otro en el hombro derecho, los tomé por impactos de palomas que se divertían usándome de blanco de sus deslavazados menesteres. Pero apenas mi mente había acabado de forjar este infundio, retumbó un trueno y descargó un aguacero tan tupido y violento que antes de alcanzar cobijo en el local en dos zancadas, quedé calado de la cabeza a los pies, ropa interior incluida. De no haber sido por este fenómeno atmosférico típico de la estación, tal vez al llegar a la puerta de la peluquería habría pasado de largo y, acelerando la marcha, habría seguido caminando sin volver la vista atrás ni dirigir una mirada de soslayo al local y todo cuanto éste había significado para mí hasta unos minutos antes. Sin embargo, el instinto de conservación del cuerpo me hizo entrar precipitadamente en la peluquería y el instinto de conservación de la ropa, a quitarme la que llevaba puesta y tratar de salvarla del encogimiento. Los zapatos, en especial, presentaban mal aspecto y auguraban una buena cosecha de moho, por lo que los metí como pude en el secador del pelo y lo puse en marcha hasta que un chisporroteo y un fuerte olor a cables chamuscados me indicaron la conveniencia de suspender la operación. Mientras tanto, el local se iba anegando, en parte por la lluvia que rebasaba el nivel de la acera y entraba por la puerta con burbujeante oleaje, y en parte por el regolfo de un bajante comunal al que tiempo atrás se me ocurrió conectar el desagüe de la pila destinada a lavar el pelo de las clientas y lo hice con tan poco acierto que a partir de entonces, una veces con razón y otras sin ella, brotaba un surtidor de aguas fecales, con el consiguiente enfado de quien en aquel momento tuviera la cabeza en remojo. Sin perder un segundo, puse ropa y calzado sobre una repisa y me dispuse a achicar el agua. Como el cubo de latón presentaba varias rajas y agujeros en el fondo y los costados, hube de recurrir al lebrillo de la manicura para recoger los chorritos que iba soltando el cubo y así, haciendo malabarismos con ambos recipientes, conseguí llegar varias veces a la puerta y verter en la riera exterior lo poco que quedaba en ellos. De lo que cabe inferir que no me habría librado de la inundación si la tormenta no hubiera cesado con tanta prisa como la que se había dado en comenzar.

Todavía chispeaba en el exterior y seguía siendo el interior caudalosa cloaca cuando el abuelo Siau asomó sus apergaminadas facciones e hizo amago de entrar sin atender a mis ademanes disuasorios. En una mano llevaba un paraguas abierto y otro paraguas cerrado y una bolsa en la otra mano.

—Como el tiempo está cambiante —gritó desde el exterior—, se me ha ocurrido traerle un paraguas por si ha de salir y una muda, imprescindible, según veo, porque va como vino a mundo. Póngase esta prenda: vestido floral de concubina cien por ciento nilón, antes 29,95 euros, ahora sólo 7,95 euros.

Desvié la mirada y la atención del anciano y continué con mis actividades titánicas en todas las acepciones del término. Al cabo de un rato, como no se iba, dije:

—Si ha venido a inspeccionar el local, puede volver y contar a sus parientes lo que ve. A lo mejor cambian de idea.

Sin perder su inescrutable expresión ni enderezar el espinazo, el apacible anciano cerró su paraguas, cruzó el umbral y hundió los pies en el lodazal, no sin antes haberme mostrado, para mi tranquilidad, que llevaba puestas unas botas altas de plástico verde con incrustaciones de gatitos.

—Vengo preparado para estas contingencias —dijo refiriéndose a la inundación—, y también para su mal humor. Paraguas y vestido sólo eran pretexto para visita, pero mi humilde estratagema ha sido desbaratada por su gran inteligencia. ¿Puedo subirme a sillón? Humedad es fatal para articulaciones. Y acupuntura no sirve para nada: treinta años pinchándome nalgas y mire cómo estoy de torcido.

Ante mi frío asentimiento, se encaramó al sillón y cruzó las piernas. Yo, tras ponerme el vestido por mor de la cortesía y el recato y también porque el chaparrón, siquiera momentáneamente, había limpiado la atmósfera y hecho bajar la temperatura, seguí con lo mío, y él, después de observarme un rato en silencio, dijo:

—Como veo que esto va para largo, expondré sin rodeos mi punto de vista respecto de situación actual. No me refiero a lluvia sino a futuro de su gran peluquería y a futuro de usted. He observado su reacción cuando mi honorable hijo le hizo una también honorable proposición. Piense, ante todo, que última decisión es suya: puede decir sí, puede decir no y puede dar callada por respuesta. Entenderemos cualquier opción y ninguna disminuirá nuestro gran respeto y afecto por usted. A mi humilde entender, decisión no es difícil, pero sí dolorosa. Tiempos cambian y nosotros no. Ahí está madre de cordero.

Como al conjuro de estas serenas y profundas consideraciones, había perdido el escatológico surtidor su virulencia, refluían las aguas a la calle y, de un modo similar, se disolvían mi consternación y mi cólera, dejando en mi ánimo un legamoso sustrato de cansancio. Advirtiendo mi lasitud, prosiguió el abuelo Siau su parlamento.

—Desde primer día de nuestro mutuo conocimiento, en bazar, comprendí que usted y mi humilde persona éramos espíritus gemelos, como constelaciones Patím y Patám en nuestro firmamento. Mi honorable hijo, así como mi honorable nuera, pertenecen a otra generación. Y entre ellos y pequeño Quim, diferencia es abismal. ¿Somos distintos? No. Naturaleza humana manifiesta tendencia a engordar pero no cambia. Más hidratos de carbono, mismos genes. Misma ambición, mismos temores, mismos sueños. ¿Cuál es diferencia? Sólo educación. Cuando yo iba a escuela rural, aprendíamos de memoria lista de gloriosas dinastías. He olvidado casi todo pero aún puedo recitar lista de carrerilla. Quing, Ming, Yuan, Song, Tang, Sui, Han, Xin, Quin, Zhoy y Shang, por no entrar en variantes. ¿Qué queda de aquella enseñanza? Casi nada. ¿Y de aquellas gloriosas dinastías? Menos. Todo tiene su tiempo, todo pasa. A verano sigue invierno. En Barcelona no, pero también excepciones tienen su regla.

Suspiró, hizo una profunda pausa y siguió hablando con la mirada perdida en el vacío, como si estuviera dialogando con sus propios ancestros.

—Nos dijeron: nada más grande que Emperador, porque Emperador es hijo de cielo. A fuerza de oír cantinela, algunos pensaban: será verdad. Otros pensaban: será mentira. Por causa de estas conclusiones vino guerra. Luego Larga Marcha y Libro Rojo. Y ya ve cómo hemos acabado. Adaptándonos a tiempos modernos. Durante siglos tuvimos dominación extranjera y pasamos hambre que te cagas. Ahora hemos aprendido lección, hemos sabido aprovechar oportunidad y nos hemos hecho amos de medio mundo. Ha sido triunfo de realismo sobre fantasías, de humildad sobre arrogancia. Occidente está en crisis y causa de crisis no es otra que arrogancia. Mire Europa. Por arrogancia quiso dejar de ser conjunto de provincias en guerra y convertirse en gran imperio. Cambió moneda nacional por euro y ahí empezó decadencia y ruina. Occidentales son malos matemáticos. Buenos juristas, buenos filósofos, mentalidad lógica. Pero números no son lógicos. Lógica está supeditada a criterios morales: bueno, malo, regular. En cambio números son sólo números. Ahora europeos no saben cuánto dinero tienen en banco ni cuánto valen cosas. Gastan sin ton ni son, se hacen lío y piden crédito a Caixa. Nosotros, por nuestra parte, no somos lógicos. Nuestra filosofía y nuestras leyes no tienen pies ni cabeza. Sólo mandarines entendían leyes y ya no quedan mandarines. Sin embargo, números son nuestra especialidad, quizá porque somos muchos.

Aproveché un breve desfallecimiento respiratorio del sentencioso anciano para intercalar una pregunta pertinente.

—¿Significa todo esto que según usted debo aceptar la proposición de su hijo?

Desvió del techo sus ojos rasgados para dirigirlos hacia mí y levantó las manos sarmentosas en ademán dubitativo.

—Si tuviera respuesta no habría clavado este rollo. Usted y yo, como dije antes, somos harina de mismo costal. Somos grandes filósofos, malos comerciantes. Demasiadas preguntas. Al revés de mi honorable hijo, gran comerciante. También gran idiota. Quizá me ciega amor paterno. En su proposición todo es honorable y desde punto de vista mercantil, atinado. No obstante, problema es otro.

Era inútil seguir baldeando. Pronto el calor evaporaría la parte líquida del suelo y sería más fácil barrer la sólida. Dejé, pues, cubo y lebrillo y me dispuse a escuchar con paciencia la conversación del abuelo Siau, el cual, complacido al advertir mi buena disposición, me señaló con una uña larga y afilada y dijo:

—Respóndame con gran inteligencia de usted: ¿qué diferencia hay entre jarrón auténtico de porcelana de dinastía Ming valorado en dos millones de euros y perfecta imitación de plástico en oferta por 11,49 euros? Exactamente ninguna. Vistos de lejos son iguales y de cerca, ni uno ni otro sirven para nada. Única diferencia es ésta: que jarrón Ming de plástico sólo tiene sentido porque existe auténtico jarrón Ming de porcelana. En siglo xv de era de ustedes, jarrón de porcelana era privilegio de emperador de dinastía Ming y reflejo de su gloria, como emperador era reflejo de gloria de cielo. Pero hoy cielo sólo es materia y antimateria regidas por teoría de caos. Sin embargo, como gente nunca aprendió lista de dinastías y ni siquiera sabe que hasta hace poco existieron emperadores, cuando alguien compra jarrón de 11,49 euros cree estar comprando parte de cielo que antes nunca pudo considerar suyo. No sabe que compra imitación de imitación de cielo que no existe. O sabe que compra imitación pero le da igual y compra jarrón de todas maneras porque es barato. Me entiende, ¿verdad?

No me dio tiempo a responder a su pregunta ni yo habría sabido cómo hacerlo. Se recogió una fracción de segundo y luego añadió:

—Por razón recién expuesta, algunas personas acuden a swami en centro de yoga. Sí, no pude evitar oír conversación de usted con gachí de aúpa. Y no pude evitarlo porque estuve todo rato escondido escuchando. A viejos y tontos nos interesan vidas ajenas. Más que propia, como es natural. Conozco asunto que lleva entre manos. Antes me preguntaba si debía aceptar o no proposición de mi honorable hijo. Ahora le contesto: deje gran peluquería, olvídese de caso. Y quédese con chica. Ella tiene razón: deje en paz a humilde swami y escuche su proposición. Porque también ella tiene proposición para usted, aunque usted no se dé cuenta y ella quizá tampoco. Por eso ha venido varias veces. Usted sería feliz y con una gachí como ésa, restaurante sería exitazo y hasta podríamos pedir subvención a General Tat.

Calló finalmente y a causa del esfuerzo realizado y el peso de la edad, se quedó dormido. Transcurrido un rato prudencial le desperté. No sabía dónde estaba ni creo que recordara lo que acababa de decirme. Pasito a paso fuimos los dos hasta la puerta del bazar, donde le dejé tras agradecerle el paraguas y el vestido que todavía llevaba puesto para deleite del vecindario, y regresé a la peluquería para acabar con la limpieza del suelo, porque si venía alguna clienta, no quería que se encontrara con aquella pocilga.

No vino ninguna clienta, pero adecentar la peluquería me llevó hasta la hora del cierre, a la cual salí, aseguré como mejor pude la puerta para prevenir nuevas infiltraciones y me dirigí al restaurante Se vende perro. El cielo seguía cubierto y el calor había vuelto con un suplemento de humedad que hacía el aire irrespirable y la transpiración copiosa. El pavimento estaba resbaladizo y la luz de las farolas se abría paso a través de un nimbo amarillento. Por estas razones y por la trabajera de las horas previas, llegué a mi destino derrengado y con la ropa pegada al cuerpo o viceversa. En el restaurante estaban presentes todos los convocados y con un aspecto peor que el mío. La tromba de agua había calado al Pollo Morgan y al Juli y disuelto sus elaborados maquillajes, que ahora les dibujaban archipiélagos en las facciones. La Moski, más ligera de vestuario, no había tenido mejor fortuna. Al empezar el aguacero, para proteger del agua su instrumento musical, se había quitado el vestido, había envuelto el acordeón y en enaguas había buscado refugio en el zaguán de una casa de pisos, de donde el conserje la había desalojado con malos modos, amenazándola con avisar a la policía si se le ocurría abandonar allí al churumbel. Con parecido resultado había ido entrando en varias tiendas, hasta encontrar cobijo en un locutorio abarrotado de paquistaníes que retransmitían la tormenta a sus paisanos. El único que parecía incólume era un muchacho flaco, de tez oscura, con el pelo revuelto, la mirada triste y la boca siempre abierta, al que la Moski me presentó como el repartidor de pizzas subcontratado por ella. Se llamaba Mahnelik y procedía de una región de nombre impronunciable del subcontinente.

—Amigos y compañeros —empecé diciendo—, en el día de hoy se han producido acontecimientos no relacionados directamente con el asunto que nos convoca, pero sí decisivos para mí y, por ende, también para aquél de resultas de éstos. Cuáles sean aquéllos no viene al caso. Pero sí el que de resultas de los mismos, es decir, éstos y aquéllos, yo vea las cosas bajo un prisma nuevo, por lo cual, y tras larga reflexión, he decidido abandonar la investigación.

Tardaron un rato en comprender el significado, el alcance y quizá también la sintaxis de mi anuncio, y cuando lo hubieron hecho, se quedaron con la boca abierta. Me sentí obligado a darles explicaciones adicionales y lo hice en los siguientes términos.

—Hace varios días que dedicamos tiempo, energía y, en mi caso particular, dinero a resolver un misterio que, en última instancia, en poco nos concierne. Esto, en los tiempos que corren, es un capricho que no nos podemos permitir. No hemos conseguido nada y a mí se me ha acabado el dinero, agotado la ilusión y disipado las ganas. Por suerte, estoy a punto de cerrar un trato mercantil, casi podríamos decir una fusión empresarial, de la que confío sacar beneficios en forma de comisión. En resumen, que si tenéis paciencia, os pagaré hasta el último euro.

Nadie dijo nada. La noticia les había sorprendido y el anuncio de la moratoria, caído como un jarro de agua fría, según inferí del cruce de miradas. Fue el Juli quien rompió el silencio con una tosecilla asmática y una tímida protesta.

—Pero yo… —farfulló—, pero yo…

Animado por la expectación despertada entre sus compañeros, hizo un esfuerzo y acabó diciendo en un tono dolorido:

—¡Pero yo he vuelto a ver al swami!

—Bueno —dije yo—, ¿y a mí qué?

—No me has entendido —insistió el Juli—. Digo que he vuelto a ver al otro swami, al de la barba. Y yo me digo, si ahora abandonamos la investigación, nunca sabremos quién es y qué anda haciendo en el centro de yoga.

Esto último iba dirigido tanto a mí como a los demás, que acogieron su razonamiento con murmullos de aquiescencia.

—El Juli tiene razón —dijo la Moski—. Hay demasiados cabos sueltos. ¿Y qué le dirás al tipo de las fotos? Esta mañana me has dicho que lo habías citado aquí y debe de estar al caer.

—Esta mañana era esta mañana, y ahora es ahora —repliqué—. Ya os lo he dicho: las cosas han cambiado de forma radical e irreversible. Y cuando venga el de las fotos le diré que se vuelva por donde ha venido. Y punto.

El Pollo Morgan hizo oír su voz grave y cansina.

—¿Y tú —preguntó— con qué autoridad tomas decisiones que nos afectan a todos? Es más, que nos involucran.

—¡Vaya pregunta! —dije—. Yo os he contratado. Trabajáis para mí.

—¡Ajá!, pero si no pagas, ya no mandas —repuso el Pollo Morgan en tono triunfal.

Atraído por el ruido de la discusión, el señor Armengol había salido de la cocina y preguntaba el motivo de aquélla. Para satisfacer su curiosidad, todo el mundo se puso a hablar a la vez, inclusive el mequetrefe de las pizzas. Al final, gritó la Moski:

—¡Silencio! ¡Esto es un guirigay! Propongo volver a la organización y metodología de las antiguas reuniones de célula. Intervendremos por turno y el señor Armengol levantará acta. Si nadie vota en contra, por orden de antigüedad tiene la palabra el camarada Bielsky.

Todas las miradas convergieron en el aludido y se hizo un silencio respetuoso, al que el muy necio respondió con ademanes de fingida modestia. Luego, dirigiéndose a mí, dijo:

—Ya ves cuál es la voluntad común, libremente expresada. El mensaje es inequívoco: la gente se niega a abandonar. No te lo tomes a mal. No es por indisciplina. Y menos aún por interés personal. Poco vamos a sacar de todo esto y es probable que, de seguir en el empeño, alguien acabe pagando la tozudez con un hueso roto. Nuestras aventuras suelen tener este final.

Un coro de susurros corroboró el preámbulo y, el orador, animado por este resultado, prosiguió petulante su discurso.

—Si no queremos abandonar es por otra razón. Por pundonor, en parte. Por curiosidad intelectual, en parte. Pero, sobre todo, porque no somos mercenarios, ni siquiera profesionales. Somos artistas. Nuestras acciones están al margen de coyunturas y tendencias, y nos entregamos a nuestro trabajo sin escatimar sacrificios ni horas ni esfuerzos, sin dejarnos amedrentar por el calor ni el frío ni la lluvia, incluso torrencial, como la de esta tarde, porque si no lo hiciéramos así, no sólo incurriríamos en absentismo laboral, sino en una grave responsabilidad moral, social y ética. Trabajamos porque el mundo nos necesita. ¿Qué sería del mundo sin artistas? ¿Qué sería de Barcelona sin estatuas vivientes?

—¡Bien dicho! —exclamó el Juli sin poder contenerse.

La Moski hizo un llamamiento al orden. Intervino con evidente emoción el repartidor de pizzas y dijo:

—Yo soy nuevo en este ambiente, pero les ruego que no me dejen de lado. Una familia desestructurada, poca o ninguna educación y otras circunstancias adversas me han empujado a desempeñar un oficio honrado. Pero de pensamiento y deseo siempre he sido un cantamañanas y un parásito como ustedes. ¡Denme una oportunidad!

Estalló la concurrencia en vítores y el Juli le golpeó cariñosamente la espalda.

—Oídas todas las intervenciones —dijo el Pollo Morgan—, la conclusión es clara: seguiremos como hasta ahora. Si no nos puedes pagar, ya nos pagarás en otro momento. En mi nuevo emplazamiento uno no se hace rico, pero de tanto en tanto cae algún eurillo. Y los demás, lo mismo.

—¿Y yo? —dijo el señor Armengol—. He de comprar materia prima, pagar el alquiler del local, el gas y la electricidad, la contribución…

—Eso lo seguirás pagando tanto si venimos como si no —le espetó el Pollo Morgan.

—Y por la comida, no preocuparse —agregó con entusiasmo el repartidor de pizzas—. Ahora mismo llevo varias en la moto. Estarán un poco frías, pero se pueden calentar en el microondas. Y por mí no se preocupen. Con el follón que hay en los repartos, no notarán nada hasta fin de mes.

Y uniendo la acción a la palabra, se levantó y salió del restaurante, acompañado de una cerrada ovación.

—Tengo la impresión —dijo la Moski, visiblemente conmovida por la arenga de quien creía ser el camarada Bielsky y por la reacción de su recomendado— de que está a punto de ocurrir algo importante. Hasta ahora hemos trabajado de un modo correcto pero rutinario, pero a partir de esta noche, hemos puesto el corazón en el asador.

Aún no había acabado de hablar cuando regresó el repartidor de pizzas con dos grandes cajas cuadradas que despedían un aroma embriagador. Las depositó en la mesa y dirigiéndose a mí dijo:

—En la entrada hay una persona que pregunta por usted.

—Ah, sí. Debe de ser el camarero de las fotos. Lo malo es que prometí darle un dinero a cambio de la mercancía y no tengo un céntimo.

—No importa —dijo el Pollo Morgan—, haremos una colecta. Y si no llegamos, le arrancamos las fotos y le damos una somanta.

—Está bien —dije. Y al muchacho de las pizzas—: Hazle pasar.