Antes de entrar en la peluquería vi un Peugeot 206 de color rojo estacionado a prudencial distancia y ocupado por dos siluetas aparentemente humanas. Se han fabricado muchos coches de tan afamada marca y acertado modelo y una parte no exigua de ellos son rojos y circulan por Barcelona, pero no tuve duda acerca de la identidad de los ocupantes de aquel espécimen concreto. No obstante, hice como si no hubiera reparado en ellos, abrí la puerta del local, entré, me puse la bata sin quitarme la ropa como suelo hacer cuando el calor aprieta y me senté a esperar. No tardó en hacer acto de presencia, ondulante y sigilosa, Lavinia Torrada. El estar prevenido no mitigó las sacudidas de mi metabolismo ante la proximidad de aquel monumento. De haber adoptado ella los aires provocativos de la anterior visita, no habría respondido de mis actos. Por fortuna el espejo me devolvió la imagen habitual de mi persona embellecida con una narizota roja de resultas de mi deambular la víspera por la playa. También era muy otra la actitud e intención de la interesada, como ella misma me dio a entender sin prolegómenos.
—¡Eres un hijo de la gran puta! —gritó a modo de salutación.
—Por favor, cierre la puerta —respondí—, si la oye alguien podría pensar que es usted una clienta insatisfecha y uno tiene su prestigio.
Cerró pero no dulcificó su actitud ni su lenguaje.
—Fui amable contigo, incluso en demasía, como la Dolores de la copla, y tú, en pago, te has comportado como un hijo de la gran puta.
Le rogué que se calmara y me expusiera la razón de su actual antagonismo cuando dos días atrás me había mostrado una faceta bien distinta de su versátil personalidad.
—Anteayer —dijo—, un hombre fue a ver al swami y le metió el miedo en el cuerpo de la manera más grosera, cruel e injustificada. Y desde ayer me sigue a todas partes una loca tocando el acordeón. No me digas que no estás tú metido en el asunto.
—Es verdad —repuse—, hice una visita al centro de yoga y mentí un poco acerca de mi identidad para hablar desde una posición ventajosa. De otro modo su amigo el swami me habría dado con la puerta en las narices. Mentir no está bien, pero esto no es un juego de niños. Y fue usted la que empezó mintiendo cuando en su propia casa negó que Rómulo el Guapo hubiera desaparecido. Ahora Rómulo el Guapo sigue desaparecido, la policía nos acosa y en todo este enredo la figura del swami aparece de un modo reiterado, conspicuo y sospechoso. Si le molesta que ese turbio personaje sea objeto de pesquisas y quiere verse libre de mis agentes, empiece por contarme la verdad sin omitir detalles.
—Está bien —dijo Lavinia en un tono cada vez menos virulento y más próximo a la fatiga—, lo haré. Pero dejemos al swami al margen de la conversación y del asunto en general. Es una buena persona.
—Y un farsante —dije yo para no perder la ventaja—. Continúe.
—Preferiría que me tutearas, especialmente si he de abrirte mi corazón y revelarte aspectos íntimos de mi vida. Es más lo que nos une que lo que nos separa —añadió acercándose peligrosamente— y yo no he hecho nada que pueda merecer tu reprobación. Si no aborreciera el victimismo, no dudaría en calificarme de víctima. Sentémonos y te contaré mi historia. ¿Te importaría encender el aire acondicionado?
—¿Estás de guasa, nena? —respondí, e inmediatamente me arrepentí de haber iniciado el tuteo y todo cuanto ello implica de confianza y armonía con una frase tan poco romántica. Por lo que añadí de inmediato—: Pero si estás acalorada, podemos ir a un bar. Mis clientas no suelen venir hasta más tarde, y en el de ahí enfrente por 1,35 euros dan café con leche y una flauta de chorizo hasta las once.
—Nací bonita y bien formada —dijo ella tras haber rechazado mi tentadora propuesta con una mueca asquerosa— y siempre lo he sido, para mi desgracia. Cegada por la adulación que recibía y por los privilegios que me granjeaba mi hermosura, descuidé mi educación primaria. Cuando salí del colegio apenas sabía leer y escribir. A la hora de buscar trabajo no me faltaron ocasiones de ganarme la vida pendoneando, pero las rechacé. No estoy hecha de esa pasta y sé cómo acaban las que se dejan cegar por el dinero fácil. Al final entré de recepcionista en un taller de reparación de automóviles. Atendía al teléfono, recibía a los clientes y llevaba la contabilidad. Me gustan los coches, soy fácil de trato y la contabilidad consistía en guardar las facturas y los recibos y dárselos a un contable una vez a la semana. No era un trabajo creativo, pero era un buen trabajo. Los mecánicos eran simpáticos y siempre iban tan sucios que ni se les ocurría ponerme las manos encima. Pocas posibilidades de ascenso, claro, y todo el día respirando monóxido de carbono. Algunos clientes me invitaban a salir y yo les decía que sí o que no según el coche. Si tienen un buen coche, les gustará la buena vida, pensaba. Con esta vara de medir me llevé muchos desengaños. Pero en general lo pasaba bien. Luego, a solas en el taller, mano sobre mano, pensaba en el futuro y se me encogía el corazón: estaba desperdiciando la juventud en aquel cubículo tóxico. Lo que yo quería era encontrar un hombre bueno, hogareño y trabajador y llevar una vida feliz y previsible. Sólo tenía veintidós años.
Calló un instante. Yo suspiré y volví a centrar mi atención en ella. Hasta las mujeres más bellas pierden parte de su encanto cuando desgranan sus penas y yo llevaba rato lamentando no haber insistido en la flauta de chorizo. Lavinia, sin embargo, estaba ensimismada y no advirtió mi dispersión.
—Una tarde entró en el taller un Lamborghini amarillo limón. De inmediato me llamó la atención que la carrocería presentara varias abolladuras y rascadas. Los dueños de este tipo de coches suelen cuidarlos y no incurren en descuidos. Aquél a todas luces era distinto, porque al entrar en el taller se dio dos trompazos contra las columnas. Salí de la garita, fui al encuentro del conductor y le pregunté si tenía hora concertada. Respondió que no, que sólo había entrado en el taller por si alguien sabía dónde estaba el depósito de gasolina en un Lamborghini. De estos indicios deduje que era un coche robado. Quizá debería haberlo denunciado, pero no lo hice, porque el conductor era un hombre joven y muy apuesto. Se parecía a un actor llamado Tony Curtis, no sé si sabes a quién me refiero. Él también debió de ver algo en mí, porque nos quedamos quietos, sin decir nada, mirándonos fijamente, y algo sucedió en aquel instante en el taller de reparaciones que había de cambiar mi vida. Y no para mejor. Encontramos el tapón del depósito y me invitó a salir. Acepté, me esperó a la salida y me llevó en el Lamborghini a l’Arrabassada. No nos matamos de milagro, pero al llegar al estacionamiento, vimos brillar la Luna sobre el mar y desplegarse a nuestros pies toda la ciudad iluminada. No pasó nada más porque los asientos tenían un diseño demasiado aerodinámico. Al día siguiente me vino a buscar en otro coche, también lujoso, más fácil de conducir y más apto para otros usos. Dijo que había llevado el Lamborghini a revisar. Durante un tiempo me ocultó sus actividades delictivas y yo a él que las había adivinado. Confesarlo habría supuesto por mi parte aceptar tácitamente la complicidad y yo aún me resistía a tomar un camino tan poco conducente a realizar mis sueños. Todo me impulsaba a cortar una relación incipiente que sólo podía ocasionarme sufrimientos y problemas, pero estaba prendada de aquellos ojazos y de aquella sonrisa de truhán. Fui postergando la decisión de día en día hasta que una tarde Rómulo entró precipitadamente en el taller cargado con un saco pesado y voluminoso. Iba sudando y sin aliento. Se vino derecho a la garita, dejó el saco en un rincón, escondido detrás del archivador, y con frases entrecortadas me dijo que lo guardase, que pasara lo que pasara no se lo dejara ver a nadie, que no lo abriera, y que no revelara su procedencia. Él vendría a buscarlo más tarde. Salió tan deprisa como había entrado y no me dio tiempo a preguntarle nada. Antes de llegar a la puerta se le cayó al suelo un objeto, se agachó, lo recogió y se lo metió en el bolsillo del pantalón con mucha celeridad, pero yo había visto que se trataba de una pistola. Me quedé temblando y sin saber qué hacer. Al cabo de un rato, mi inquietud se convirtió en terror al advertir que por la tela del saco se iba extendiendo una mancha oscura, como si el contenido dejara ir un líquido viscoso. Un olor acre invadió el reducido cubículo. Pasé horas de indecible angustia, temiendo ser descubierta y sin atreverme a abrir el saco para no comprobar su macabro contenido. Pero en ningún momento se me pasó por la cabeza llamar a la policía. Llegó la hora del cierre, se fueron los mecánicos y yo me quedé alegando un trabajo pendiente. Cuando estuve sola y el taller a oscuras, entró Rómulo con mucha cautela. De buena gana le habría abofeteado, pero en vez de hacerlo me eché en sus brazos y di rienda suelta a la tensión acumulada en forma de agitados sollozos. Él me acarició, me aseguró que el peligro había pasado y que ahora lo importante era deshacerse del saco. Salimos arrastrándolo. En la acera había una furgoneta. Metimos el saco en la parte trasera, partimos y no nos detuvimos hasta llegar a un terreno baldío, junto a una carretera secundaria, desierta y apenas alumbrada. Soplaba un viento húmedo y el cielo estaba encapotado. Rómulo se apeó y yo tras él. Abrió la parte trasera de la furgoneta y tiró del saco, que cayó al suelo con siniestro ruido de huesos quebrados. El olor era ya insoportable. Yo hacía esfuerzos sobrehumanos para no vomitar ni perder el conocimiento. Rómulo regresó a la furgoneta, sacó un pico y una pala, se quitó la cazadora, se arremangó la camisa y empezó a cavar. No pude resistir más y le exigí saber lo que había pasado. Acababa de unir mi destino al de un criminal y quería que él lo supiera. Se detuvo y me miró. Debió de leer algo en mis ojos, una decisión firme, tierna y salvaje, y se encogió de hombros como dando a entender que aquélla era mi decisión. A continuación dijo que lo ocurrido había sido consecuencia de un error fatal, de un imponderable. Lo había planeado todo al milímetro, pero en el último momento las cosas se torcieron, dijo apretando los dientes. Ante los hechos consumados no tuvo más remedio que reaccionar como habría hecho cualquier hombre en su lugar, por más que le repugnara hacerlo. ¡Ay, cuántas veces a lo largo de nuestra vida en común habré tenido que oír estas excusas agoreras!
Lo ocurrido, en pocas palabras, era lo siguiente: cuidadosamente planeado el golpe, a la hora de menor afluencia de clientes, provisto de un antifaz, un saco y una pistola, Rómulo el Guapo se disponía a atracar en solitario una opulenta joyería del Paseo de Gracia. Llegado el momento adecuado, en la acera opuesta a la joyería para no ser detectado por las cámaras de vigilancia, se puso el antifaz, empuñó la pistola y cruzó la calle a toda velocidad. No es fácil cruzar el Paseo de Gracia sin ser arrollado, pero lo consiguió sorteando vehículos en uno y otro sentido. Hecho esto, entró en el local y gritó: ¡Esto es un atraco! ¡No griten ni ofrezcan resistencia! Mientras pronunciaba la segunda frase ya se había percatado de que, debido a la circulación y al zigzagueo, se había metido en la tienda contigua a la joyería, la prestigiosa Rotisserie Filipon, especializada en comida preparada y platos hechos. Confesar el error y salir de vacío le pareció humillante, tanto para sí como para las víctimas del atraco, de modo que, dirigiéndose al dependiente, le ordenó llenar el saco de pollos a l’ast. Cuando el saco estuvo lleno, se lo echó a la espalda y echó a correr. Oyó gritos a su espalda y de reojo vio al dependiente, que le perseguía con un cuchillo impresionante. Rómulo se arrancó el antifaz, dobló por una calle lateral y consiguió despistar momentáneamente a su perseguidor. Pero no podía arrojar a la calzada de una zona tan concurrida un cargamento de pollos asados sin despertar sospechas. El taller de reparación de automóviles donde trabajaba Lavinia Torrada estaba cerca y allí se dirigió.
—Después de enterrar los pollos —siguió diciendo Lavinia—, Rómulo no se atrevió a volver a su casa por si lo habían reconocido e iban a buscarlo. Fuimos a la mía y ya no salió. Quiero decir que en ese punto dio comienzo nuestra convivencia. No tuve valor para echarle. Como le quería, pensaba que a mi lado se regeneraría, confiaba en ejercer sobre él una influencia benefactora. Él prometía regenerarse y al cabo de unos días trataba de cometer un nuevo delito. No tenía oficio, quería ser rico y no creía que el trabajo honrado fuera el mejor método para conseguirlo. En vano le decía que no era preciso ser rico para ser feliz, que con nuestro cariño y una vida frugal ya era suficiente. Algunos de sus golpes salían tan mal como el de los pollos, pero otros salían peor. Varias veces fue detenido. Yo depositaba la fianza, pero como en casa no había otra fuente de ingresos que mi modesto sueldo de recepcionista en el taller, hube de recurrir a créditos. Finalmente fue juzgado y condenado a reclusión. Debido a su historial delictivo, lo declararon majareta y lo enviaron al sanatorio donde tú estabas. Fueron años difíciles: mi relación con Rómulo saltó a los periódicos y como yo estaba buena mi foto salía en todas partes. Me echaron del taller: ser la pareja notoria de un delincuente no era compatible con un trabajo que me daba acceso a tantos coches. Por supuesto, me llovían las ofertas, pero todas llevaban implícito algo a lo que siempre me negué. Durante el juicio recibí proposiciones de los policías, los magistrados, el fiscal, el abogado de oficio, el procurador, los oficiales del juzgado y los ujieres de sala. Rechazarlos me supuso muchas privaciones. Algunos amigos de Rómulo me echaron una mano desinteresadamente. Eran malhechores y actuaban por solidaridad, pero no eran muy competentes y no andaban sobrados de dinero. Sobreviví a trancas y barrancas e incluso ahorraba para proveer a Rómulo de ropa, comida, lectura y tabaco. Nunca le conté mis dificultades ni los sacrificios que había de hacer para llevarle aquellas minucias.
»En el tercer año de encierro conocí al swami. En un momento de desesperación, una amiga me llevó al centro de yoga de Pashmarote Pancha para ver si allí recobraba la serenidad perdida. No ocurrió tal cosa, pero el swami se enamoró de mí y me tomó bajo su protección. Su amor era platónico o zen o algo igual de absurdo. En mi estado habría conseguido cualquier cosa de haberlo intentado en serio. Pero era un hombre bueno, simple y convencido de la eficacia de lo que predicaba. De este modo conecta con personas como él, organiza su simpleza y colma sus necesidades espirituales. Pronto dejé de acudir al centro pero nos seguimos viendo. Aliviaba mi soledad, me contagiaba su optimismo y me invitaba a cenar. Más tarde me consiguió el trabajo que todavía tengo y gracias al cual he podido subsistir. Cuando Rómulo volvió a casa, seguí viendo al swami en secreto. Rómulo no sabe de su existencia.
»Después de una separación tan larga, reanudar la convivencia no fue fácil. Rómulo era un desconocido para mí y yo debía de serlo para él. Por suerte, parecía haberse regenerado de verdad. De haber sido cierto, me habría compensado de cualquier carencia. Después de tanto sufrimiento, no estaba dispuesta a pasar de nuevo las mismas angustias. Pero me equivoqué entonces como me había equivocado al principio, cuando creía que mi influencia podía apartar a un hombre del camino que ha trazado su destino o su carácter. Él estaba condenado a tropezar siempre con la misma piedra y yo también. No al principio, claro. Estas cosas nunca suceden al principio, cuando todavía se está a tiempo de rectificar.
»Rómulo consiguió un empleo de conserje en una casa buena. Entre su sueldo y mis ingresos, vivíamos modestamente pero sin estrecheces. En otros aspectos, las cosas iban mal: después de tantos años de zozobra yo quería estabilidad y él, después de tantos años de encierro, quería jolgorio. Con enorme tristeza le veía mustiarse a mi lado de día en día, y yo me mustiaba con él. Al final sucedió lo inevitable: Rómulo conoció a una mujer en su trabajo. Una mujer mala, ambiciosa, soltera, con una hija repipi. Entre las dos le llenaron la cabeza de tonterías. No conozco la naturaleza exacta de su relación. Ojalá hubiera sido un simple devaneo. Fuera como fuese, lo empujaron al borde del abismo. Una vez más planeó el atraco perfecto a una sucursal bancaria con un cretino llamado Johnny Pox y con el resultado previsible. Le condenaron otra vez y esto Rómulo, a su edad, no lo puede tolerar. Un día, hace poco, desapareció. Al principio supuse que se había ido a un país donde no hay extradición. A veces hablaba de emigrar al Brasil, otras veces a la India, o a la Patagonia. Eran sólo fantasías, pero siempre me incluía en ellas. Me preguntaba si estaría dispuesta a acompañarle y empezar una nueva vida en un país exótico, y yo le decía que sí, que le seguiría adonde fuera. Rómulo me creía. Nunca dudó de que podía contar conmigo. Al principio había corrido peligro por estar con él y durante su encierro le había demostrado sobradamente mi lealtad y mi constancia. Por eso me extrañó que se fugara solo y sin avisarme. Esperé unos días, primero a que me llamara a su lado, luego a que me diera noticia de su paradero. Si se había puesto a salvo, no le costaba nada hacerme llegar un mensaje tranquilizador. Pero el silencio sólo se vio alterado por tu intempestiva y agorera aparición. Tu visita y tus torpes preguntas me confirmaron la desaparición de Rómulo en circunstancias anormales. Mentí para protegerle. Luego vino la subinspectora y me mostró la foto de un tipo muy peligroso. Tampoco le dije nada. En realidad, no sé nada. Tengo miedo. No por lo que Rómulo pueda haber hecho, no a que se pueda haber ido con esa mujer, sino a algo peor. Si tú sabes algo, dímelo, por favor. Prefiero la certeza a la angustia de la incertidumbre.
Esta historia me contó Lavinia Torrada en la peluquería y yo la escuché atentamente, porque confirmaba mis deducciones y abría nuevas vías a la conjetura. Quedaban, sin embargo, importantes enigmas por resolver. Me guardé de decirle que había sido precisamente Quesito, la hija de la mujer a quien ella atribuía la desaparición de Rómulo el Guapo, la que me había encomendado la búsqueda de éste. En cambio, le pregunté:
—¿El swami tiene un colaborador?
—No —respondió con firmeza—. Este tipo de actividad depende mucho de la relación personal.
—Jesucristo tenía discípulos que le hacían suplencias —apunté.
—Eran otros tiempos —dijo—. El swami trabaja solo, con una recepcionista. ¿A qué viene la pregunta?
—Un ayudante mío dice haber visto a un swami de verdad asomado a la ventana del centro de yoga. Un hindú con barba y todo lo demás.
—Vería visiones.
—Es posible. El trabajo que te proporcionó el swami, ¿era de masajista a domicilio?
—No, hombre. Si yo fuera por las casas dando masajes, se armaría la de Dios. El trabajo que me consiguió el swami y todavía conservo es el de vidente a domicilio. Es un trabajo descansado, interesante y más o menos lucrativo. Y nadie se atreve a propasarse con alguien que puede ver el futuro.
—¿Y realmente ves algo?
—Ni hablar. Si viera algo no habría pasado nada de lo que te acabo de contar. Pero con el tiempo he aprendido a escuchar a las personas, a entender sus problemas y a detectar síntomas de lo que inevitablemente ocurrirá. Por ejemplo, sin necesidad de echar el tarot puedo ver el destino de esta peluquería.
—Prefiero no saberlo. ¿Qué llevas en el bolso cuando vas a trabajar?
—El instrumental: cartas, una bola de metacrilato, productos de parafarmacia, velas, incienso, un chal por si refresca. Y si me va de camino, paso por el súper y hago la compra. Al final voy cargada como…
Dejó de hablar repentinamente y sus facciones se transformaron en una máscara trágica. Pensé que se había olvidado de comprar algo en el súper, pero la causa de su metamorfosis era muy otra.
—Por la fuerza de la costumbre —dijo con voz cavernosa—, al hablar del trabajo he entrado en trance y he recibido un mensaje: Rómulo ha muerto. De forma violenta. Por mano ajena. Ahora su alma vaga desconsolada entre el mundo de los vivos y el más allá. No sabe si transmigrar o quedarse como estaba y trata de ponerse en contacto con nosotros.
Su pose y sus palabras me parecieron una pantomima, pero no pude sustraerme a una vaga aprensión, como si en el fondo de aquel fingimiento hubiera un rescoldo de intuición o de conocimiento inconsciente que estuviera tratando de manifestarse por aquella vía. Quise decir algo pero ella impuso silencio llevándose el índice a los labios y emitiendo un imperceptible soplido con aquéllos fruncidos en gracioso mohín.
—¡Chitón! —susurró—. Estoy a punto de oír una señal…
Reinaba un silencio sepulcral en la peluquería. Hasta las puñeteras moscas parecían haber suspendido su vuelo y flotar en el aire cálido, espeso, húmedo y un poco maloliente de aquella mañana canicular. Y en este frágil equilibrio se oyó una voz áspera y como de ultratumba cantar:
—¡Baixant de Font de Gat!
Frágil, oblicuo y ceremonioso, el abuelo Siau entró a remolque de la popular estrofa.
—Disculpen molestia —dijo inclinándose hasta dar con la frente en las rodillas—. Esta semana he de practicar canciones populares para inmersión lingüística.
—No se preocupe, abuelo —dijo Lavinia Torrada recobrando su habitual talante—. Ya estaba por irme.
—Creo que se conocen —dije algo molesto por la interrupción pero atento a mis deberes de anfitrión.
—Sí. Tuve gran honor de ser presentado —dijo el abuelo Siau—. Para usted no pasa tiempo.
—Es natural —repuso ella—, nos presentaron anteayer.
—Uy, usted es joven —replicó el abuelo Siau—, pero a mi edad tiempo vuela como cohete en culo. Me retiro. Sólo venía a preguntar si anoche encontró comida para llevar.
—En efecto, la encontré y la degusté —dije—. Luego pensaba pasar a darles las gracias y a rogarles que no se tomen tantas molestias por mi causa.
—Oh, ninguna molestia. Hoy comida a misma hora de siempre. No falte. Mi honorable nuera se decepcionaría si no viniera. Adiós, honorable señora. Es lástima que yo no tenga edad para tirar tejos. Perdura deseo pero desaparece tempura. ¿No quiere venir a comer con nosotros, señora?
—En otra ocasión, con mucho gusto —respondió Lavinia—. Un amigo me está esperando desde hace un buen rato y los dos tenemos trabajo. Espero que después de lo hablado —añadió dirigiéndose a mí— se establezca entre tú y yo una comunicación más fluida y sincera. Y menos opresiva para otras personas. Ya sabes dónde encontrarme.
Salió moviendo el aire denso con las caderas, envuelta en un halo de etérea belleza y sólida dignidad y dejándonos sumergidos en enervante fragancia.
—No dé más vueltas por dentro de cabeza —dijo el perspicaz anciano al advertir mi estado—. Cada cosa tiene su tiempo y lugar y ninguno son éste. Haga como yo: aproveche ventajas de ser viejo.
—Yo no soy viejo —protesté.
—Vaya practicando —respondió—. Secreto para llegar a muy viejo es envejecer muy pronto. Con vejez viene tranquilidad: no más tempura, no más visitar casas de sombreros.