8. Aventura en el mar

En cuanto el señor Siau abrió la puerta del bazar le abordé y le expuse sin ambages el motivo de mi temprana presencia en el lugar. Con una amplia sonrisa se avino a prestarme los cincuenta euros que necesitaba para cubrir los gastos del viaje y otras posibles contingencias, se negó a extender un pagaré como le propuse y sólo trocó su sonrisa en una mueca de pesadumbre al enterarse de que aquel día, por causa de fuerza mayor, no me iba a ser posible comer con ellos.

—A mí me disgusta —dijo— y el disgusto de mi honorable esposa será doble. Un gran disgusto. Aparte del afecto que le profesa, lo considera un verdadero entendido en cuestiones culinarias. Cocinar para usted le colma de satisfacción. Pero, a juzgar por el vestuario, tiene usted un compromiso muy importante. Un sepelio, si no me equivoco.

Le tranquilicé al respecto. En realidad, le dije, iba a pasar el día en un precioso enclave de la Costa Brava y, lamentablemente, sólo tenía un traje y era aquél: negro y de lana. Para protegerme del sol contaba con el sombrero. En cuanto al bigote postizo, le aclaré, lo llevaba para pasar inadvertido.

—Lo conseguirá, estoy convencido —dijo el señor Siau—. De todos modos, permítame regalarle un paraguas. El sombrero le protegerá de los rayos infrarrojos, pero los rayos ultravioleta son puñeteros y se meten por todas partes.

Entró en el bazar y regresó con un paraguas bastante grande. El mango y las varillas eran de plástico, pero la tela era de un delicado papel de arroz teñido de amarillo canario.

—También le daría una crema solar con factor de protección 50, pero la que vendemos aquí, pese a ser de la mejor calidad, tensa el cutis, afloja los músculos faciales y al que la usa se le pone una cara de sapo muy poco favorecedora.

Un autocar de lujo, equipado con un sistema de refrigeración que lo convertía en un auténtico iglú con ruedas, así como con todo lo necesario para el confort del viajero, me depositó en menos de tres horas en mi destino.

Me apeé en un núcleo urbano formado por calles estrechas transitadas por camiones y motos y fl anqueadas por edificios altos de atrevido diseño, en cuyas fachadas se leía:

HOTEL SOL Y MAR

RESIDENCIA MAR Y SOL

APARTAMENTOS SOLMAR

y así hasta el infinito. Desorientado, decidí preguntar por la dirección del hotel a uno de los muchos transeúntes que llenaban las aceras: bronceados, jocundos, encantados de exhibir quién su adiposidad, quién su pellejo, iban y venían en bullicioso tropel, unos cargando con bolsas y capazos desbordantes de vituallas, otros acarreando toallas, sombrillas, flotadores, neveras portátiles, pelotas, cubos, niños y perros, y otros, en fin, serpenteando entre los demás, todavía bajo los efectos de una curda monumental. De indicación en indicación, desemboqué en la playa. Allí abrí el paraguas del señor Siau y eché a andar por la arena procurando no pisar a nadie. Era la hora del mediodía y la arena estaba tan caliente que los calcetines entraron en combustión. Para evitar este efecto, los demás se habían quitado los calcetines y el resto de las prendas. La brisa acariciadora llevaba remolinos de polvo, efluvios de fritura y el tufo producido por los negros gases de las embarcaciones deportivas ancladas frente a la playa. El rugido de los motores de las lanchas ahogaba el griterío de los niños y las broncas de los adultos, mas no la estridencia de las radios portátiles y los altavoces de los chiringuitos. Lanzaban las gaviotas su arisco graznido al infinito azul del firmamento y sus corrosivos zurullos sobre los cuerpos despatarrados en la arena y las cabezas de quienes buscaban alivio en el remojo. Ay, pensé, con qué gusto no arrojaría lejos de mí la ropa (salvo el sombrero), me zambulliría en las cálidas y no muy limpias aguas y, protegiéndome el trasero con el paraguas, surcaría con poderosas brazadas el manso ir y venir del oleaje. Me impidieron caer en la tentación el sentido del deber, el sentido del decoro y el no saber nadar.

El hotel estaba emplazado en un extremo de la playa. Consistía en una construcción almenada, con torreón de ladrillo rojo en el que ondeaba la bandera de la empresa propietaria y explotadora de semejante alcázar, y un extenso jardín rodeado de una alta tapia. Desde fuera sólo se veían las habitaciones superiores, agraciadas con sendas terrazas (una para cada una) y toldos a rayas blancas y verdes. Sobre la suntuosa reja que daba entrada al jardín, ondeaba el nombre del establecimiento:

HOTEL LA TITA FREDA

FUNDADO EL 2 DE ABRIL DE 1939

SÓLO PARA RICOS

Me felicité por haber elegido un atuendo adecuado. Era una lástima que el olor que desprendía la ropa (y yo) y el vistoso color del paraguas atrajeran a un enjambre de abejas negras cortejadas por una nube de zánganos. Al pasar de esta guisa junto a la gigantesca piscina, quienes se bañaban o soleaban me miraron sin disimulo, sin ropa y sin respeto. En la puerta del edificio principal me detuvo un recepcionista con casaca blanca, entorchados y gorra de almirante. Por discreción no miré si llevaba pantalones.

—Hola, chaval —le dije en tono desdeñoso antes de que me pidiera el santo y seña—, el director me está esperando. Vengo por lo de la película.

Ante mi seguridad se desvaneció la suya, titubeó y finalmente dijo:

—El señor director no está en estos momentos. Veré si puede atenderle el subdirector. Tenga la bondad de aguardar aquí.

—Aguardaré dentro y aprovecharé para mear. Dime dónde están los servicios o ve a buscar una bayeta.

Dicho esto franqueé la entrada, cerré el paraguas y me quité el sombrero. En el hall se disfrutaba de un frescor paradisíaco. El portero señaló con el dedo los servicios y se fue. Ya en el váter oriné, me lavé la cara y enderecé el bigote que, a causa de la sofoquina, me colgaba de una mejilla. Me miré al espejo, carraspeé, salí y me di de manos a boca con un individuo vestido con un traje negro como el mío, pero de seda y a su medida. Se me quedó mirando con disgusto y dijo entre dientes:

—¿Es usted el que dice no sé qué de una película?

Ponderé la conveniencia de fingir acento extranjero pero preferí no complicar las cosas más de lo necesario.

—Señor —repuse—, yo nunca digo no sé qué. Yo siempre sé lo que digo. Y he venido a dar instrucciones concernientes al acuerdo concertado en su día por la productora y los representantes autorizados del hotel. Si éstos no han estimado procedente informarle de lo hablado, no es mi problema sino el suyo. ¿Podemos seguir hablando en un lugar más apropiado?

Con menos prontitud que desconfianza me condujo a un despacho situado en la planta baja, en un rincón del hall. El despacho era amplio y los muebles de calidad. En el marco de la ventana se veía el mar y en el mar, un velero. Un retrato de sus Majestades los Reyes de España presidía la pared. El subdirector se sentó tras su mesa y yo hice lo propio en una silla colocada frente a la mesa, de cara a la ventana. Sin más preámbulo dije:

—Me presentaré: Jaime Sugrañes; para la gente de Hollywood, simplemente Jim. No me anuncié para evitar filtraciones y he dejado el Mercedes en el pueblo para dar un paseo. El mar alivia el estrés. Y también quería ver posibles localizaciones.

El subdirector arrugó el ceño.

—Vayamos directamente al asunto del hotel —dijo.

—Se decidió que algunas secuencias se rodaran en sus espléndidas instalaciones: el hall, la piscina, los servicios… A horas convenidas para no incomodar a los señores clientes.

El subdirector no desarrugó el ceño.

—Me extraña mucho que no me hayan comentado nada de un asunto de tanta trascendencia. ¿Puedo preguntarle de qué clase de película se trata? ¿Un documental, acaso?

—Oh, no. Es… una superproducción. Cuajada de estrellas, nominadas a un Oscar. En cuanto a la película… trata de un turista. Un turista con superpoderes…, al servicio de la justicia y del turismo de calidad. No sé si con esto se forma una idea…

—¿Ha traído la escaleta?

No supe a qué se refería. La verdad es que no había urdido bien la estrategia y me estaba armando un lío. Me puse nervioso al constatar no sólo que estaba perdiendo facultades, sino también que al salir de los servicios me había dejado la bragueta abierta.

—Disculpe mi nerviosismo —dije con precipitación—. Como todos los magnates del séptimo arte, fumo puros sin parar. Ahora los médicos me lo han prohibido y sufro ataques de ansiedad. También suelo llevar la bragueta abierta. Mi psicoanalista ve cierta relación subliminal, aunque él también se la deja abierta de un paciente al otro. ¿Puedo orinar?

—¿No acaba de hacerlo?

—Correcto —repliqué—. En cuanto a las conversaciones referentes a la película, verdadero y único motivo de mi presencia en este lugar, puedo informarle de que se llevaron a término en este mismo hotel, hará cosa de dos o tres semanas, para lo cual un representante de los estudios se alojó aquí. Le mostraré una foto. Tal vez recuerde su cara.

No sin temor le entregué la foto que me había dado la subinspectora. El subdirector la examinó con detenimiento, levantó la vista, clavó en mí sus ojos fríos y dijo:

—Por este hotel pasan muchas personas. Pero si este señor estuvo alojado en el mismo, tal vez el servicio lo recuerde. Permítame.

Sacó del bolsillo un móvil, pulsó una tecla y al ser respondida su llamada dijo:

—Que venga inmediatamente Jesusero a mi despacho. Y de paso, haz venir también al servicio de seguridad.

Esta última medida no auguraba nada bueno, pero salir de naja habría sido peor. Estuvimos un rato en silencio, él mirándome fijamente y yo simulando seguir con interés las maniobras del velero. Por romper el silencio, pregunté:

—¿Hay muchos naufragios? En temporada alta, quiero decir.

—Lo que ocurre fuera del hotel no me concierne —repuso con sequedad el subdirector.

A este breve diálogo siguió otro silencio, tan tenso como el anterior. Finalmente sonaron unos débiles golpes en la puerta, se abrió ésta silenciosa y lentamente y entró un camarero bajo, moreno, con un bigote tan grande como el mío pero seguramente genuino, se inclinó con humildad y musitó con marcado acento:

—¿Deseaba verme, don Rebollo?

—Entra, cierra, no me llames don Rebollo y mira con atención esta fotografía —dijo el subdirector en tono poco amistoso—. ¿Reconoces en el retratado a un cliente del hotel?

—Sí, jefe —respondió Jesusero después de echar un vistazo a la foto—. Se alojó aquí hará cosa de diez días, quizá dos semanitas, el tiempo vuela en un sitio tan lindo. Daba buenas propinas. No se relacionaba con nadie —hizo un ademán cabalístico—. Ni por delante ni por detrás, usted ya me entiende, jefe. A menudo se hacía servir en la propia alcoba un refrigerio, otramente dicho manduca.

—¿En algún momento le viste u oíste hablar de una película con el director del hotel o con cualquier otro empleado?

—¿De una en particular, jefe? ¿Como, por ejemplo, El doctor Zhivago?

—No. Del rodaje de una película. En el hotel.

—Ay, jefe, eso me encantaría. Soy muy cinéfilo, con su permiso. Pero si habló del rodaje no se lo sabría decir. Era muy retraído. Sólo una tarde lo vi reunido con unas personas. No clientes del hotel, sino desconocidos. Venidos para hablar con el señor de la foto. Capaz que del doctor Zhivago, o quizá de bisneses. Estuvieron sentados en el bar, tomando tragos. Yo estaba de servicio ese día. Pasando la escoba, jefe, y recogiendo las migas del suelo. No le puedo decir más, jefe.

Mientras el humilde camarero desgranaba su escueto relato, habían hecho su entrada en el despacho dos hombres de aspecto severo. Uno era alto y fuerte, vestido con un traje de dril color tabaco, camisa azul y corbata fucsia. La deformación de la americana indicaba la presencia de una pistola. El otro era bajo, grueso, de rasgos porcinos y vestía guayabera, bermudas y chanclas, seguramente para poder mezclarse con la clientela sin llamar la atención. Ambos estaban muy bronceados y esbozaban sendas sonrisas de autocomplacencia, como si pensaran: sólo con mirarlas, me las ligo.

—Estos caballeros —dijo el subdirector cuando los dos hombres hubieron cerrado la puerta y el camarero concluido su informe— pertenecen a la seguridad del hotel. Pasen ustedes, no se queden en la puerta. Acérquense y miren bien esta foto. Por lo visto se trata de un huésped reciente. ¿Lo reconocen?

Los dos hombres se pasaron la foto de mano en mano y después de haberlo hecho un par de veces y haberse consultado con la mirada y cruzado recíprocas muecas de entendimiento, dijeron no haber visto nunca aquella cara o haberla visto sin parar mientes en ello. El subdirector recuperó la foto y dio rienda suelta a su indignación:

—¡Acémilas! —gritó—. Son ustedes unos acémilas o unas acémilas, pues ignoro el género pero esta circunstancia no altera mi opinión: acémilas incompetentes. Eso son ustedes. Porque el hombre de la foto, en cuya fisonomía dicen no haber reparado ¡es un terrorista! ¿Pensaba usted que no iba a reconocerlo, señor productor de Hollywood?

Hubo una pausa, rota por el camarero para decir:

—A mí no me mire, jefe. Yo soy un indiesito recién llegado de Cochabamba y no me entero de nada.

El subdirector lo fulminó con la mirada.

—Tú lo que eres es un vivales que se va a la puta calle en cuanto venza el contrato. Y ustedes, supuestamente encargados de la seguridad del hotel, ¿también vienen de Cochabamba?

—No, señor Rebollo —dijo el hombre de las bermudas hablando por los dos—, nosotros somos seguratas y cumplimos con nuestro cometido, a saber, la seguridad del hotel y la parroquia mientras permanece dentro de los límites cartográficos del hotel. Y ahora dígame usted: ¿ha volado el hotel en mil pedazos o experimentado desperfecto alguno? No, señor. ¿Han hallado a un huésped descuartizado o habiendo sufrido lesiones de otra índole? Tampoco. Pues con eso está todo dicho. Y no nos vuelva a llamar acémilas o no respondo. —Y dirigiéndose a su compañero, exclamó—: Venga, tú, vámonos.

El interpelado se sintió en la obligación de hacer oír su voz y dijo:

—Vale.

El señor Rebollo golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Ni hablar! Ustedes no se van sin haber resuelto esta situación. En primer lugar, tenemos aquí a un ciudadano que dice ser productor cinematográfico y, sin acreditar identidad ni oficio, pregunta por un terrorista internacional. ¿Les parece normal?

—Se lo puedo explicar todo, amigo Rebollo —dije yo, creyendo llegado el momento de buscar una salida airosa—. No le he mostrado mi dossier porque usted no me ha dado tiempo a hacerlo. Ni lo haré ahora, aunque me lo pida, por haberse comportado de un modo descortés y poco cooperativo. En cuanto al supuesto terrorista, sólo existe en su imaginación. Es posible que la persona en cuestión se hubiera caracterizado. Cosas del cine. Ahora bien, si se empeña en creer que un peligroso delincuente ha pernoctado bajo este techo, su deber es llamar a la policía. Mientras viene, como medida de seguridad, estos señores y yo haremos sonar la alarma y ordenaremos la inmediata evacuación del hotel. Procurando, eso sí, que no cunda el pánico, y que los medios informativos recojan el suceso sin retratar a los huéspedes y a sus acompañantes en ropa sucinta.

El señor Rebollo cerró los ojos, apretó los puños y dijo:

—Está bien. Salgan todos ahora mismo de este despacho.

—Antes retire lo de los acémilas —dijo el hombre de las bermudas—, o, como dice el señor productor, armaremos la marimorena.

—Está bien. Lo retiro y les presento mis excusas.

Salimos los cuatro al hall y allí nos dimos palmadas en la espalda y pusimos verde al señor Rebollo a voz en cuello. Los encargados de la seguridad me invitaron a una cerveza, pero decliné: por el momento no había nada más que hacer allí y prolongar mi presencia en el hotel era un riesgo innecesario. Me despedí de todos y anduve hacia la puerta de salida. Antes de alcanzarla se puso a mi lado el camarero y me tiró con suavidad de la manga.

—No me mire ni responda —susurró—. Mi turno acaba a las tres. Vuelva a esa hora, entre sin que le vean y espéreme en la pineda que hay al fondo del jardín.

Hice un movimiento afirmativo con la cabeza y proseguí mi camino. La playa había reducido un poco su tasa de ocupación por ser la hora de la comida y la siesta. Con gusto habría aprovechado el intervalo para darme un baño si hubiera tenido un bañador y un lugar seguro donde dejar la ropa de calle. Pero carecía de ambas cosas y no quería arriesgarme ni llamar la atención por si me vigilaban. Con el mismo gusto me habría zampado una ración de sardinas, pero también a eso hube de renunciar porque gastar dinero no entraba en mi presupuesto. De modo que busqué un círculo de sombra bajo un pino esbelto y desocupado y me senté a esperar. Con la imaginación volé al bazar de la familia Siau, donde en aquel mismo instante debía de estar concluyendo el ágape sin mi presencia. Para distraerme me puse a observar los coches que entraban y salían por la verja del hotel. Si uno de aquellos vehículos hubiera sido un Peugeot 206 de color rojo, habría dado el gasto, el viaje, el calor, la espera y el hambre por bien empleados, pero ningún vehículo de cuantos contabilicé correspondía a la marca ni al color mencionados. Un golpe de brisa me trajo varias páginas sueltas de un periódico. A juzgar por el olor, había servido para envolver crustáceos, pero durante un rato me distraje con los acontecimientos buenos y malos que habían ocurrido y probablemente seguían ocurriendo en el mundo mientras yo me escaldaba debajo de un pino. También fue divertido cuando otra ráfaga se llevó el sombrero, cuidadosamente depositado a mi vera, y hube de ir a sacarlo de debajo de una Zodiac. El resto fue monótono. De tanto en tanto me asaltaba la tentación de abandonar y volverme a casa. Y no por aburrimiento. La experiencia me ha enseñado que, en una investigación como la que yo estaba llevando a cabo, poco se consigue con la fuerza o con la audacia y mucho con la perseverancia. Lo que me impulsaba a irme era la convicción de no estar haciendo nada de provecho, ni para mí, ni para el caso, ni para ninguno de los implicados en él. A lo largo de mi existencia me he visto obligado a resolver algunos misterios, siempre forzado por las circunstancias y sobre todo por las personas, cuando en manos de éstas estaban aquéllas. Pero vocación de investigador nunca tuve, y menos aún de aventurero. Siempre anhelé y busqué un trabajo regular con el que vivir sin apreturas y sin sobresaltos. Pero ahí estaba yo, a mi edad, sudando la gota gorda por la remota posibilidad de obtener una información nimia que, unida a otras de similar calibre, me permitiera extraer una conclusión a la que probablemente habría preferido no llegar.

Sí llegó, en cambio, la hora convenida para la cita con Jesusero. Me levanté con grandes dificultades, primero porque se me habían entumecido músculos y articulaciones y segundo porque la resina que rezumaba el maldito pino había pegado con fuerza la ropa al tronco y yo no estaba dispuesto a regalarle mi único traje a un árbol. Conseguí despegarme a delicados tirones, pero la parte trasera del traje se quedó de lo más adhesiva, de resultas de lo cual llegué al hotel arrastrando una cola de papeles, hojas secas, mariposas y otros artículos volátiles. Aun así, atravesé la verja sin ser detenido ni especialmente observado, rodeé el edificio por el lado contrario a la piscina y me refugié en una espesa pineda, procurando evitar el contacto con los perversos congéneres del que me había fastidiado el ajuar.

Era un lugar umbrío, reseco y solitario. No entendí cuál podía ser la utilidad de aquel paraje, salvo que el peligro de un incendio forestal constituyera uno de los alicientes del hotel. A la espera de esta eventualidad, la pineda no ofrecía otro pasatiempo que la contemplación de muchas y muy grandes telarañas, ni otra ventaja que su aislamiento.

Esperé un rato. Llegaban voces de niños procedentes de la piscina y de adultos procedentes del comedor y el bar al aire libre. También me llegaba un hipnótico olor a carne a la brasa. Era admirable ver cómo aquellos potentados, tan duramente golpeados por la crisis financiera como acababa de saber leyendo un trozo de periódico, seguían manteniendo la apariencia de derroche y jolgorio con el único fin de no sembrar el desaliento en los mercados bursátiles. Apartando ramas, tallos, vástagos y bejucos, obtuve una visión oblicua y parcial pero amparada de un sector de la piscina. Mujeres juncales y bronceadas se asolaban o deambulaban con elegante insolencia en ceñidos bañadores y grandes gafas de sol. Todas hablaban animadamente a sus respectivos móviles. Observándolas sin ser visto y recreándome en la parte de su anatomía que más me interesaba (el peinado), perdí la noción del tiempo, la percepción del lugar y la conciencia de hallarme en una situación incierta, por no decir peligrosa, y de resultas de lo cual no me percaté de la presencia de un hombre a mis espaldas hasta que su voz dijo:

—¡Arriba las manos!

Hice como se me ordenaba maldiciendo para mis adentros mi negligencia y mi imprevisión. Me había metido yo solo en una trampa y, para mayor escarnio, para meterme en ella había esperado varias horas bajo un pino. Por necio no había notificado a nadie las particularidades de mi viaje, salvo al señor Siau, y aun a éste de modo vago, mencionando sólo la Costa Brava, un dato irrelevante para quien, proveniente de muy remotas tierras, se pasa por el forro la toponimia local. Debería haber llamado a la subinspectora o al Pollo Morgan o a Quesito antes de abordar el autocar de línea. Pero no lo había hecho y ahora estaba a merced de alguien a quien por lo visto mi actitud provocaba una ruidosa hilaridad.

—Pero, ¿qué hace usted, hombre? —le oí decir cuando cesó el ataque de risa y pudo articular palabra.

—Lo que me ha dicho: levantar los brazos.

—¡No, hombre! En mi país arriba las manos equivale a: ¡chócala, cuate!, o a ¡venga esos cinco!, o incluso a ¡con un abrazo amical celebremos el encuentro! Y disculpe el retraso: el malnacido de Rebollo me retuvo para abroncarme.

Bajé los brazos, di media vuelta y me encontré cara a cara con Jesusero. Ya no llevaba el uniforme de camarero sino un chándal sucio y roto y había dejado de llamarse Jesusero, como él mismo aclaró.

—Mi verdadero nombre —dijo— es Juan Nepomuceno. Y no soy de Cochabamba. Un tal Jesusero, que sí es oriundo de Cochabamba, me subarrendó el trabajo por un tercio del salario que le habrían pagado a él de haber sido el primer asalariado y no el segundo o el tercero, como era en realidad. La dirección del hotel quería un desgraciado para poder putearlo y tanto le da si viene el uno como el otro. Pagan lo convenido y no preguntan. A usted se lo cuento porque es un amigo. Soy de un pueblo cercano a Cochabamba. A sólo tres días de camino si uno no se cae por el barranco abajo. Mi pueblo está en la cumbre de los Andes. Tan alto que mires hacia donde mires no ves nada. Sólo somos cuatro indios muertos de hambre y un rebaño de llamas. Las llamas comen hierbajos y no sirven para una mierda. Flojas y feas a más no poder. Con lana tienen un pasar, pero las esquilas y parecen un feto de cordero. Escupir es el único talento que Dios les dio y lo ejercitan con el primero que se les cruza. Cuando menos te lo esperas, recibes un escupitajo en el cogote. Eso las divierte. De chicos, viéndolas escupir, los de mi pueblo aprendimos la técnica. Por falta de escolarización no aprendimos otra cosa, pero ésa la aprendimos bien. ¿Ve aquel señor de la camisa azul, junto a la barbacoa? Pues desde aquí podría meterle un lapo en el mojito. Ahora bien, ¿sirve eso para algo, dígame usted?

No sabía cómo responder a su pregunta ni si me había citado para contarme sus penas y alardear de sus habilidades.

—El placer de una cosa bien hecha es su mejor recompensa —dije para no desairarle.

—Eso si uno tiene plata —repuso Juan Nepomuceno—. Pero no me lamento, señor. Tengo un trabajo provisional y mal pagado. Allá no tenía ni eso. Sólo hambre y frío. Un día me harté y me fui, caminando, sin mirar atrás. La ventaja de vivir en la cima de la cordillera es que siempre vas cuesta abajo. Con tal de que no se te ocurra volver, claro. Usted vive en Hollywood, ¿verdad?

Esta muestra de credulidad me devolvió la confianza en el ser humano. Hice un ademán ambiguo y dije:

—Paso mucho tiempo en Barcelona. Negocios.

—Lógico, lógico —asintió Juan Nepomuceno frotándose las manos. Por su expresión se notaba que había llegado a donde quería llegar. Sonrió mostrando una dentadura grande y blanca y prosiguió—: A mí el cine me entusiasma. De niño nunca vi una película. En mi pueblo no había cine. Ni siquiera habíamos oído hablar de tal cosa. ¿Cómo iba a haber cine si no teníamos electricidad? Ya era adolescente cuando vi mi primera película. En un pueblecito cercano, por las fiestas patronales. Tampoco tenían electricidad, pero habían llevado un grupo autógeno, ya sabe, y habían puesto una sábana entre dos postes para hacer una proyección al aire libre. Los demás compañeros iban al baile, a conocer mozas. Uno se cansa de las llamas. Yo fui con el resto de la muchachada, pero mientras ellos se dedicaban a escupir a las chicas, yo sentí curiosidad y me metí al cine. Recuerdo la experiencia como si la estuviera viviendo en este mismo momento. Proyectaron ¿Dónde vas, Alfonso XII? ¡Ay, compadre, qué escenarios palaciegos, qué carrozas reales, qué asuntos de corte y qué gracia madrileña! Luego he visto muchas películas, pero mientras viva, nunca olvidaré a Vicente Parra…

—Comparto plenamente sus gustos —dije para cortar el flujo de sus recuerdos y ver de sacar algún provecho a la reunión—, pero usted no me ha citado aquí para llorar juntos a María de las Mercedes.

—Oh, no. Disculpe el desahogo —dijo Juan Nepomuceno abandonado su actitud apasionada y recobrando la humilde pose—. Usted quería saber de la entrevista de hace dos semanas. Yo estuve presente, como dije en el despacho del malnacido Rebollo. Y no me pasó por alto la identidad del caballero. No faltaría más.

—¿Reconoció a Alí Aarón Pilila? —pregunté sorprendido—, ¿y no lo denunció?

—No, señor. Yo ése no sabía quién era. Y de haberlo sabido, tampoco le habría denunciado. Trataba bien al personal, era dadivoso y si es tan peligroso como dicen, mejor tenerlo de amigo que de enemigo, ¿no le parece? Yo al que reconocí de inmediato fue a Tony Curtis. Está un poco cambiado desde que hizo Trapecio; es natural. Pero una cara así no se olvida. Y sabiendo que el otro señor es un terrorista muy buscado, todo concuerda: van a llevar la vida del señor Pilila a la pantalla. Con todos los atentados y las cosas que ha hecho, saldría una película bien buena. Mejor que con la vida de Alfonso XII. Y el señor Curtis hará de jefe de la CIA, a que sí.

—¿Me ha hecho venir para contarme chismorreos?

—No, señor. Le cité a escondidas porque mientras el señor Pilila, el señor Curtis y la señora que acompañaba al señor Curtis estaban reunidos en el bar del hotel les hice una foto sin que se dieran cuenta. Y he pensado que si le interesa una copia, yo se la podría dar a cambio de algo.

—El presupuesto de una película no incluye chantajes.

—No quiero dinero. Me vendría bien, como a todo el mundo, pero no quiero dinero. Si de repente consiguiera un montón de plata me lo gastaría en comprar devedés. Pero yo voy más allá, señor. Al futuro, a ver si me entiende. Y mi futuro está en el cine. Como actor secundario, si fuese posible. No soy muy agraciado, pero puedo hacer de malo. Si me han de matar en el último rollo, no me importa. O de amigo del chico. Soy muy gracioso cuando me lo propongo. Para cantar y bailar no valgo, eso soy el primero en reconocerlo; pero gracioso, sí. Y muy trabajador: en un par de días me aprendo el papel; un día más si es en catalán. Ahora, si ya tienen el reparto completo, puedo entrar en el equipo técnico. En cada rodaje interviene un batallón. Al final de la película salen todos en fila, con su nombre y apellidos. La lista dura media hora. A nadie le importa un carajo, pero ahí están: inmortalizados. Aunque hayan contribuido a un bodrio, se les reconoce el trabajo. Yo quiero estar en esa lista, señor, ¡la lista de los elegidos!

La ilimitada fe de Juan Nepomuceno me irritaba: engañar formaba parte de mi empeño, pero las tragaderas de aquel tontaina convertían la maniobra en un cargo de conciencia. Sin embargo, no podía dejarme llevar por el sentimentalismo. Además, tal vez era yo el ingenuo y él un hábil embaucador.

—Preferiría darle dinero —dije—. No se puede meter a uno de fuera en el mundo del cine. Los sindicatos lo controlan todo. Si hacemos como usted dice, nos boicotearán. Lo hacen por sistema. Así salen muchas películas. ¿Cincuenta euros?

—La foto vale más —repuso el cinéfilo venal—. Del señor Curtis las hay a miles, pero del señor Curtis con el señor Pilila, muy pocas.

—A mí no me interesan, ni el uno ni el otro.

—Si no le interesan, ¿a qué vino? Oiga, a veces contratan actores no profesionales —dijo—. Pasolini lo hacía. A lo mejor lo mataron por eso, ahora que caigo.

—Está bien, le pagaré los cincuenta euros. Déjeme ver la foto.

—No puedo. La hice con mi móvil. Para hacer una copia en papel necesito tiempo. En el pueblo hay una casa de revelado. Mañana tengo el día libre. Por la mañana iré a que me hagan la copia. Luego tenía pensado bajar a Barcelona para ir al cine. Cuando acabe la sesión de las ocho me dice dónde y le llevo la mercancía. Sesenta euros es mi última palabra.

Nos dimos la mano y le anoté la dirección del restaurante Se vende perro. Si tramaba algo, allí contaba con el apoyo de mi banda. A continuación le hice anotar el teléfono de Quesito, por si surgía algún contratiempo de última hora. De este modo nos despedimos.

Había pasado tanto calor durante el día que en el viaje de vuelta, con el aire acondicionado del autocar a tope, me resfrié. Estornudando, tosiendo, con la voz tomada y el estómago vacío, pensé en irme a casa directamente y meterme en la cama, pero pudo más la conciencia profesional y pasé antes por la peluquería. Encontrarla tal y como la había dejado me deprimió. No esperaba otra cosa, pero enfrentarse con la realidad no levanta el ánimo. Antes de retirarme definitivamente, advertí que había una hoja de papel doblada y sujeta a la puerta con un trozo de celo reciclado. Desplegado el papel, leí este lacónico mensaje: Busca caja oculta entre puerta y puerta. No me costó dar con una caja de cartón oculta en un resquicio entre el marco de la puerta de cristal y el carril de la puerta de hierro. Busqué un banco público, me senté, abrí la caja y devoré el contenido con voracidad: cortezas de gambas y dados de cerdo con salsa agridulce, un manjar frío y aglutinado que me pareció exquisito.

La cena, regada con agua de la fuente, me devolvió el humor. Desde una cabina llamé por teléfono a Quesito y le pregunté si alguien había preguntado por mí. Sólo había llamado el Pollo Morgan para decir que no había novedad. Ella quiso saber de los progresos de la investigación y yo, sin darle muchas esperanzas, le conté el viaje a la Costa Brava y le previne de que podía llamar un tal Juan Nepomuceno, en cuyo caso debía tomar recado puntual de cuanto le dijera y comunicármelo sin tardanza. Prometió hacer como le indicaba, colgué y me fui a casa, derrengado.

Durante la noche me despertó varias veces la misma pesadilla: yo iba en un barco de vela como único tripulante; el viento me alejaba cada vez más de la costa y, no sabiendo cómo maniobrar la embarcación para cambiar el rumbo, optaba por lanzarme al agua con el propósito de alcanzar la orilla a nado; una vez en el agua recordaba que no sabía nadar, pero ya era tarde para rectificar: el barco se alejaba a gran velocidad y yo me hundía sin remedio bajo la mirada sarcástica de unas merluzas. Me desperté sudando, pero como no creo en los presentimientos y menos aún en los augurios y de la interpretación ortodoxa de los sueños sólo sé que cualquier cosa tiene que ver con la picha, opté por no dar al mío la menor importancia.