En mi ausencia, Quesito había ido a la peluquería. Al no encontrarme allí, había entrado por mediación de una ganzúa, se había sentado en el sillón y se había quedado dormida. Mi entrada la despertó y de inmediato se deshizo en disculpas por la intrusión. Al recibir la llamada desde el centro de yoga, se había preocupado: reconoció mi voz pero no el teléfono y no entendió nada. La reprendí.
—No has de presentarte en los sitios sin avisar, y menos entrar cuando no hay nadie y sin permiso. Aparte de causar mala impresión, podría haber una alarma conectada o un perro adiestrado para morder allanadores. En cuanto a la llamada, no tiene nada de particular: quería bajarle los humos a un presumido y, de paso, grabar en tu móvil el número del suyo. ¿Has cumplido el encargo?
—Sí, señor —respondió con naturalidad—. Tengo toda la información.
—¿Tan de prisa? ¿Cómo lo has hecho?
—Colgué la foto en Twitter y a los cinco minutos tenía respuestas de todo el mundo. Hasta la CIA quiere ser mi amiga. El señor de la foto es un terrorista internacional. Muy bueno en su categoría, que es el asesinato. Se llama Alí Aarón Pilila y va por libre. Ha liquidado gente por cuenta de los narcos, pero también se ha cargado a miembros de Al Qaeda por encargo del Mosad y viceversa. En España tuvo varios contratos en el sector de la construcción hasta que reventó la burbuja. Sus métodos son tan simples como eficaces y no le falta refinamiento: a una víctima le cortó los cojones con un serrucho.
—¡Basta! —exclamé indignado—. Una señorita no debería leer estas cosas.
—Usted me mandó.
—No importa: la urbanidad tiene precedencia. Y ahora —añadí después de haber echado una ojeada al reloj— vete a casa. Es la hora de comer y tu madre te estará esperando.
—Mi madre no come en casa —respondió—. Me ha dado dinero para que coma por mi cuenta, pero como hace tanto calor, me lo he gastado en un taxi al venir. Sólo me queda para un Magnum.
—Ni hablar —dije—. A tu edad has de alimentarte bien. Yo estoy invitado a una casa particular, pero si vienes conmigo no les importará. Son muy acogedores. Es aquí mismo.
Después de lo que acababa de contarme no quería que anduviera sola por el mundo. Como la vez anterior, toda la familia Siau esperaba en la puerta, rojos como pimientos a causa del calor, pero sonrientes y reverenciosos, y se mostraron muy complacidos al verme llegar acompañado de Quesito.
—Donde comen dos comen tres, como dicen ustedes —rió el cabeza de familia atajando mis prolijas explicaciones—. Esta frase en mi país no tendría ningún sentido, claro. Pero estamos en Barcelona y es un gran honor para esta humilde familia recibir a su honorable hija. Se parecen ustedes mucho. Todos los occidentales se parecen entre sí, pero en este caso el parecido es asombroso.
No quise desengañarle ni tampoco Quesito hizo nada para deshacer el error.
Habíamos entrado en el bazar y mientras nos dirigíamos al fondo, donde la mesa estaba puesta y desde donde llegaba un olor exquisito y reconfortante, hice las oportunas presentaciones, al término de las cuales, el señor Siau le dijo a Quesito:
—Es un bonito nombre: Kwe-Shi-Tow. En nuestra lengua significa Noche de Luna en Verano.
—No es verdad —dijo el pequeño Quim—. Quiere decir Supositorio Caducado.
Su padre le dio un afectuoso y sonoro capón y dijo en tono de disculpa:
—Pequeño Quim, gran mentecato. ¿Estudias o trabajas, Kwe-Shi-Tow?
—He acabado primero de ESO —respondió la interpelada—. Y si saco una nota suficiente en la selectividad, me gustaría estudiar pediatría, para ayudar a los niños del Tercer Mundo. Pero también me gustaría ser presentadora de televisión. Lo decidiré en el último momento.
—Son honorables profesiones —dijo el señor Siau—. Tu padre estará orgulloso de ti sea cual sea la que elijas. Pero, ¿quién heredará la gran peluquería?
—Hijos —intervino el abuelo Siau— han de seguir tradición de padres. Antepasados marcan camino a seguir. Antepasados laboriosos, familia próspera. Antepasados haraganes, familia a tomar por saco.
El pequeño Quim se había colocado al lado de Quesito y le dijo:
—No le hagas caso. Al abuelo se le va la olla.
El señor Siau y el abuelo Siau le propinaron sendos capones y sin más preámbulo nos sentamos a la mesa. La señora Siau desapareció en la trastienda y reapareció con una cazuela humeante. El pequeño Quim fue a buscar varios cuencos de arroz y durante un rato comimos sin hablar. Habían tenido la gentileza de suministrarme cubiertos normales; en cambio Quesito se desenvolvía la mar de bien con los palillos y daba cuenta de los exquisitos manjares con buen apetito. En una pausa, el abuelo Siau tomó la palabra para recuperar el hilo de su disertación, interrumpida por la aparición de la comida.
—Juventud es rebelde por naturaleza, en todo tiempo y lugar —explicó—. Cuando yo era joven, también era alborotado. Recuerdo con cariño Revolución Cultural. Pegábamos a padres y en escuela ahorcamos a maestro. ¡Fue wai! Pero edad impone madurez. Entonces, revolución; ahora, vender baratijas.
—Mi honorable padre tiene razón —dijo Lin Siau—. Mira el caso del pequeño Quim. Seguramente le gustaría ser futbolista. Quizá astronauta. Pero cuando acabe sus estudios, será gerente de bazar, como su padre. O gran cocinero, como su madre.
—O gran plasta, como el abuelo —dijo el pequeño Quim.
Le llovieron los capones y así, en esta atmósfera festiva, pero no exenta de cariño y sabias enseñanzas, concluyó el refrigerio. Con prolongado parlamento di las gracias y Quesito se hizo eco, con discreción, de mi gratitud y mis elogios. Por su parte, la familia Siau, por boca del señor Siau, expresó su inconmensurable satisfacción por haber compartido con nosotros tiempo y alimentos y reiteró la invitación a repetir la experiencia tantas veces cuantas nos viniese en gana. Antes de separarnos, el pequeño Quim nos hizo unas fotos con su móvil para guardar un recuerdo del evento.
En la calle, Quesito y yo nos despedimos; ella echó a andar hacia la parada del autobús y yo hacia la peluquería. A los pocos pasos me detuve, me volví a mirarla sin ser visto y sentí una punzada de conmiseración. Privada del apoyo paterno, difícilmente podría llevar a término sus proyectos tanto académicos como de otra índole, pensé. En el horizonte de su vida se vislumbraban pocas expectativas y muchos peligros. Por no hablar del peligro presente de mi compañía si, según las apariencias, un terrorista despiadado se había cruzado en mi camino. En los últimos años, Rómulo el Guapo había sido para Quesito algo parecido a un padre o, cuando menos, una volátil presencia masculina en el entorno familiar. Ahora, hasta eso había perdido si la desaparición de aquél devenía permanente. De todos los candidatos a cubrir esta vacante, yo era sin duda el peor, pero también quizás el único: o le devolvía sano y salvo a Rómulo el Guapo, como ella esperaba de mí, o mi deber sería ocupar el puesto de mi amigo en la vida de Quesito, y, en tal caso, ¿qué podía ofrecerle? A lo sumo, transmitirle mis torpes conocimientos profesionales y brindarle la posibilidad de ejercerlos en una peluquería sin clientela. Por otra parte, ¿consentiría Quesito en la sustitución? Un rato antes había aceptado sin orgullo pero sin repugnancia la errónea suposición de parentesco hecha por el señor Siau y esta tácita aceptación podía interpretarse como una muestra de respeto y de cariño hacia mi persona, si bien estos sentimientos sólo se debían a las historias que Rómulo el Guapo le había ido contando, más por pasatiempo que como crónica fiel de la realidad. En este sentido, la frecuentación se encargaría de desengañarla en breve.
Sumido en estos tristes pensamientos, caminaba yo con paso cansino hasta que la comida oriental produjo en mi desacostumbrado organismo una reacción intestinal que me obligó a postergar la meditación y a correr hacia la peluquería como un lebrel.
Al caer la tarde, el sol poniente proyectó en el suelo del local la sombra maciza de la subinspectora Victoria Arrozales. Mientras ella cruzaba el umbral, me vestí con precipitación, sin olvidar el sombrero, y corrí a ofrecerle asiento con muestras de servilismo y un tartamudeo encaminado a reducir el encuentro a su mínima duración.
—¿No tienes nada nuevo que decirme? —dijo la subinspectora con su habitual sarcasmo.
Tras su mirada desafiante, su postura chulapona y su actitud altanera percibí una nube de inseguridad rayana en la desesperación. Por eso venía.
—¿Se refiere al hombre de la foto? —respondí—. Ya se lo dije ayer: no lo había visto en mi vida. Y hoy sigo en la misma tesitura. También espero no verlo jamás. Es un peligroso terrorista. Me podía haber advertido.
Se quitó la pistola de la cintura, la dejó sobre la repisa, junto a un cepillo enmarañado de pelos, unas tijeras sin filo y un peine sin púas, y se dejó caer en el sillón. Su propia imagen reflejada en el espejo le hizo arrugar la frente. También a la policía le afectan el calor y la fatiga.
—Veo que has estado haciendo los deberes —suspiró en un tono más amistoso—. No esperaba menos de ti. Y como ya sabes de qué va el juego, te pondré al corriente de los hechos. Tenemos motivos para suponer que Alí Aarón Pilila ha estado recientemente en España y que tiene planeado venir a Barcelona. Naturalmente, si alguien está en Barcelona en estas fechas, o es un desgraciado o algo trama.
—No siga, por favor —dije antes de que acabara de integrarme en el círculo de sus colaboradores—, la ayudaría si pudiera pero, en este caso, no puedo.
—Podrías si quisieras —atajó retóricamente. Y a renglón seguido añadió—: Hará unos diez días la policía francesa nos informó de que Alí Aarón Pilila había pasado la frontera. Con nombre y pasaporte falso se alojó en un lujoso hotel de la Costa Brava. Allí se entrevistó con un desconocido. El desconocido hablaba español e iba acompañado de una mujer de buen aspecto, quizá una intérprete, quizá no. Se ignora motivo del encuentro. Finalizado éste, la pareja regresó a Barcelona en autocar de línea. A la mañana siguiente, Alí Aarón Pilila dejó el hotel y en un Mercedes de alquiler regresó a Francia. En Montpellier devolvió el coche y tomó el TGV a París. Ahí la policía francesa le perdió la pista. De la pareja no hemos podido averiguar nada. Tal vez él esté fichado. O ella. O los dos. Pero el servicio del hotel ha hecho una descripción demasiado vaga. No sabía de quién se trataba y no prestó la debida atención. En resumen, no podemos perder más tiempo. Si Alí Aarón Pilila vuelve, se producirá un acto de terrorismo, sin duda un atentado mortal.
—Algo no me cuadra —comenté procurando no mostrar demasiada curiosidad—. Como usted muy bien ha dicho, estos días sólo estamos en Barcelona cuatro currantes apestosos, excluyéndola a usted, por supuesto. ¿Quién puede ser el objetivo?
—No lo sabemos. Puede ser cualquiera. Alí Aarón Pilila no pertenece a ninguna organización ni se le conoce ideología. Trabaja a sueldo y es caro, lo que nos lleva a suponer que será alguien importante. Un hombre de negocios, un político, un miembro de la realeza.
—¿Y yo?
—¿Como objetivo terrorista? No creo.
—Me refería a mi papel en este enredo.
—Averiguar. Tienes tus métodos. En otros tiempos resolviste casos difíciles. Mal, pero los resolviste. Tengo a todo el departamento de vacaciones. Haz algo. Encuentra a la pareja del hotel de la Costa Brava sin despertar sospechas. Tal como están los tiempos, no podemos alarmar al turismo. Viaje pagado en la SARFA, dietas para un bocata y, si te sobra tiempo, puedes darte un baño. No te arrepentirás. Si todo sale bien, te dejo poner el precio.
—¿Su departamento tiene mano en las becas de estudio?
Se levantó del sillón, bostezó, estiró los brazos, se ajustó el sostén, volvió a colocar el arma reglamentaria donde la solía llevar y se dirigió a la puerta.
—Tú cumple y ya hablaremos —dijo.
De este siniestro diálogo no referí nada a mis ayudantes cuando nos reunimos a la hora convenida en el restaurante Se vende perro. De camino había hecho un somero cálculo y comprobado que el incremento de la nómina debido a la incorporación de la Moski y, por añadidura, la adición de un comensal a las cenas, desbordaba mis posibilidades económicas. Antes de sentarnos a la mesa, hablé en privado con el señor Armengol y le pedí crédito, alegando que le traía clientela vistosa y que eso podía redundar en beneficio del local si los medios se enteraban y lo incluían en la sección tendencias. Tras porfiar un rato, no me concedió crédito, pero sí una prórroga para el pago pendiente, incluido el de la cena en curso.
Mientras yo negociaba, el resto ya se había comido todo el pan. Me uní al grupo confiando en que sus informes justificaran mis desvelos. No fue así. Mi visita al centro de yoga había dado el resultado previsible: a poco de irme yo, salió el individuo del Peugeot 206, montó en él y salió pitando. Eso según el Juli. El Pollo Morgan lo vio llegar al domicilio de Rómulo el Guapo siete minutos más tarde. Entró y salió al cabo de cinco minutos, y uno más tarde salió Lavinia Torrada. Él había partido en su automóvil y ella se dirigió al metro, seguida de la Moski y su acordeón. En el metro, la Moski aprovechó para tocar y sacarse unos eurillos. El objeto de su vigilancia se apeó en la estación de Plaza Cataluña e hizo transbordo a la línea 3, apeándose en la estación denominada Vallcarca. En la Avenida de la República Argentina tomó un autobús. En el autobús, los pasajeros exigieron a la Moski que no les diera la lata con el acordeón. La Moski siempre había tenido malas experiencias en los autobuses urbanos y otros transportes de superficie, como por ejemplo los taxis, donde en alguna ocasión se había metido con el propósito de amenizar el recorrido a los ocupantes. Con todo, afirmó, lo peor eran los ciclistas. Instada por mí a no desviarse de la línea central o hilo conductor de su informe, la Moski prosiguió diciendo que la mujer de Rómulo el Guapo había hecho tres visitas, una antes de comer y dos entre las tres y media y las seis de la tarde. La Moski había anotado en el reverso de una partitura las tres direcciones visitadas: la ya dicha en la República Argentina, no lejos de la plaza Lesseps; otra en la calle Anglí y una tercera en la parte baja de la vía Augusta. Al término de esta última visita, la había recogido el Peugeot 206, conducido por el individuo de siempre. La Moski no los había podido seguir, pero el Pollo Morgan confirmó que el del Peugeot 206 había depositado a la mujer de Rómulo el Guapo a la puerta del domicilio conyugal a las siete, tras lo cual se había ido. Las tres visitas efectuadas por la mujer de Rómulo habían durado entre media hora y cuarenta minutos cada una.
—¿Qué llevaba? —pregunté al concluir este aburrido relato.
—¿Puesto? —preguntaron a coro el Pollo Morgan y la Moski.
—No, en la mano. O al hombro. ¿Un bolso pequeño o una bolsa grande?
—Una bolsa grande —dijo la Moski—. ¿Por qué lo preguntas?
—Los lugares visitados —aclaré— pertenecen, por su ubicación, a un estrato social alto. Si fuera puta, habría llevado un bolsito. Y el horario habría sido distinto. En nuestro caso, todo apunta a visitas profesionales. Por la regularidad de la duración, yo les adjudicaría un carácter terapéutico. Masajes, probablemente. En la bolsa debe de llevar la bata y las cremas. Los masajes y el yoga guardan cierta relación. Tal vez el swami y la mujer de Rómulo el Guapo son socios y todos sus movimientos tienen una explicación muy sencilla.
Vi la decepción hacer mella en el ánimo de mi esforzada cuadrilla ante la perspectiva de que el trabajo realizado hasta el momento no hubiera servido para nada y me apresuré a añadir:
—Esta suposición, de confirmarse, no los haría inocentes ni culpables. Los hechos no han variado: Rómulo el Guapo sigue desaparecido en circunstancias misteriosas. Nada excluye que su mujer y el swami estén liados y hayan decidido quitar de en medio al tercero en discordia. Muchos maridos acaban sus días de este modo. No la mayoría, pero unos cuantos sí.
Al enterarse de esta estadística renació la esperanza en el grupo. Al cabo de unos instantes, sin embargo, el Pollo Morgan puso objeciones.
—No lo veo claro —dijo—. Rómulo el Guapo se pasó una temporada larga entre rejas y es lógico que su mujer se buscara un trabajo para subsistir y de paso un maromo. Ahora bien, si se lió con el tío del Peugeot 206, el asunto debe de remontarse a unos cuantos años atrás.
—No veo la contraindicación —dijo el Juli—. Si llevan tanto tiempo dale que te pego, es natural que les moleste la presencia constante del marido.
—Por descontado, pero ¿por qué eliminarlo precisamente ahora? —insistió el Pollo Morgan—. A estas alturas ya deberían haber llegado a un ten con ten.
Como máximo dirigente del grupo, decidí mediar en la discusión.
—Los dos tenéis parte de razón —dije—. Según la lógica elemental, si los adúlteros hubiesen querido librarse de Rómulo el Guapo, deberían de haberlo liquidado hace mucho. Pero no perdamos de vista las dificultades que conlleva hacer desaparecer a un hombre, y más a un hombre bragado como Rómulo el Guapo. Ahora, en cambio, las circunstancias allanan el camino. Rómulo el Guapo cometió un delito hace meses y está a punto de ingresar de nuevo en una institución penitenciaria. Si desapareciera repentinamente, lo lógico sería atribuir la desaparición a una fuga solapada.
—Perdonen que me inmiscuya —dijo el señor Armengol entrando en el comedor desde la puerta de la cocina y secándose las manos en el delantal— pero no he podido evitar oír su conversación y me se ocurre una impugnación, a saber: si el tal Romualdo iba a entrar en chirona, no hacía ninguna falta quitarlo de en medio. Digo yo.
—Ay, amigo mío —exclamó el Pollo Morgan—, entre fogones se pierden de vista las complejidades del alma humana.
—Vaya, pues ya me dirá qué rascan los que se pasan la vida petrificados encima de un pedestal —replicó desafiante el señor Armengol.
Volví a poner orden.
—No es fácil ser cónyuge de un preso. Y menos para una mujer tan atractiva como la de Rómulo el Guapo. Si la hubierais visto cuando iba a visitarle al sanatorio…
—Tú es que tienes un feble por esa golfa —dijo el Juli.
—No la insultéis por el mero hecho de estar buena, me cago en el zar —saltó la Moski—. Si una no es un coco, los hombres la llamáis burra y puta. Todo con tal de no pagar. Yo misma, sin ir más lejos, si perdiera unos quilos, me pusiera colorete y no fuera más honrada que una estrella del firmamento, por ejemplo Saturno, podría vivir la mar de bien y no cargar todo el puto día con este jodido trasto, que tengo las cervicales hechas polvo.
—Pues yo insisto en mi silogismo —dijo el señor Armengol—. Y es que no veo razón para tanto debate ni para tanta elucubración. Hoy en día, en nuestra sociedad neoliberal, si una mujer se quiere ir con otro, se va; el juez le concede el divorcio, y el marido, a pagar y a callar. Y si te pones flamenco, te enganchan una pulsera que pareces maricón. Suerte que tengo un amigo en un taller de reparación que me quitó la mía. Y es que, a mi ver, que ustedes están un poco chapados a las antigüedades, sin ánimo de ofender.
—No señor —dijo el Pollo Morgan levantando el cetro—. Lo que pasa es que nosotros somos hampones y tenemos un código muy estricto. Y usted sirva la cena y no se meta donde no le llaman, que aquí el que sabe hacer un huevo duro ya habla de todo como si fuera el Bulli en persona.
El dueño del local se fue rezongando a sus cosas y volvimos nosotros a las nuestras. A los postres hice un resumen, a modo de acta, de lo hablado y una vez concluido aquél extraje las siguientes conclusiones:
—Este intercambio de ideas ha sido muy provechoso y os agradezco a todos vuestras respectivas aportaciones. Ni una sola ha caído en saco roto, os lo puedo asegurar. Es cierto, haciendo balance de la situación, que parece que no hayamos avanzado, y es muy probable que no hayamos avanzado. Incluso es posible que hayamos retrocedido, cosas ambas difíciles de determinar cuando no se conoce el punto de partida ni el objetivo último de nuestro caminar. Pero también puede darse lo contrario, es decir, que hayamos avanzado sin darnos cuenta. Bien es verdad que avanzar sin enterarse de que se avanza es lo mismo que no avanzar, al menos para el que avanza o pretende avanzar. Visto desde fuera es distinto. Aun así, yo abrigo la esperanza de que este avance, real o imaginario, dentro de poco nos conducirá a la solución definitiva o, cuando menos, al principio de otro avance. Hasta ahora una cosa hemos hecho: meter el dedo en el avispero. ¿Quién mete a sabiendas el dedo en un avispero?, me preguntaréis. Un imbécil, sin duda. Pero lo del avispero lo decía en sentido figurado. Dicho lo cual, pasaré a analizar varias opciones.
Hice una pausa para calibrar el efecto de mis palabras sobre el auditorio. El Pollo Morgan se había dormido, porque era un hombre de edad avanzada y el día había sido largo. La Moski se había ido a la cocina a proseguir su altercado con el dueño del restaurante, a juzgar por el estruendo de platos rotos. El Juli miraba con atención un plátano abandonado sobre una alacena, pero como los albinos tienen los ojos rojos y, en consecuencia, poco expresivos, bien podía estar en Babia. En vista de lo cual y para ahorrar saliva, seguí exponiendo las conclusiones para mis adentros.
En primer lugar, no podía descartar la posibilidad de que Rómulo el Guapo hubiese sido asesinado por la pareja compuesta por su mujer, en este supuesto su viuda, y el swami, presunto amante de aquélla. Esta condición debía de servir a la vez de móvil del crimen. Y también de factor decisivo para determinar la autoría. ¿Lo había matado el swami? No parecía capaz, pero cosas más raras se han visto. Sin duda era un hombre débil de carácter. ¿Lo liberaba esto de toda sospecha? Al contrario: si una mujer seductora, temperamental y persistente le hubiese incitado a hacerlo, él no habría tenido arrestos para negarse. Si las cosas se habían producido de este modo, tarde o temprano se descubrirían. Los habíamos puesto en un brete y el tiempo jugaba a nuestro favor por la sencilla razón de que los muertos no tienen prisa por saber quién los ha matado. Y lo más probable es que les traiga sin cuidado.
Más complicada era la segunda opción, esto es, que Rómulo el Guapo siguiera vivo. De ser así, ni su mujer ni Quesito tenían noticia de su paradero. Y ambas habían acudido a mí para que las ayudara a sacarle de su escondite y para averiguar el motivo de su voluntaria desaparición. Esta segunda opción se condecía con las visitas de la subinspectora Arrozales, dos a mí y una a la mujer de Rómulo el Guapo, tal vez convencida de una posible relación entre la desaparición de éste y la ominosa presencia de Alí Aarón Pilila en nuestro suelo. Si, como había dicho la víspera el abuelo Siau, la policía nunca revela todo lo que sabe, probablemente la subinspectora sospechaba que la persona que se había entrevistado con el terrorista en el hotel de la Costa Brava no era otra que Rómulo el Guapo y por esta razón había ido a sonsacarme a mí en primer término y luego a Lavinia Torrada, y ahora me enviaba a mí tras la pista del presunto encuentro. ¿Acaso, me pregunté con desmayo, la vinculación con un acto de terrorismo internacional era el golpe que Rómulo el Guapo me dijo haber planeado y para el cual había pedido mi colaboración? Esta hipótesis justificaría la desaparición pero, ¿qué pensar de la carta que antes de desaparecer le había escrito a Quesito?
Demasiados hilos suelos para tejer una madeja, me dije. Sigilosamente me levanté de la mesa y con el mismo sigilo inicié la salida del restaurante. No quería acostarme tarde: el día siguiente se presentaba también largo y complejo y, en aquel caso en particular, tal vez plagado de imprevisibles peligros. Ya estaba en la puerta cuando oí la voz del Juli mascullar mi nombre.
—Antes me olvidé de decirte algo —dijo cuando me hube dado la vuelta para prestarle atención—. Esta tarde he vuelto a ver al swami. No me refiero al tipo del Peugeot 206 rojo, sino al auténtico swami: el de la barba y la sábana blanca.
—Tú deliras, Juli —respondí con impaciencia. Y a renglón seguido, en un tono más transigente, añadí—: Pero no importa. Cómete el plátano y dile al señor Armengol que lo cargue a mi cuenta.