Antes de ponerme en camino, recogí unos cuantos pelos del suelo y me confeccioné un bigote y unas cejas hirsutas, dándome un aspecto amenazador. En plena sesión de transformismo entró Quesito y se llevó un buen susto. Ya me había olvidado de ella. Le di la foto, repetí el encargo y se fue. Concluido satisfactoriamente el maquillaje, pasé por el bazar y pedí prestado un bloc de notas y una pluma estilográfica valorados en 3,70 euros con la promesa de devolverlos a la hora de comer y sin usar. En la tintorería pedí prestada una gabardina y un sombrero. Una vez completado el atuendo, que me hacía sudar la gota gorda, fui a buscar al Pollo Morgan.
Me costó dar con él, porque para guarecerse del sol y no volver a dar un espectáculo se había instalado a la sombra de los arbolitos. Allí lo encontré, sopesando las ventajas de la sombra y las desventajas de haberse convertido en palomar. Como no me reconoció, cuando le dirigí la palabra estuvo a un tris de caerse del pedestal.
—¡Vaya facha! —exclamó sin separar los labios.
—Mira quién habla. ¿Ha pasado algo?
—Ya lo creo: esta mañana temprano me ha parecido ver a la subinspectora que te visitó ayer. No la conozco, pero huelo a la pasma a cinco millas y ésta concuerda con tu descripción. Llegó en un Seat conducido por un cachas. Él se quedó en el coche, hablando por teléfono, mientras ella entraba en el edificio. Estuvo dentro unos diez minutos. Después de que se fuera pasaron otros cinco minutos. Entonces salió a la calle la tía buena con la cremallera del vestido a medio cerrar. En ese momento llegaba el del Peugeot 206. Ella debió de avisarle. Subió al coche y se fueron echando leches. La hora exacta de los hechos precedentes no te la puedo especificar, porque desde mi nuevo emplazamiento no se oye la radio del bar. La jamona ha regresado hace muy poco, todavía con la cremallera desabrochada.
—¡Ay, amigo mío, si yo te contara el ajetreo que le da a la pobre cremallera! ¿Pudiste ver al tipo del Peugeot 206? ¿Era el swami de la túnica y la barba que vio el Juli en la ventana del centro de yoga?
—Ni por asomo. Éste es un tipo normal, vestido con traje de rayadillo y zapatos de gamuza o cordobán. El coche lo tiene impecable.
Tenía mucho mérito contarme tantas cosas sin mover la boca ni alterar la expresión trágica de quien afronta su destino y prevé la pérdida de las colonias de ultramar, mientras en la corona saltaban y piaban dos pichones. De lo dicho inferí que el conato de seducción por parte de Lavinia venía provocado por la intervención de la subinspectora, la cual probablemente le había proporcionado mi dirección. Quizá le pasó también el dato del taburete. En su día yo se lo había confesado al propio Rómulo el Guapo y quizá éste se lo contó a su mujer, pero yo prefiero pensar que mi amigo no quebrantó el secreto y no excluyo que los archivos policiales desciendan a estos sórdidos paradigmas de la flaqueza humana.
—Es preciso —añadí pasando sin transición de la reflexión al diálogo— vigilarla de cerca. Y a su cómplice, sea o no el swami. Si lo hago yo, me descubrirán en seguida. ¿Se te ocurre algo?
—La Moski —respondió sin vacilar—. Es itinerante y pasa inadvertida. En temporada hace los chiringuitos de la Barceloneta. Allí se saca una pasta. Pero si le dices que vas de mi parte y que sólo serán veinticuatro horas, a lo mejor dice que sí. Con probar nada se pierde. Y no te olvides de mis dos euros más el plus de información valiosa.
Me despedí de él y salté al autobús camino de la Barceloneta. Una de las pocas ventajas del verano en la ciudad es la fluidez insólita del tráfico. Si el autobús no tarda mucho en pasar, uno puede cruzar Barcelona de punta a punta sin que la barba le llegue a la cintura al llegar a su destino. El metro es rápido todo el año, pero yo prefiero transitar por la superficie, en un vehículo del que pueda saltar en marcha si las circunstancias lo imponen. Además, en el autobús viajo de gorra gracias a la tarjeta de la edad de oro que me vendió un moro por quince euros hace no sé cuántos años. Si pasa el revisor, simulo expectoraciones y no se detiene a inspeccionar a fondo el documento acreditativo de mi supuesta ancianidad.
La Moski, cuyo verdadero nombre era otro, largo e impronunciable, se había instalado en Barcelona a finales del pasado siglo, procedente de un país del Este. Cuando apenas tenía uso de razón había ingresado en las juventudes estalinistas y ni su experiencia ni el devenir de la Historia le dieron motivos para claudicar de las ideas que allí le habían inculcado. Como a su lealtad inquebrantable unía un carácter inconmovible, al producirse el derrumbamiento del sistema, la Moski metió en una maleta de madera sus pocas y modestas pertenencias y se fue al exilio por propia iniciativa. En algún momento había oído que el partido comunista de Cataluña era el único que, en medio de la debacle, mantenía una ortodoxia intransigente, una jerarquía compacta y una disciplina implacable. Nada más apearse del tren, la Moski se presentó en la sede del antiguo PSUC y a quien la recibió en la entrada le mostró el carné y una foto dedicada de Georgi Malenkov y le dijo que venía a ponerse a las órdenes del secretario general. El recepcionista, en prueba de camaradería, le ofreció una calada del canuto que se estaba fumando y le informó de que el secretario general, al que se refería con el respetuoso apodo de «el Butifarreta», no la podía recibir porque estaba plantando azucenas en el jardín de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora; luego había quedado delante de la catedral con el resto del comité central para bailar sardanas, y por la tarde iba al fútbol. La Moski no pudo menos que admirar el astuto disimulo con que el partido encubría los preparativos de la revolución y decidió quedarse a vivir en Barcelona. Compró a plazos un acordeón de segunda mano y se puso a tocar y a cantar por las terrazas de restaurantes, bares y chiringuitos. Cantaba a voz en cuello para que no se notara que no sabía tocar el acordeón y el estruendo del acordeón tapaba sus gallos y su voz de grajo. Los extranjeros tomaban aquella cacofonía estridente por música catalana de los tiempos del comte Arnau y los nativos por folclore de los Balcanes, sin percatarse ni los unos ni los otros de que la Moski interpretaba No me platiques más, Contigo en la distancia y otros sentidos boleros de un disco de Luis Miguel comprado en una gasolinera.
Informado de todo esto por el Pollo Morgan y sin haber tenido trato previo con ella, la abordé sin demasiadas esperanzas de conseguir su colaboración, pero al mencionar el nombre del Pollo Morgan, se mostró bien dispuesta, le dedicó grandes elogios y dijo estarle agradecida por la ayuda prestada en momentos difíciles. Como se refería a él llamándole «el camarada Bielsky», supuse que se confundía de persona, pero no hice nada para sacarla del error. Sin discusión ni reserva se avino a trabajar a mis órdenes durante dos días, cobrando lo mismo que los otros dos (el Juli y el presunto camarada Bielsky) pero sólo tocando el acordeón, sin cantar, porque tenía un principio de afonía por culpa de los aires acondicionados.
Le di las oportunas instrucciones y la dejé para dirigirme a la calle Calabria, donde tenía su sede el centro de yoga del swami Pashmarote Pancha. Antes de entrar en el edificio, pregunté al Juli si había vuelto a ver al swami y respondió que no. Igualmente pulsé el timbre del interfono correspondiente. Sin más se abrió la puerta, entré y, no habiendo ascensor, subí a pie las escaleras hasta el tercer piso. La puerta del centro estaba entornada. En el recibidor había un minúsculo mostrador y tras él una recepcionista de mediana edad, mal teñida y muy pálida. El aire estaba impregnado de un aroma de incienso estomagante. No parecía haber más clientela que yo, pero aun así la recepcionista tardó en darse por enterada de mi presencia y cuando lo hizo fue para observarme con indiferencia, dando a entender que si yo no hablaba, ella tampoco lo haría. Me quité el sombrero y con un aire suave y pío, acorde con el ambiente de recogimiento que allí imperaba, dije:
—Ave María Purísima, ¿está el swami?
—¿Tiene hora?
—No.
—¿Es de alguna mutua?
—En realidad, no vengo en busca de sosiego, sino en misión oficial. He llegado esta misma mañana del Tíbet —repuse. Y ante su mueca de incredulidad me apresuré a añadir—: Pasando por nuestras oficinas centrales en Madrid. Ya sabe a lo que me refiero.
Le hice un guiño con los ojos y un signo cabalístico con las manos. La recepcionista me miró con aprensión y se levantó. Temí que fuera a salir al rellano a pedir auxilio, pero sin inmutarse dijo:
—No sé si el swami está ocupado. O meditando. Aguarde un instante. ¿Me recuerda su nombre, por favor?
—Sugrañes. Placidísimo Sugrañes, que en paz descanse.
Abrió una puerta al fondo de un corto pasillo tras haber tocado suavemente con los nudillos y entró. En su ausencia traté de examinar la agenda para ver si en la lista de visitas pendientes había algún nombre revelador, pero no me dio tiempo: en un abrir y cerrar de ojos reapareció la recepcionista, desanduvo el corto pasillo y se refugió nuevamente detrás del mostrador.
—Puede usted pasar —dijo sacando un cronómetro de detrás del mostrador—. El swami le concede diez minutos. A partir de ahí, son cinco euros el minuto más IVA.
Asentí con humildad y entré en el santuario del swami. Era una pieza de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana rectangular orientada a la calle. Por aquella ventana Juli debía de haber visto asomarse al swami. Una mesa de oficina ocupaba la mayor parte del despacho, y frente a la mesa había dos sillas de tijera. En las paredes, flores de papel y fotos de montañas trataban de ocultar las grietas y los desconchados. Sobre la mesa había un retrato enmarcado. A primera vista y sin gafas me pareció que la persona del retrato tenía cabeza de elefante. Si era su mujer, no me extrañó que cortejara a Lavinia Torrada. Con todo, lo que más me sorprendió fue la persona del swami: en vez del ascético espantajo que había descrito el Juli, me encontré con un individuo de mediana edad, rasgos correctos, afeitado con esmero y vestido con un traje de verano de buen corte, probablemente el mismo hombre y el mismo traje que había visto el Pollo Morgan unas horas antes a bordo del Peugeot 206. Me señaló una silla con ademán lánguido, esbozó una sonrisa condescendiente y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, señor Sugrañes?
—Ahora mismo se lo diré, pero antes, acláreme una duda: ¿de verdad es usted el swami? Quiero decir, el swami titular.
—No hay otro. Pashmarote Pancha, en armonía con el orden del universo y con la música de las esferas. Pero con el tercer ojo detecto estupor en su mente y cara de bobo en sus facciones.
—Sí, francamente, esperaba encontrar a otra persona. Quiero decir, a una persona más acorde con la imagen tradicional… Barba, sábana, estas cosas…
—Bah —dijo agregando a la sonrisa un rictus de suficiencia—, las apariencias son sólo apariencias, como nos enseñan los libros sagrados. La sabiduría es interior. Y la paz interior también es interior, como su propio nombre indica. La secretaria me ha comentado que viene usted del Tíbet —añadió con evidente sorna.
En vista de que la conversación no fluía por los cauces deseados, decidí aplicar el método tradicional.
—No haga caso —respondí curvando a mi vez las comisuras de los labios en una sonrisa mordaz y sacando del bolsillo el bloc de notas y la pluma estilográfica—. Así es como llaman por broma a mi departamento en la Dirección General de Entidades Espirituales, a la que pertenece la suya de pleno derecho.
—Se equivoca de nuevo, señor Sugrañes. Mi entidad no está dada de alta ni consta en ningún registro.
—Eso se cree usted, señor Pancha. Toda asociación pública o privada, dedicada a fines espirituales, incluida la Santa Sede, consta en nuestro Registro Especial —consulté el bloc de notas y agregué—: La suya figura con el número 66754 BSG. Bilbao, Segovia, Granada.
Cerré el bloc y en tono campechano y un punto venal continué diciendo:
—Como usted bien sabe, la Constitución ampara y fomenta todas las religiones por igual, siempre que no atenten contra las normas de convivencia. Y el Gobierno las subvenciona con una generosidad a veces malentendida. Si usted y su asociación no han solicitado la correspondiente dotación, bien por falta de información, bien por negligencia, bien por otras causas, no es asunto mío. Pero el no haberse beneficiado de lo dispuesto por la ley no les exime de cumplir con las obligaciones prescritas, una de las cuales es la fiscalización periódica. En el terreno volátil de las creencias, como en todos, si no más, abundan los aprovechados. A cualquier imbécil se le aparece san Blas en plena cogorza y ya reclama un subsidio con malos modos. Hasta ahora el Gobierno ha sido indulgente. Pero con la crisis, las cosas han cambiado. Toda asociación ha de pasar un control estricto. La prensa husmea y Bruselas no tolera despilfarros. Por no hablar de escándalos. En algunas sectas, las prácticas dejan mucho que desear. Es el signo de los tiempos, amigo Pancha. Si en la Iglesia católica, que es la única verdadera, pasa lo que pasa, imagínese en otras liturgias. A la que te descuidas, hasta los zombis hacen guarrerías. No digo que éste sea su caso, y, si no lo es, no tiene nada que temer, querido Pancha. ¿Podemos pasar al turno de preguntas?
Volví a abrir el bloc de notas y le quité el capuchón de plástico dorado a la pluma estilográfica. El swami había cambiado la petulancia inicial por una actitud de obsequiosidad ladina.
—Por supuesto —dijo.
—Así me gusta. Trataré de no sobrepasar los diez minutos que me ha concedido su eficiente y amable secretaria. Pero si los trámites se alargan, dígale a esa chorba que se meta el cronómetro donde ella sabe. Y ahora empecemos por el principio. ¿Tiene usted al día la licencia? ¿Y la cédula de habitabilidad? ¿Cuánta gente trabaja en la asociación? Con seguridad social o sin ella, eso no me interesa. Ya se las entenderá con los de Hacienda cuando le toque.
—Sólo dos personas: la señorita Jazmín, a la que ya conoce, y yo mismo.
—¿Reside usted en Pedralbes?
—No, señor. En el Poble Sec.
—¿Lo ve? —dije simulando hacer una anotación—. Hasta las bases de datos más completas tienen fallos. ¿Es usted propietario de un vehículo? ¿Acaso, según mis datos, de un Peugeot 206? ¿Le ha dado buen resultado? ¿Pasa regularmente la ITV?
—Todo está en orden. El coche va bien y gasta poco.
—¿Es usted propietario de algún establecimiento abierto al público? Como un bar, por ejemplo.
—No, señor.
—Aquí dice que ha sido visto en repetidas ocasiones en una cafetería registrada con el nombre de El Rincón del Gordo Soplagaitas.
—Sí, voy de vez en cuando a ese bar. Eso no es ilegal, supongo.
—No, pero es raro. Queda lejos de su trabajo y de su domicilio. Y como bar, sinceramente, no merece el desplazamiento.
—Oiga, no quisiera parecer descortés, pero mi vida privada no es de su competencia.
—Por supuesto, por supuesto —convine encogiéndome de hombros y haciendo otra anotación—. En caso de conflicto decidirán los tribunales.
—Está bien. Le diré la verdad. En casos excepcionales atiendo a las necesidades espirituales de algún discípulo a domicilio. Cerca del bar que usted ha mencionado reside una persona cuya serenidad anímica depende de… de ciertos ejercicios que practicamos al alimón. Meditación postural la llamo yo. Los días de visita suelo tomar algo en el bar, antes o después de las sesiones. Nunca bebidas alcohólicas. ¿Todo esto ha de constar en el expediente?
—De momento, en el informe. Yo sólo soy el mensajero de la buena nueva. En breve le visitarán tres inspectores. Yo de usted iría poniendo en orden los papeles. Y también su vida privada. Se ahorrará muchos quebraderos de cabeza. Ésos se presentan sin avisar.
Estuve tomando notas en silencio durante un rato, luego le puse el capuchón a la pluma, cerré el bloc y me guardé ambos artículos en el bolsillo. Mientras me levantaba dije:
—¿Me permite utilizar su móvil? He dejado el mío en la furgoneta.
—No faltaría más.
Marqué el número de Quesito y cuando ésta respondió dije:
—¿Fernández? Soy yo, el Sugra. Te llamo por el móvil de un cliente. Sí, el swami de los cojones. ¿Cómo? Nada, lo de siempre. Veremos qué dicen los cabrones del tercer piso. ¿Y a ti cómo te ha ido con el derviche? ¡No me digas! ¿Agarrao por las pelotas? ¡Pero qué tío estás hecho, Fernández! Venga, te veo. Ciao, ciao.
Devolví el móvil al swami, que lo cogió con mano temblorosa, saludé con una ligera inclinación de cabeza y me dirigí a la salida. Al pasar junto a la recepcionista hice como si no la viera. En la calle el sol caía a plomo. Me puse el sombrero. Había sido una buena idea traer el sombrero y me daba pena tener que devolverlo. Debido a la posición del sol, mi sombra sobre el pavimento se reducía a la sombra del sombrero. Gracias a este efecto astronómico no hube de consultar el reloj para saber la hora aproximada ni para recordar la invitación del abuelo Siau. Al pasar junto al Juli me detuve un instante, como si me estuviera arreglando el sombrero, y sin mirarle le cité para las nueve en el restaurante Se vende perro y le dije que convocara a los otros. En aquel momento pasaba un autobús. Le hice señas y cuando se abrió la puerta salté adentro. En el autobús sólo viajaban dos señoras de avanzada edad vestidas de negro. Antes de sentarme, las saludé muy gentilmente quitándome el sombrero.