5. El misterioso propietario de un Peugeot 206

A despecho de la adversa coyuntura, Cándida y su marido vivían con cierta holgura fiduciaria y espacial, a raíz del fallecimiento de la madre de éste, un luctuoso suceso, ocurrido tres años atrás, que les exoneró de muchas cargas y preocupaciones y les permitió recuperar una alcoba y retirar de la puerta el rótulo que rezaba: cuidado con el perro. Tan dolorosa pérdida no les impedía seguir cobrando la pensión de la difunta, así como el subsidio a personas dependientes y una beca para cursar estudios en la Facultad de Telecomunicaciones al amparo del programa de educación de adultos. Gracias a estas pequeñas artimañas administrativas, mi cuñado no pegaba sello y mi hermana había dejado de hacer la calle.

La jubilación de Cándida debería haber sido para ella una fuente de alegría, pero no lo fue. Con tanta perseverancia como poco éxito, Cándida había ejercido la prostitución callejera desde la niñez, y aunque había cosechado más cuchufletas que piropos y más palos que propinas y había contraído un verdadero catálogo de enfermedades, no sólo venéreas sino de otra índole, como el escorbuto, la cataplexia, la aerofagia, la podagra, el beriberi, el tabardillo, la fiebre aftosa, el cretinismo, el vómito negro y varios hongos, el súbito abandono de lo que había constituido durante décadas su diario quehacer le produjo la depresión que acompaña a muchas jubilaciones. A ello contribuyó no poco el que los habituales del sector en que ella faenaba, al tener noticia de su retiro, organizaron una verbena con cava y cohetes que le dolió en el alma. De la consiguiente postración ni su marido ni yo hicimos nada por sacarla, porque cuando estaba eufórica ya era un trasto inútil, y deprimida, al menos, no decía nada. Con entereza admirable, ella misma salió del trance buscando consuelo en la religión. Iba a misa sin parar, hacía novenas y triduos y no había ceremonia sacra ni procesión a la que no aportara sus desafinados cantos, su fealdad y su peste. La dejamos hacer hasta que el coadjutor de la parroquia, aprovechándose de su reciente fanatismo y su congénita sumisión, empezó a explotarla haciéndole fregar la rectoría, lavar y planchar sus hábitos sacerdotales y su ropa de seglar, incluida la del gimnasio, y prestarle todo tipo de servicios sobre cuya naturaleza ni ella nos informó ni nosotros le preguntamos. Más tarde empezó a sacarle dinero a cambio de estampas y medallitas y acabó vendiéndole una muela de Juan XXIII por la exorbitante suma de cincuenta euros. Al día siguiente, mi cuñado y yo esperamos al coadjutor a la puerta de la parroquia, lo llevamos a un portal oscuro y le dijimos que si volvía a tener tratos con Cándida le meteríamos la lanza de Longinos por el culo. El tipo captó el mensaje y a partir de entonces, sin explicación ni previo aviso, la Iglesia dio a la incauta beata con la puerta en las narices. Sin guía espiritual y sin dinero para obras pías, Cándida se vio obligada a dar rienda suelta a su devoción a su aire y por sus medios, hasta que un día la pillaron en la catedral encendiendo pedos delante del altar de santa Rita y le prohibieron la entrada en todos templos y recintos consagrados de la cristiandad. Creo que ahora, después de probar con los evangelistas y los testigos de Jehová, practicaba el animismo. Huelga decir que estas experiencias no habían aumentado su sensatez, agudizado su inteligencia ni mejorado su carácter.

—Ya he cenado —grité a modo de saludo al ver que enarbolaba una plancha para darme con ella en la cabeza—. Sólo venía a interesarme por ti y a ver a Viriato, mi modelo en la vida.

Atocinado, zafio y sudoroso acudía el aludido al reclamo de mi voz y los denuestos de su consorte.

—¡Adelante! ¡Cuánto bueno! —dijo con mal fingida jovialidad—. ¿Y cómo va el negocio? ¿Eh?, ¿eh?

—Como nunca —respondí ambiguo. La peluquería era de su propiedad y yo, aunque hipotecado el local, pignorados los muebles y utensilios y hundida la razón social en irredimible bancarrota, siempre le presentaba un balance esplendoroso, no fuera a traspasarla y dejarme a mí en la calle—. Ello no obstante —agregué a renglón seguido—, una pequeña ampliación de capital no estaría de más, vista la agresividad de la competencia.

Después de una dura negociación, el miserable me prestó cuarenta euros al veinticinco por ciento de interés semanal. Eran más de las nueve cuando llegué jadeando a donde me esperaba petrificado el Pollo Morgan. Supuse que lo encontraría irritado por la tardanza e intransigente en cuanto al pago, pero con gran sorpresa mía me saludó agitando el cetro, saltó del pedestal y admitió haber recaudado una suma muy superior a las previsiones más optimistas.

—Al principio me miraban con extrañeza —dijo mientras iba guardando sus haldas en un hatillo hasta quedarse en tanga—, pero luego han debido de pensar que me había instalado aquí porque el barrio se está poniendo de moda y les ha dado un subidón. Pobre gente.

—No sabes cuánto me alegro. ¿Ha pasado algo interesante?

—Ca. Como en la mañana. Un poco más de movimiento al ponerse el sol. La tía buena salió y entró un par de veces. A las siete volvió el del Peugeot 206. Tuvo suerte y lo aparcó en la esquina. Ahora está en la casa.

—¿Tú crees que pernocta?

—No lo excluyo. Al entrar se iba tocando los huevos.

—¿Ha pasado por el bar?

—Sí. A tomarse una clara.

—Confío en que le hayan dado el recado. Me gustaría saber quién es. Tú vete a descansar. Mañana te quiero aquí a primera hora. Yo me quedaré un rato de vigilancia.

—Vale, pero no hagas de estatua. El sindicato no admite intrusos, y menos en zonas lucrativas.

—Descuida, Pollo, no tengo talento para el arte escénico.

Se fue y yo entré en El Rincón del Gordo Soplagaitas. Como la honradez del Pollo Morgan me había ahorrado el pago de sus servicios, tuve la tentación de pedir una Pepsi-Cola, porque me encanta y porque la comida china me había dado una sed infernal, pero preferí reservar los fondos para el futuro. Pedí agua del grifo y con eso me entretuve un par de horas, vigilando el portal y mirando de reojo videoclips en un televisor gigante colgado sobre la barra. El gordo seguía detrás de la barra pero no dio muestras de reconocerme y yo me abstuve de entablar conversación. Por el momento era mejor pasar inadvertido, cosa fácil toda vez que mis facciones sólo llaman la atención de los primatólogos, lo cual resulta muy ventajoso en ciertos momentos. En otros, francamente, no.

Hacia las once había cesado toda actividad en la calle y en el bar, vacío desde hacía un buen rato, habían apagado la televisión, la cafetera y todas las luces salvo una bombilla de bajo consumo. Dejé veinte céntimos en la barra y me fui. El Peugeot 206 seguía estacionado en el mismo sitio. La temperatura no había bajado, la humedad relativa había aumentado. Llegué a la puerta de casa sudoroso y exhausto. Antes de entrar llamé desde una cabina a Quesito pero su móvil me salió por peteneras diciendo estar apagado o fuera de cobertura. Subí, me lavé los calzoncillos y los calcetines, los tendí en la lámpara del comedor y me metí en la cama.

Conocedor de las costumbres de la juventud de hoy día, no quise volver a llamar a Quesito a primera hora de la mañana siguiente y perder tontamente otra moneda. Por eso me causó muy buena impresión verla entrar bastante temprano en la peluquería para contarme que la víspera, a la hora de cenar, había telefoneado un individuo para un asunto relacionado con un vehículo y una compañía aseguradora.

—¡Qué suerte! —exclamé—. ¿Quién era?

—No lo sé. Le dije que no sabía de qué me estaba hablando y colgó.

—¡Maldición! Hemos perdido el contacto otra vez.

—Bueno, al menos sabemos su número de teléfono.

—¿Te lo dio?

—No, pero quedó registrado en mi móvil.

—¡Admirable invención!

Llamé desde la cabina y respondió una voz femenina sobre una música acariciadora.

—La verdadera paz está en nuestro interior. Si desea meditar en catalán, pulse uno; si desea meditar en castellano, pulse dos; para otros asuntos, manténgase a la espera. —Transcurrido un rato, amenizado con flautas y sonajas, la misma voz dijo en tono agrio—: ¿Qué coño quiere?

—Hablar con el encargado de la entidad —respondí suavemente.

—El swami no puede atenderle en este momento. Está reunido con el Dalai Lama. En el plano espiritual, se entiende. ¿Desea que le dé hora para una primera consulta? Son cien euros.

—El swami bien los vale. Anóteme e indíqueme el lugar adonde debo guiar mis venturosos pasos.

Me dio hora para el lunes siguiente y una dirección en la calle Calabria.

—Es muy caro —exclamó Quesito cuando hube finalizado la llamada y le hube referido lo hablado—. ¿Va usted a ir?

—Como paciente, no. Pero en cuanto pueda le haré una visita de otra índole. Y no estaría de más que te acercaras a esa dirección y echaras un vistazo. Esta tarde vuelves y me das el parte. Pero no metas la pata. Sólo mirar, desde fuera.

Se fue muy decidida. Yo no confiaba mucho en la utilidad de su información, pero me pareció bien hacerla trabajar un poco. Por más que careciera de experiencia en estas lides, no parecía tener un pelo de tonta.

Poco antes del mediodía, cuando las tripas ya llevaban rato haciendo ruido, entró en la peluquería una mujer joven, no muy alta, de constitución maciza, facciones regulares y expresión resuelta. En cuanto me puse a dar chicuelinas con la bata, levantó la mano y en un tono de leve sarcasmo dijo:

—Descansa, maestro. Vengo a otra cosa.

—Podemos hablar mientras le lavo y le marco —insinué para ganar tiempo, porque para entonces ya sabía a quién me enfrentaba. Ella sacó una foto del bolsillo interior de la cazadora y me la mostró. Se trataba del retrato de un hombre cuya identidad me resultaba desconocida, especialmente sin gafas.

—¿Lo conoces? ¿Le has visto?

—Ni una cosa ni otra —dije—. Salgo poco. ¿Quién es?

—Yo pregunto. Tú contestas.

—Lo hacía para ayudar.

—Pues vuelve a mirar la foto y haz memoria. Cuento hasta cinco y luego te arreo. Cuatro y cinco, ¡toma!

Me largó un bofetón. Como conozco la broma de antiguo, me aparté lo justo para no recibir el golpe en plena cara.

—De haberlo visto, se lo diría —dije—. Si revisa mi expediente verá que siempre me mostré cooperativo.

Dejó la foto sobre la repisa y me dirigió una sonrisa torcida.

—He leído lo que dejó escrito sobre ti el comisario Flores, que Dios tenga en su gloria.

—Y allí lo guarde por los siglos de los siglos. Tuve el honor de trabajar con el comisario Flores en varios casos. Eran otros tiempos, claro. Ahora los métodos han cambiado.

—No te hagas ilusiones.

—¿Puedo preguntarle su nombre de usted? Para manifestarle el respeto y la obediencia que en su día derroché con el llorado comisario Flores.

—Para ti, subinspectora Malaspulgas.

—¿Seguro que no quiere que le recorte las puntas, subinspectora? El deber y el coraje no están reñidos con la estética. Y es gratis.

Leí la duda en sus ojos. Pocas personas se resisten a una oferta semejante.

—¿Tardarías mucho en arreglarme las greñas? He quedado para comer a las dos.

—Estaremos listos en un periquete. Tiene usted un cabello muy maleable y de muy buena calidad. No necesita potingues. Póngase cómoda. Si quiere, le guardo la pipa en la trastienda.

Se quitó la cazadora y la colgó del perchero. En camiseta perdía autoridad, pero ganaba atractivo. En vez de sobaquera, llevaba la pistola en la rabadilla, entre la falda y las bragas. La dejó también sobre la repisa, al lado de la foto.

—Si me haces un trasquilón vas a la trena.

—Pierda cuidado. ¿Por qué lo buscan? Al de la foto.

—Eso no te incumbe.

—Sin embargo, usted ha venido directamente a preguntarme si le he visto. ¿Cuál sería, de haberla, la conexión?

—Estamos al comienzo de las pesquisas. No debemos avanzar conclusiones.

—Pero sí trabajar sobre hipótesis, como solía decir el comisario Flores, que ahora nos mira desde el cielo. Vayamos por partes, si me lo permite. Yo soy un honrado peluquero. Y ese tipo, ¿qué es?

—Lo sabrás cuando proceda. Y tu condición la decidimos nosotros. De momento, oído al parche. Te dejaré la foto por si al volverla a ver se te refresca la memoria. Y mi móvil.

Se levantó, descolgó la cazadora de la percha, sacó una tarjeta de visita y me la entregó. Sin tratar de leer su contenido, para no poner de manifiesto mis dioptrías, la dejé en la repisa, junto a la foto. En aquel momento se metió en la peluquería algo parecido a una bolsa de basura en zapatillas y dijo:

—Disculpen molestia. Estaba dando imprudente paseo a pleno sol y sentí mareo. Para no pillar insolación decidí refugiarme en gran peluquería. Ignoraba que tuviera honorable clienta. —Hizo una dificultosa reverencia a la subinspectora y añadió dirigiéndose a ella—: Elegante chaqueta. Hermosa fisonomía. Grandes melones. Ya me voy.

—No hace falta —dijo la subinspectora—. La que toca el pirandó es mi menda.

Se puso la cazadora, se volvió a mirar al espejo, se sonrió a sí misma y, sin dirigirme una mirada, fue hacia la puerta. Al pasar junto al anciano amagó un puntapié mientras decía con gracejo:

—¿Kung fu, abuelete?

—No, señora. Kung fu en películas. En mi pueblo levantábamos piedras, como en Vascongadas.

Cuando se hubo ido, ofrecí asiento y un vaso de agua al abuelo Siau.

—No se moleste —dijo éste—. Insolación es mentira. Estaba delante de puerta de bazar y vi entrar mujer en gran peluquería. Como tardaba en salir, vine para echar mano. Con policía nunca se sabe. ¿Qué venía buscando?

—Información. Nada que ver conmigo. No volverá. Pero le agradezco la buena intención. ¿Cómo adivinó que era policía?

—En todas partes misma jeta. Desconfíe de policía. Siempre esconden algo. Nunca sueltan presa. ¿Le gusta comida oriental? Mi nuera está preparando pollo cantonés. Para chuparse dedos. Será un honor si acepta compartir nuestra humilde mesa. Dos y media en punto. Ciao.

Se marchó con tanto sigilo como había venido y yo me quedé pensando en lo ocurrido. Con ayuda de las gafas leí la tarjeta de visita de la subinspectora

SUBINSPECTORA VICTORIA ARROZALES

SERVICIOS ESPECIALES DE SEGURIDAD DEL ESTADO

NEGOCIADO DE TERRORISMO Y ATENTADOS

y un número de teléfono. A continuación examiné la foto: la calidad no era muy buena, pero se distinguía perfectamente su aspecto rudo, su piel oscura, su cabello ensortijado y, en general, los rasgos de un extranjero, y no precisamente de los que dan vueltas en el bus turístico. Desde luego, algo muy extraño había en todo aquello. A juzgar por la especialidad de la subinspectora, se trataba de un asunto por completo ajeno a mi mundo y a mi experiencia, no sólo actuales, sino pretéritos. Por qué, entonces, después de tantos años, en lugar de venir a preguntarme por los pequeños delitos propios de un barrio como aquél y los chorizos y bandas de jovencitos descarriados con quienes, dicho sea de paso, no tenía ningún contacto, porque a ninguno de ellos se le ocurría venir a cortarse el pelo a mi establecimiento, mi colaboración era solicitada con apremio en relación nada menos que con un presunto terrorista. Todo me sumía en la confusión, incluida la necesidad de poner o no un signo de interrogación al final del párrafo precedente. Por suerte, con estas cábalas se me pasó el tiempo sin sentir y estaba absorto en ellas, o quizá dormido, cuando me devolvió a la realidad la voz de Quesito, que venía a dar cuenta de sus diligencias matutinas.

Siguiendo mis indicaciones, había acudido a la dirección de la calle Calabria y en ésta a un edificio de pisos, en uno de los cuales tenía su sede un centro de yoga y meditación, según anunciaba un rótulo en el portal que decía:

CENTRO DE YOGA DEL SWAMI PASHMAROTE PANCHA

El rótulo no especificaba el contenido de las actividades que allí se realizaban. Averiguado esto, y como no había portera a la que interrogar, Quesito se había limitado a montar guardia frente al edificio. En ello había invertido la mañana entera, salvo una breve interrupción para ir a comprar un Magnum, que había saboreado en el puesto de observación. Tanto tiempo y tanto desvelo habían dado muy poco rendimiento, porque, dadas las fechas y la temperatura, poca gente había entrado y salido del edifi cio, prefiriendo todo el mundo postergar cualquier actividad para otra estación más benigna, y los pocos que habían entrado, salido o hecho ambas cosas tenían un aspecto muy normal, por lo que había resultado imposible saber si dichas entradas y salidas guardaban relación con el local objeto de vigilancia.

—Al final —concluyó con abatimiento—, ya no sabía qué estaba haciendo allí. Sólo sabía que, fuera lo que fuese, no tenía el menor sentido.

—Esto que acabas de describir —le dije— se llama trabajar. Conseguirlo requiere estudio, esfuerzo, tesón y mucha suerte. Conservarlo, lo mismo. Confío en que la práctica te haya servido de estímulo. En cuanto a lo de hoy, has hecho lo que has podido. Me gustaría saber si el tipo del Peugeot 206 rojo trabaja en el centro de yoga. Lo cierto es que llamó desde ese número. Ya lo averiguaremos. Ahora vete a tu casa, dúchate, que buena falta te hace, y come lo que te den sin rechistar ni dejar nada en el plato. Te puedo asegurar que yo haré lo mismo, salvo la ducha, pues carezco de ella.

—¿He de volver a montar guardia esta tarde? —preguntó—. Había quedado con una amiga para ir al cine.

—Está bien. Procura ver una película educativa, no una mamarrachada con efectos especiales. Y ten el móvil siempre conectado. Si llaman, no hagas como otras veces y entérate de algo. Si no hay novedad, yo te llamaré mañana por la mañana para darte nuevas instrucciones. Y no te olvides del dinero.

Prometió hacer algo al respecto sin demasiada convicción. No me importó: tras la ominosa incorporación de la subinspectora a la trama, prefería mantener a Quesito alejada del teatro de operaciones. No quería que corriera peligro, de haberlo, y, de todos modos, no me iba a ser de ninguna utilidad. En su lugar, decidí recurrir, como se debe hacer siempre, a profesionales acreditados.

Al bajar del autobús no soplaba una gota de aire y las Ramblas presentaban un aspecto desolado. Apenas media docena de turistas se arrastraban de sombra en sombra, dispuestos a amortizar el costo del forfait. Hice de tripas corazón y emprendí la travesía. Por suerte, no tuve que caminar mucho para dar con el sujeto objeto de mi búsqueda.

—¿Cómo te va, Juli?

Con un gesto imperceptible para una audiencia inexistente señaló un platillo colocado a sus pies, en cuyo centro relucía una solitaria moneda de un euro, seguramente puesta allí por el propio Juli a modo de incitación. Kiwijuli Kakawa, por todos llamado el Juli, era un hombre sin suerte y lo fue desde el día de su nacimiento, ocurrido en el seno de una tribu del África occidental que no dispensaba un trato preferente a los albinos. Después de una odisea ardua, larga y cara, consiguió ganar a nado la playa de Salou, para regocijo de los bañistas. Sin papeles ni esperanza de obtenerlos, adquirió una licencia falsificada para ejercer de estatua viviente en la Rambla de las Flores sólo por las mañanas. Suponiéndole más prestigio local del que en realidad goza, optó por encarnar a don Santiago Ramón y Cajal. Con dinero prestado compró el vestuario y el equipo. Los profesionales de éxito contratan a uno o varios ayudantes para que persigan a los desalmados que a veces intentan pispar la recaudación prevaliéndose de la inmovilidad de la parte perjudicada. El Juli no podía permitirse pagar a nadie, con lo que no sólo se quedaba casi siempre sin el escaso monto acumulado en el platillo, sino que al cuarto día de trabajo le robaron también el microscopio. Como no podía comprar otro ni cambiar de personaje, puso un cartel que decía:

DON SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL EN EL MOMENTO DE DESCUBRIR LA POLARIZACIÓN DINÁMICA DE LAS NEURONAS A SIMPLE VISTA.

—Puedes ganar el doble —dije señalando el euro y simulando creer en su legítima procedencia— si haces lo mismo en la calle Calabria.

Durante un rato no modificó el estudiado gesto de asombro ante el portentoso descubrimiento científico; luego movió los labios para decir:

—¿No podría ser en la calle Villarroel? Cerca del Clínico pasa más gente.

—No. Ha de ser delante de un edificio concreto. Quiero vigilancia ininterrumpida. Y Calabria está muy bien: hay muchas tiendas abiertas. Con la crisis, este verano no se ha ido nadie de vacaciones.

Era mentira, pero no me costó demasiado convencerle, porque se lo creía todo. Lo dejé preparando el traslado y aún tuve tiempo de comprar un cactus de oferta en un tenderete para no presentarme de vacío en casa de la familia Siau.

Desafiando las radiaciones solares, el abuelo, el padre, la madre y el pequeño Quim me esperaban formados a la puerta del bazar y recibieron mi sudorosa aparición con una sincronizada reverencia, salvo el abuelo, que a causa de la artritis ya llevaba la reverencia puesta. Contesté con una inclinación tan profunda que me pinché la cara con el cactus.

—Oh, no debería haberse molestado —dijo el señor Siau—. Aquí tenemos miles de cactus. De plástico. Por sólo 0,99 euros; con olor a fresa 1,19 euros. Pero pase usted, póngase cómodo y tome posesión de nuestro humilde hogar. El honorable pollo está a punto y el arroz lleva apelmazado desde las ocho de la mañana.

No me hice de rogar y, no obstante la dificultad inicial de los palillos, que la señora Siau, alarmada, solventó yendo a buscar un tenedor y una cuchara, al cabo de unos minutos ni el buitre más concienzudo habría podido arrancar un vestigio del reluciente esqueleto. Me deshice en elogios con una vehemencia que provocó un surtidor de granos de arroz y el señor Siau, mientras su mujer y su hijo volvían a doblar las servilletas de papel y las metían en su correspondiente paquete para ponerlo a la venta, me dijo:

—No quisiera pecar de inmodestia, pero yo lo pienso y sus sinceros elogios lo corroboran: mi honorable esposa cocina como los ángeles, según su religión, o como los demonios, según la nuestra. Es una lástima que no pueda hacerlo profesionalmente. Sé que eso la haría feliz: además de llevar los pies vendados, una mujer ha de realizarse ejercitando sus habilidades en otros campos. Por no hablar de las ganancias que se podrían obtener.

—No haga caso de mi humilde marido —dijo la interesada sumándose a la conversación—. Exagera por amor y también por gran codicia.

—¡Kia! —replicó él—. Lo de hoy no ha sido nada. Espere a probar la ternera en salsa de ostras o el pato lacado o…

—¡Las cocletas de la mama! —gritó el pequeño Quim, con muestras de entusiasmo y de ejemplar integración a las costumbres locales.

—Incluso había pensado —prosiguió el emprendedor marido— ampliar el negocio poniendo unas mesas en la acera, con una pérgola de bambú de plástico y por la noche con farolitos a pilas y servir un menú sencillo, barato y nutritivo.

—Con permiso de General Tat —terció el abuelo.

—Pues por mi parte —dije levantándome de la mesa— sólo puedo desearles fortuna en sus proyectos. Ahora, por desgracia, debo volver a mi trabajo. Gran peluquería no admite holganza. Si desean cortarse el cabello y si usted, señora, desea teñirse de rubio o hacerse la permanente para diferenciarse de otras mujeres de su raza, no duden en venir sin necesidad de pedir hora. Les haré descuento.

Reiterando las reverencias, volví al horno donde me esperaban largas horas de inacción, una parte de las cuales invertí provechosamente en una siesta.

De la que desperté poseído de una terrible angustia. A ella contribuía, dejando aparte la temperatura, la humedad, el ruido, las tufaradas procedentes del alcantarillado, los Moskitos (anofeles, tigres y normales), las chinches, las cucarachas y otras alimañas pendientes de clasificación, la opulenta comilona en cuya digestión mi organismo se afanaba acusando lo inusual de los ingredientes y la falta de costumbre. Pero fuere cual fuese el combustible de aquella angustia, su razón principal era muy otra y se me presentaba con una claridad meridiana: Rómulo el Guapo estaba en peligro, sólo mi actuación rápida y certera podía evitar un desenlace fatal y por el momento mis pesquisas no avanzaban en ningún sentido.

Faltaba un rato para la hora del cierre, pero no me vi capaz de acallar el desasosiego. Me vestí, salí y cerré, no sin haber colgado en la puerta este cartel: Horario de verano. Se hacen excepciones por encargo.

Encontré al Juli en su puesto. Al advertir mi presencia con el rabillo del ojo, masculló:

—Cabrón. Me has engañado. Por aquí no pasan ni las ánimas del purgatorio.

—Ya pasarán. Los principios siempre son duros. Por eso he venido. Puedes dejarlo por hoy. ¿El euro es el mismo de la mañana?

—Sí. Está soldado al platillo. En este barrio de gente cabal no hace falta, pero en las Ramblas, ni te cuento. ¿De veras puedo dejarlo?

—Sí. Te daré los dos euros igualmente. Y si vienes conmigo, recogemos al Pollo Morgan y nos vamos a cenar los tres. Yo invito.

—¿Y ese rumbo?

—Consejo de guerra. No hace falta que te cambies. Hay prisa y así vestido estás muy bien. Por el camino me contarás qué has visto.

—Desde esta posición, poco se puede hacer. Además, los albinos somos cegatos durante el día. En cambio vemos por la noche, como los conejos. Los gatos y los conejos. Las liebres no. De todos modos, el centro de yoga está en la tercera planta. Lo he deducido al ver al swami asomarse a la ventana varias veces. Por el calor, supongo. Pero una vez en la ventana, miraba al cielo y juntaba las manos, como si aplaudiera despacito. Sólo verle quedé edificado y en paz conmigo mismo y con el cosmos.

—¿Cómo sabes que era el swami?

—Por la pinta: un tipo alto, enjuto, con gafas redondas, barba cana hasta la cintura, túnica blanca. O era el swami o era Valle-Inclán saliendo de la ducha.

Por sus orígenes africanos, el calor no afectaba al Juli, ni siquiera vestido con terno de franela y cuello de celuloide. En cambio, el Pollo Morgan había sufrido varias lipotimias a lo largo de la jornada. Estoicamente había recompuesto la figura e integrado los desmayos al personaje exclamando: ¡Muero por defender el honor de Portugal! Aun así, estaba débil y quejumbroso. Ni siquiera la perspectiva del convite le cambió el humor.

El restaurante, situado en las inmediaciones del Paralelo y oculto de la curiosidad de los viandantes por grandes contenedores de basura, se llamaba Se vende perro y el origen de este nombre, poco usual en los anales de la hostelería, era el siguiente: cuando su actual dueño, el señor Armengol, arrendó el local para abrir en él su restaurante, encontró en la puerta un rótulo, seguramente puesto por el anterior arrendatario, que decía lo transcrito, y el señor Armengol decidió conservarlo y dar de alta el establecimiento con ese nombre para no tener que pensar ni gastar más dinero. Esta muestra de negligencia, junto con otras, sirvieron para preservar el restaurante de críticas favorables, recomendaciones y modas y lo convirtieron en un lugar tranquilo, de precios muy ajustados y en el que no hacía falta reservar mesa con antelación por estar siempre libres todas.

Como aquella noche no era excepcional y al entrar nosotros no había otros comensales ni los habría cuando nos fuéramos, el señor Armengol nos saludó con deferencia, sin mostrar asombro al verme acompañado de un científico decimonónico y una reina con bigote que caminaba haciendo eses. Nos sentamos y nos presentó el menú del día:

Una zanahoria

— o —

Nada

— o —

Un plátano (mín. dos personas)

Con protestas airadas y un suplemento de 1,50 euros por barba se llegó a un KFC y trajo dos Crispy Strips y un cubilete de salsa. Después del banquete del mediodía yo no tenía hambre, pero quería quedar bien con los muchachos.

En el curso de la cena, el Pollo Morgan, tras maldecir el clima, las condiciones de trabajo y la caída en picado de sus ingresos una vez disipada la novedad de su implantación en el nuevo barrio, pasó a informar de los movimientos observados, tanto en el edificio como en El Rincón del Gordo Soplagaitas. El atestado era tan largo e insustancial como los anteriores, pese a lo cual anoté escrupulosamente las entradas y salidas de cada ente. Lo único interesante era el reiterado visiteo del tipo del Peugeot 206. Le pregunté si sus rasgos físicos coincidían con los del swami y respondió que para nada.

—Sin embargo, el misterioso hombre del Peugeot 206 utilizó el teléfono del centro de yoga —dije.

—A lo mejor trabaja allí —dijo el Juli—, pero no de swami.

—Dará masajes —sugirió el Pollo Morgan.

—O dejará que se los den a él —apostilló el Juli.

—¡Estas procacidades no las tolero! —exclamó el Pollo Morgan.

Imbuido en su papel de reina santa, se había vuelto muy tiquismiquis. Por esta razón y tal vez por otras, él y el Juli siempre andaban a la greña. Mi autoridad puso fin a la pelea.

—Aquí estamos para hablar de lo nuestro —dije una vez serenados los ánimos—. Hoy ha ocurrido algo preocupante y por eso os he traído aquí. Puede ser ajeno al asunto que nos ocupa, pero desconfío de las coincidencias. ¿Conocéis a una subinspectora de policía llamada Victoria Arrozales?

Ni el nombre ni la descripción minuciosa de su aspecto externo evocaron una respuesta positiva por parte de mis oyentes, pese a tratarse de dos perdularios con un largo historial de contactos con la policía. Avivados con ello anteriores recelos, saqué del bolsillo la foto que ella me había entregado y se la mostré al Juli, quien dijo no sonarle aquel individuo. El Pollo Morgan dijo que a él sí le sonaba la cara de aquel tipo, pero no de la vida real, sino de la prensa o la televisión.

—Yo hablar, puede que no hable en todo el día, pero como el mítico búho de la diosa Minerva, me fijo mucho —añadió con pedantería.

Esto confirmó mis temores: ni los carteristas ni los lateros suelen aparecer en el telediario. Para no dejar en la ignorancia a mis compañeros, les conté la visita sin omitir el hecho de que la subinspectora pertenecía al cuerpo especial de seguridad del Estado.

—¿Policía científica? —exclamó el Juli alborozado—. ¿Como Grissom?

Dije que no sabía quién era Grissom. El Pollo Morgan me puso al corriente de quién era Grissom y todo su equipo de colaboradores. El señor Armengol, que había estado escuchando la conversación, intervino para decir que a él le gustaba más «Walker Texas Ranger». El debate duró una media hora, transcurrida la cual, el Pollo Morgan afirmó que el individuo de la foto debía de ser un terrorista si caía bajo la competencia de la subinspectora.

—¿Pero qué relación puedo tener yo con un terrorista? —objeté—. ¿Y por qué la policía habría de pensar una cosa semejante?

—No tengo la menor idea —dijo el Pollo Morgan—. Sembrar el desconcierto a escala internacional es parte de la estrategia de los terroristas.

—Grissom ha lidiado con casos parecidos —insistió el Juli—. Claro que Grissom tiene un microscopio de puta madre. No como yo.

—Sea como sea —dije yo— no debemos perder de vista nuestro objetivo primordial ni el cometido asignado a cada uno en particular. Llevamos dos días buscando pistas sobre la desaparición de Rómulo el Guapo y no hemos avanzado nada.

—Ah, no —protestó el Pollo Morgan—. Si el caso desarrolla facetas nuevas, como el ya mencionado desconcierto internacional, yo exijo tarifa doble o me retiro.

Me negué, discutimos, se soliviantaron los ánimos, terció el señor Armengol para que no llegáramos a las manos y finalmente cerramos un trato: yo les seguiría pagando lo mismo, pero añadiría una prima de cincuenta céntimos por cada información relevante. Aun después de convenida esta cláusula adicional, nos despedimos con frialdad. Esto me dejó un poco abatido y entrar en mi piso no me levantó el ánimo. Aunque por la noche soplaba en la calle una tenue brisa marina que aliviaba un poco los calores, la única ventana con que contaba mi escuálida vivienda atraía los malos olores y amplificaba los ruidos, pero cerraba el paso al aire con la peor de las intenciones. Una vez, años atrás, por aquella misma ventana había entrado un disparo cuyo blanco era yo. Por fortuna para mí, le dio a otro, pero desde entonces entre la ventana y yo había mal rollo. También por aquellas fechas, las del disparo, quiero decir, tenía una vecina que por razones de trabajo solía recibir frecuentes visitas nocturnas. A veces, en sus noches libres, llamaba a mi puerta y me invitaba a su piso a ver la televisión y a comer pan con tomate y un refresco, en parte para compensarme por los irreprimibles berridos con que su clientela alteraba mi descanso y en parte por aliviar su soledad con mi compañía. Entre nosotros nunca hubo nada. A fuer de sincero, yo la encontraba demasiado habladora y los perfumes que se echaba sin tasa me revolvían las tripas. Un buen día un militar de alta graduación, asiduo de sus servicios, se jubiló, enviudó, sufrió varias embolias, le ofreció matrimonio y ella aceptó y se fue y yo, de cuando en cuando, la echaba de menos.

Mal dormido y sin desayunar, a la mañana siguiente estaba de un humor de perros y abronqué injustamente a Quesito cuando ésta empezó a contarme el argumento de la película que había visto la víspera.

—No tengo tiempo de escuchar bobadas —le dije—, y la cháchara te la guardas para cuando la llamada la pagues tú. ¿Ha habido noticias de Rómulo el Guapo?

—Ni media palabra —repuso con la voz entrecortada por los sollozos.

—¿Y le has pedido dinero a tu madre?

—Todavía no.

—Bueno. Ahora voy a encomendarte otra misión. A ver si esto lo haces mejor. Pásate por la peluquería. Te daré una foto. Con la foto, te vas a donde tengan periódicos atrasados y buscas al sujeto de la foto entre las noticias sobre terrorismo internacional. Apuntas lo que encuentres y me traes un resumen. ¿Lo has entendido?

—Sí.

—Pues aquí te espero.

Colgué. No confiaba en que fuera a hacer nada de provecho, pero quería mantenerla ocupada. En cuanto a mí, sólo me quedaba esperar y estar alerta.

Llevaba un par de horas ensayando ante el espejo nuevas formas de hurgarme la nariz, cuando conforme al patrón establecido desde el principio de este relato singular, alguien entró en el local sin avisar y con llamativas muestras de sigilo. Al ver quién era, me dominaron la perplejidad y el enfado: de todas las mujeres del mundo, ella era la única que no quería tener cerca en aquel momento.

—He venido —empezó diciendo sin arredrarse ante mi hosco silencio— a pedirte disculpas y a darte una explicación. Hace tres días, cuando viniste a casa tan de improviso, te traté de un modo poco cordial, por no decir abiertamente rudo. Lo hice en contra de mis deseos y de mi natural expansivo. Te estoy tuteando en prueba de amistad y de confianza.

Seguí sin responder. Tan alterado estaba que sólo entonces me percaté de que no me había vestido, como suelo hacer cuando recibo, y, por añadidura, aún conservaba el dedo metido en la nariz. Mientras rectificaba ambos deslices, ella inspeccionaba la zona.

—Ya sabía lo de la peluquería —prosiguió en el mismo tono empalagoso—, pero no la imaginaba tan amplia y tan bien puesta. Un verdadero salón de belleza digno de París, London y New York. Vendré a menudo y se lo recomendaré a mis amigas. El local, además de elegante, es un poco caluroso. ¿Te importa si me pongo ligera de ropa?

Sin darme tiempo a responder se quedó en ropa interior. Mi situación, comprometida de entrada, se volvió insostenible. Era evidente que sólo trataba de usar su ascendiente sobre mí para obtener información y con el grado de firmeza de mi carácter, la habría obtenido de no haberme refrenado el saberla casada con Rómulo el Guapo. En ningún supuesto le habría traicionado, y menos aún sabiéndolo desaparecido, tal vez muerto. Para colmo de males, acababa de citar a Quesito en la peluquería y podía presentarse en cualquier momento.

—Si quiere —acerté a decir—, podemos ir a un bar.

—No, no, aquí estamos la mar de bien. Es más íntimo, ¿cómo te diría?, más adecuado al propósito de mi venida. ¿Me puedo poner en cueros?

—No, señora. El gremio de peluqueros es muy estricto y podrían retirarme la franquicia.

No sé si se creyó el pretexto, pero entendió mi disposición y se abstuvo de llevar a término la acción propuesta. Sin alterar, no obstante, su actitud y su tono, añadió:

—En casa hice como si no te conociera. No estaba preparada psicológicamente para el encuentro. Y delante de la asistenta no convenía… En realidad, sabía muy bien quién eras. Rómulo me ha hablado mucho de ti, siempre en términos tan exaltados que en muchas ocasiones su relato hizo fl orecer en mí ardientes fantasías. Cuando me contó lo del taburete…

—Lo del taburete fue hace décadas —dije dominando mis impulsos—, yo era más joven y estaba encerrado. Ahora ya no me subo a ningún mueble.

—Eso se verá —replicó ella. Y cambiando de súbito añadió—: Pero no hablemos de nuestras intimidades. En realidad, he venido a confiarte un problema y a recabar tu ayuda. No es culpa de nadie si al verte se han avivado las brasas, como si un litro de gasolina… o de diésel, que es más viril…

—Vayamos al grano, por favor —dije yo—. Si viene una clienta, y a esta peluquería vienen muchas, me veré obligado a interrumpir nuestro grato diálogo y atender a la llamada de mi profesión.

—Como ha de ser —dijo ella, y a renglón seguido—: Se trata de mi marido. Rómulo y yo siempre hemos tenido una magnífica relación. De vez en cuando, un problemilla pasajero, es lo normal. Al fin y al cabo, Rómulo siempre fue muy atractivo. Un gran seductor. Entre él y tú me tenéis sobre ascuas. Más aún, sobre un volcán en plena actividad. Porque yo también estuve de buen ver, e incluso ahora… juzga por ti mismo… Pero, volviendo al tema: Rómulo ha tenido alguna aventurilla. Lo sé y no se lo reprocho…

—¿Y cree que ahora puede estar metido en otra? En otra aventurilla, quiero decir.

—Es probable. Desde hace unas semanas lo noto alterado. Estas cosas a las mujeres nunca se nos escapan… O eso decimos para tener acogotados a los maridos. Si Rómulo anduviera tonteando…

—Usted le perdonaría, como ha hecho otras veces.

—Oh, por supuesto. No debes preocuparte por eso. Lo que me cuentes servirá para aumentar nuestra felicidad. Las aventurillas mantienen viva la relación de pareja. En los tiempos modernos, claro. En tiempos de Calderón era distinto. Por suerte hemos cambiado: sólo de pensar en la reconciliación se me alteran los pulsos. ¡Jesús mil veces! ¿Seguro que no puedo quitarme la ropa?

—No. Y si las aventurillas de Rómulo no le importan, ¿qué ha venido a consultarme?

—A veces —repuso pasando sin transición del talante libidinoso a otro de honda congoja— me asaltan temores no por infundados menos lacerantes. Hay mujeres muy malas. Zorras intrigantes, verdaderos Rasputines en la cama, no sé si captas el símil. A mí no me importa que Rómulo me la pegue, pero no soportaría que una lagartona le hiciera sufrir. Es muy sensible.

—¿Y éste puede ser el caso presente, señora?

—Llámame por mi nombre. Lavinia. En realidad no me llamo así. Me lo puse de chica, porque me pareció más incitante que el mío. Llámame Lavinia o ponme un apodo pícaro.

—¿Alguien puede estar engatusando a Rómulo el Guapo? —reconduje.

—De eso he venido a hablarte. Tu aspecto me ha desviado por unos instantes de la ruta marcada, pero ése era el objeto primordial de mi venida. Rómulo te considera su mejor amigo. Sé que hace poco estuvisteis tomando unas copas. Algo te debió de contar, estoy segura. Si no con pelos y señales, de un modo indirecto. A Rómulo le gusta hablar en metáforas, como a Góngora. Se parece mucho a don Luis de Góngora. Y también a Tony Curtis. Una mezcla irresistible de estos dos machos. ¿De qué hablasteis en vuestro último encuentro?

—¿A qué encuentro se refiere?

—Hace tiempo encontré una factura en el bolsillo de una americana de Rómulo. Jamás registro su ropa ni sus papeles. Pero era una americana de invierno y vacié los bolsillos para llenarlos de naftalina antes de guardarla. Me llamó la atención que el 4 de febrero hubiera estado en un bar con alguien que consumió boquerones en vinagre con Pepsi-Cola. ¿Quién haría una cosa semejante?

—Cualquier gourmet.

Su insistencia confirmó mis sospechas. Lo de la aventura extramatrimonial era una patraña. Rómulo el Guapo llevaba un tiempo desaparecido y ella quería conocer su paradero. En el curso de nuestra conversación, Rómulo el Guapo me había propuesto participar en un gran golpe, pero de lo dicho por Lavinia se desprendía que a ella no le había hablado de su proyecto, ni siquiera del encuentro casual que la había propiciado. Y si él había decido guardar el secreto, yo no lo iba a revelar ahora.

—Oh —dije con ligereza—, hablamos de muchas cosas. En general, rememoramos viejos tiempos. Asuntos de faldas, ni mentarlos, como corresponde a dos hidalgos maduros e ilustrados.

—Veo que tus labios están sellados. Pero quizá los podrían desprecintar otros labios húmedos y carnosos —susurró.

Se me acercó tanto que si un paseante hubiera atisbado en aquel momento desde la puerta, habría podido pensar que en la penumbra del local jadeaba un gordinflón con cuatro piernas. Sus brazos ciñeron mi cintura, su mezcla de olores me envolvió por fuera y por dentro (las entrañas) y sentí sus labios acariciar mi cuello. Si rechazas esta oportunidad, me dije, igual no vuelves a tener otra en la vida. Mientras hacía esta reflexión, ya había sucumbido mentalmente y me disponía a cumplir con las obligaciones de quien sucumbe y a pagar con la traición sus amores meretricios, cuando me devolvió a la realidad una voz que decía:

—Hoy tenemos ensalada de algas y col china y langostinos picantes con nueces.

Sobresaltados por la aparición del obsequioso anciano, nos separamos bruscamente. Ella recuperó la ropa que se había quitado y yo recompuse la mía.

—Por mí no interrumpan tocamientos —se apresuró a añadir el recién llegado—. Sólo venía a cantar menú. Por supuesto, si honorable señora quiere venir, también está invitada a nuestra humilde mesa y casa. Vestida, por favor. Hay menores.

—Muchas gracias —dijo ella—, pero ya me iba. Tengo un compromiso. Pasaba por aquí y entré a saludar a un conocido. Luego he visto que se me había descosido el dobladillo y me he quitado el vestido para darle una puntada.

Se vistió, recogió una bolsa veraniega de tela estampada y salió contoneándose. Corrí a la puerta y la estuve observando oculto tras el quicio, pero dobló la esquina y no pude ver si seguía caminando, cogía un taxi o subía a un Peugeot 206. Volví adentro.

—Si no llego a intervenir —dijo el anciano— usted moja melindro.

—Sí, ha llegado en el momento oportuno. Supongo que debo estarle agradecido. Si hubiera cedido a sus malévolos encantos, me habría arrepentido luego. De no haber cedido me arrepiento ahora, pero así es mejor. Hace un par de días no me conocía y hoy no sólo está dispuesta a llevarme al huerto sino que sabe muchas cosas sobre mí. Me pregunto de dónde las habrá sacado y cómo ha dado conmigo. No por él, desde luego, puesto que también de su casa ha desaparecido sin dejar rastro ni mencionar paradero.

—¿Quién era? —preguntó el abuelo Siau con la indiscreción propia de los viejos—. ¿También policía? ¿Acaso agente de General Tat?

—No. Ésta era particular. Pero su propósito era el mismo: sonsacarme. En ningún caso habría podido complacer a la una ni a la otra, pero no deja de sorprenderme la dicotomía.

—En tradición oriental —dijo el abuelo Siau— misterios siempre de tres en tres. Cuando llega solución, todos relacionados: primero con segundo y tercero, segundo con primero y tercero, tercero con primero y segundo. ¿Entiende?

—Sí, pero yo sólo me enfrento a dos misterios.

—Quizá no ve tercero. Quizá tercero es clave de primero y de segundo.

—Sea así o de otro modo —dije—, mantendré los ojos abiertos y reforzaré la vigilancia. Ahora he de salir. Me permito estas licencias —aclaré para evitar que anduviera comentando por el barrio mis irregularidades— por la laxitud propia de las fechas. Dentro de unos días volverán mis clientas de sus respectivos veraneos y esto será un pandemónium. Para entonces he de haber resuelto el caso. O la sarta de misterios, como usted dice. Y no tema: llegaré a tiempo a los langostinos.