Me desperté sediento, inquieto y sudoroso. Había pasado poco tiempo. Salí a la calle por si el calor remitía, pero todo seguía igual. En la acera de enfrente, el señor Siau hacía ejercicios de tai-chi a la puerta del bazar. Por distraerme estuve imitando sus movimientos hasta que reparé en que iba desnudo y que algunos vecinos se asomaban a los balcones a contemplar el espectáculo. Volví a entrar y reanudé la espera. Si en aquel momento hubiera entrado una señora a hacerse una mise-en-plis o un crepado o incluso un sin-techo a despiojarse, no habría pasado nada de lo que pasó después. Pero como no vino nadie, me puse a pensar para aliviar el tedio en lo que me había dicho y mostrado Quesito. Desde luego, había algo extraño en aquella carta. Su autenticidad no ofrecía duda: el hecho mismo de haber sido escrita a mano denotaba un claro deseo de dejar bien clara la identidad de su autor. Pero, ¿se trataba realmente de una despedida o contenía alguna clave para quien supiera entenderla? ¿Y por qué se la había enviado a Quesito? ¿Pensaba Rómulo el Guapo que ella vendría a pedir mi ayuda y la carta, bajo su tierna apariencia, ocultaba un mensaje para mí? Si el peligro era tan grave e inminente, ¿por qué no acudía Rómulo el Guapo a la policía? ¿En qué lío andaría metido? Recordé nuestra conversación en el bar, a raíz de nuestro encuentro casual, su confidencia acerca de un golpe aparentemente sencillo y lucrativo para el que me había pedido colaboración. ¿Habría intentado llevarlo a cabo y las cosas se habían torcido? ¿Se habrían torcido si yo no me hubiera negado rotundamente a colaborar?
A eso de las siete me vestí, fui a la cabina telefónica y marqué el número que había dejado anotado Quesito. De inmediato respondió alborozada.
—¡Ya sabía yo que llamaría!
—Mira qué listilla.
—Oh, no. Rómulo me contaba que usted siempre empieza diciendo a todo que no y acaba pasando por el aro.
—¿También te dijo Rómulo el Guapo cuál era su domicilio legal?
—No de un modo expreso. Pero en algún momento lo averigüé. ¿Para qué quiere saberlo?
—Tú dame las señas. Si tengo un rato libre y ganas, igual hago una visita a la casa. En el pasado tuve algún contacto con la mujer de Rómulo el Guapo. No creo que ella me recuerde, pero yo a ella sí, porque nos traía embutidos y galletas.
Anoté la calle y el número y me ahorré prometer que la mantendría al corriente del resultado de mis pesquisas porque se acabó el dinero y se cortó la comunicación. Antes metía un alambre y hablaba gratis hasta quedarme afónico, pero la molicie me había enmohecido el ingenio y la habilidad y la última vez que lo intenté por poco me saco un ojo con el alambre. Por lo demás, no es difícil encontrar calderilla si uno camina a cuatro patas, al menos para mantener una conversación expeditiva, y yo me he vuelto de lo más lacónico.
Llegó la hora de cerrar y hacer arqueo. Como la cuenta de pérdidas y ganancias del día no me ocupó mucho rato, aún lucía el sol cuando llegué frente a la casa de Rómulo el Guapo. Era un inmueble vulgar, ni nuevo ni antiguo, sito en una confluencia de la calle del Olvido con un ensanchamiento de la calzada que, en vísperas de unas elecciones municipales, había sido sucesiva y solemnemente inaugurado por todos los candidatos tras haberlo dotado de tres escuálidos arbolitos, un banco y un parterre donde los perros hacían concursos de excrementos y los niños gateaban y se pinchaban con jeringas desechadas. Al otro lado de esta placita recoleta, en diagonal con el edificio donde Rómulo el Guapo tenía su domicilio, había un bar abierto con este sugestivo reclamo:
EL RINCÓN DEL GORDO SOPLAGAITAS
Di dos vueltas a la manzana a paso cansino para reconocer el terreno, volví al edificio en cuestión y pulsé un timbre cualquiera del interfono. No contestó nadie y pulsé otro. Al cuarto intento se oyó una voz cascada.
—Un certificado para Rómulo el Guapo —dije.
—No es este piso.
—Aquí dice tercero quinta.
—Pues está equivocado. El que usted dice vive en el sexto primera.
—Disculpe la molestia.
En el sexto primera contestó una voz femenina algo rasposa.
—¿Quién es?
—¿Está Rómulo?
—¿Rómulo?
—El Guapo.
—No está.
—¿Y la señora?
—¿Qué señora?
—La de Rómulo el Guapo.
—¿Quién la llama?
—Un amigo.
—¿Un qué?
—¿Es usted la mucama?
—¿La qué?
—Da igual. Abra. Traigo un certificado.
—¿No era un amigo?
—Antes sí. Ahora traigo un certificado. Ha de firmar el señor. O la señora. O usted. Alguien ha de firmar, ¿me entiende?
—No.
—Pues abra y se lo explicaré cara a cara.
Con el chasquido áspero y petulante propio de estos mecanismos, se abrió un resquicio y me colé en la portería. Era exigua y sombría y olía a puchero rancio. En la etiqueta adherida al buzón del sexto primera constaba el nombre de los miembros del hogar: Rómulo el Guapo y Lavinia Torrada. Subí en un ascensor pequeño y desconchado. Llamé.
De inmediato abrió una mujer joven, fornida, de brazos rollizos, mandíbula cuadrada y ojos azules.
—¿Dónde firmo? —preguntó apuntándome con un bolígrafo.
Ni siquiera se me había ocurrido improvisar un simulacro de documento oficial y me vi en un apuro.
—Antes de mostrar el espécimen he de ver su documentación —dije para salir del paso.
Al oír la palabra documentación torció el gesto. La tranquilicé con una sonrisa displicente.
—No temer. Yo no policía. Yo servicio postal: rápido, solícito, cumplidor. ¿Está la señora?
—¿La señora?
—Papeles en regla. Ella puede firmar.
Era una mujer dura pero se dejaba liar con facilidad. Se fue dejando la puerta abierta y yo me metí en el recibidor y cerré la puerta a mis espaldas. La pieza era minúscula y de ella salían en ángulo recto dos corredores cortos y oscuros. En ninguno de ellos se apreciaba presencia humana o animal. Colgado de la pared, a la altura de la vista, había un armarito que ocultaba el contador de la luz. Lo abrí. A veces la gente deja ahí las llaves, no en este caso. De uno de los pasillos llegaba el ruido monótono de una lavadora cumpliendo su cometido. Transcurrieron lentamente unos minutos. Con los nervios y la espera me dio pis. El sonido de unos pasos firmes me sorprendió saltando ora sobre un pie ora sobre el otro.
—¿Qué lío es éste de un certificado? —dijo una voz femenina y, pese a lo prosaico de lo dicho, cantarina y sensual.
Lavinia Torrada era en mi recuerdo una mujer de belleza provocativa, sinuosa de formas, grande de ojos, larga de pestañas. El propio Rómulo el Guapo me había contado que en los tiempos felices, cuando iban por la calle cogiditos del brazo se paraba el tráfico rodado y los peatones trastabillaban. Luego a él lo encerraron donde yo estaba y ella nunca dejó de visitarlo con regularidad. En tales ocasiones, cuando corría la voz de que venía, no era yo el único interno que se jugaba el físico para verla avanzar contoneándose por el sendero de grava, con una blusa sutil o un suéter ceñido según la estación del año, una falda ora estrecha ora vaporosa y siempre breve para realce de unas piernas estilizadas por unos tacones altos cuyo uso, especialmente en la grava, la obligaba a mantener el equilibrio mediante un vaivén incesante de las caderas, hasta la puerta del edificio principal, donde el doctor Sugrañes, relamido y rijoso, acudía en persona a recibirla para darle cuenta del estado de salud de su marido y ofrecerle consuelo en su congoja. Y otro tanto al irse. Cuántas veces no entrecerré los ojos al verla y, llevado por la emoción, no solté los barrotes de la ventana y no me caí del taburete que había colocado sobre la mesilla de noche para atisbar por la angosta abertura aquella fugaz visión, con la consiguiente rotura del taburete y de la mesilla, por no hablar de mis magulladuras y de las represalias que de lo antedicho se seguían, todo lo cual conseguía calmar momentáneamente mis ardores pero no disuadirme de seguir practicando mi deleznable escrutinio a la siguiente ocasión.
Ahora al verla no pude evitar ruborizarme.
—No hay tal lío —balbucí— ni hay certificado. Soy amigo de Rómulo el Guapo, como dije al principio. Y como esta condición no me franqueaba el paso, me inventé lo otro. Lamento la argucia y la intrusión. Pero como he llegado hasta aquí, le daré razón de mi presencia. No creo que usted me viera entonces ni que su esposo le haya hablado de mí, pero Rómulo el Guapo y un servidor compartimos un lugar y una etapa de nuestras vidas que a ninguno de los dos nos gusta rememorar. De eso hace ya muchos años. Años que en usted no han hecho mella, si no le ofende mi atrevimiento.
Me miró de hito en hito, con los mismos ojos de entonces. Lo que le acababa de decir era exacto: sus formas se habían redondeado y tal vez expandido, su cutis había perdido la tersura, en sus labios carnosos se advertía un rictus y era innegable que se teñía las canas. Pero si hubiera tenido a mano un taburete y una mesilla de noche no habría dudado un solo instante en practicar allí mismo las lujuriosas acrobacias de antaño.
—Si ha venido a ver a mi marido —dijo ella, algo alarmada por mi conducta, pues el rubor se había acentuado hasta dar a mis facciones un color carmesí, y las ganas de orinar me obligaban a danzar como un masái—, no está.
—No importa —dije—, le esperaré.
—Rómulo suele venir tarde —se apresuró a objetar—. A menudo el trabajo lo retiene hasta altas horas de la noche.
—¡Ah, Rómulo el Guapo siempre fue un ejemplo de laboriosidad! —exclamé.
Reinó un instante de silencio hasta que la lavadora emprendió un frenético centrifugado. Al mismo tiempo reapareció la mujer de antes con una escoba en la mano. La cosa se ponía mal.
—Claro que, si no puede ser hoy, será en otra oportunidad —dije tratando de dar aspecto de reverencias a mis brincos—. No la quiero importunar más. Sólo le ruego que le diga a su marido, cuando le vea, que ya tengo la información que me pidió el otro día. Dígale que no haga nada sin haber hablado antes conmigo. Le dejaré mi número de móvil, si tiene la bondad de anotarlo.
Lavinia Torrada me dirigió una mirada de suspicacia y extrañeza. Luego hizo un ademán con la cabeza a la mujer de la escoba. Se fue ésta por un pasillo y regresó habiendo sustituido la escoba por un bloc y un bolígrafo. Como símbolo de paz, cesaron los estertores de la lavadora. Yo saqué del bolsillo la hojita de papel y recité el número de teléfono de Quesito, vi cómo lo anotaba, reiteré mi versallesco saludo, me di un coscorrón con el armarito de los contadores, abrí la puerta y salí.
Para tranquilizar mi conturbado espíritu bajé corriendo las escaleras y no me detuve hasta el segundo piso. Oriné en un felpudo, acabé de bajar, salí a la calle y me alejé caminando con aire tranquilo por si me vigilaban desde la ventana. Al doblar la esquina busqué una cabina telefónica y llamé a Quesito.
—¿Ha resuelto el misterio? —preguntó apenas oyó mi voz.
—No seas tonta. Acabo de hacer una visita a la mujer de Rómulo el Guapo. Él no está en la casa ni se le espera. Antes de irme le he tendido una burda trampa. No creo que pique, pero te llamo por si acaso. Le he dado tu teléfono. Si llama alguien y pregunta por mí, di que eres una empleada de la peluquería. Mejor una aprendiza, no vayas a meter la pata con la terminología propia del oficio. Toma el recado y no hagas preguntas. Las preguntas despiertan recelo. Deja hablar y ofrece mucha información sobre cualquier cosa que no venga a cuento. A veces hablando mucho el otro se anima. Anota todo lo que te digan, sin saltarte una coma. Yo te llamaré mañana. ¿Lo has entendido bien?
—Sí, señor. ¿Y usted qué hará mientras tanto?
—Montar guardia hasta que me canse.
—Puedo ir a reemplazarle —se ofreció—, o a hacerle compañía.
—No. Quédate en casa y haz los deberes.
—No tengo deberes, es verano, estamos de vacaciones.
—Pues repasa.
Colgué y volví sobre mis pasos hasta situarme a prudencial distancia de la casa de Rómulo el Guapo. De una papelera saqué un periódico para taparme la cara, me apoyé en la pared y estuve haciendo como que leía durante un rato. A eso de las ocho y veinte salió del edificio la mujer de la escoba, anduvo hasta la esquina, la dobló y la perdí de vista. No me pareció imprescindible seguirla. Aún esperé media hora más, a sabiendas de que ya no pasaría nada de interés hasta el día siguiente. Finalmente busqué una parada de autobús, me subí al que me convenía y me dejé llevar disfrutando de las delicias del aire acondicionado y planeando el paso siguiente del incierto recorrido que acababa de iniciar contra los dictados de la prudencia más elemental.
Al día siguiente madrugué, salí de casa, esperé el autobús, subí cuando se dignó pasar y al llegar a mi destino era tan temprano que habría cantado el gallo de haber habido alguno fuera del supermercado. A esa hora, las Ramblas estaban vacías de viandantes, cerradas de bares y comercios y transitadas sólo por los empleados municipales que restituían a su forma habitual esta emblemática arteria tras el bullicio de la noche barcelonesa, unos retirando con pulcritud los residuos orgánicos y sus envases, otros; unos, sin miramientos, los beodos, y otros, con el debido respeto, los difuntos. Para no interferir bajé por la acera lateral, arrimado a la pared. Al llegar a la calle de la Portaferrisa, a la sazón desierta, me metí en ella, y a escasos metros, en un oscuro zaguán, donde di con el objeto de mi búsqueda, que en aquel preciso momento se acababa de despojar de su ropa de diario y procedía a revestirse de hopalandas. Le saludé, me reconoció de inmediato y se alegró de verme, porque, pese a no habernos unido nunca una estrecha amistad, era propenso a la nostalgia y acogía con una mezcla de agrado y de tristeza cuanto le recordara tiempos mejores. Durante varias décadas se había ganado la vida holgadamente merced a un variado surtido de timos, que practicaba con una maestría y elegancia que le habían hecho acreedor del sobrenombre que aún ahora conservaba: el Pollo Morgan. A una cierta edad, cuando ya preparaba un tranquilo retiro y hacía planes para abrir una academia de timadores, las cosas cambiaron de forma rápida e inesperada. Para empezar, la afluencia de visitantes extranjeros empezó a plantear problemas lingüísticos irresolubles para un arte que se basa exclusivamente en la verborrea.
—Con todo, lo peor no fue eso —se lamentaba el Pollo Morgan—, sino la nueva mentalidad. Por culpa de los trileros y los carteristas la gente se acostumbró a perder dinero deprisa y sin esfuerzo. Antes, para ser timado, se necesitaba perspicacia, codicia, decisión e inmoralidad. Ahora hasta el más obtuso se deja desplumar sin tener ni idea de lo que está haciendo. A un joven de hoy en día le propones el tocomocho o las misas o la guitarra y te mira como si vinieras de la Luna.
La mengua de ingresos y el desaliento le llevaron a dejar el oficio y hacerse estatua viviente. Al principio le fue más o menos bien. Luego la competencia aumentó y con ella las dificultades. También en este terreno se dejaba sentir la decadencia.
—Cuando empecé —me dijo—, había una cultura iconográfica: cualquiera reconocía a los personajes. Ahora, la gente no sabe quién es nadie. Hasta Elvis y el Che han de poner un cartel en varios idiomas para identificarse.
—Y tú, ¿de qué vas?
—De doña Leonor de Portugal, ¿no se nota?
Había acabado de aplicarse el carmín y de cubrirse el bigote con purpurina. Le ayudé a sujetar la corona a los bucles con horquillas y clips.
—He venido a pedirte un favor —le dije cuando hubimos acabado.
—No están los tiempos para eso —replicó.
—No es dinero, sino servicios. Retribuidos.
Negociamos una tarifa por horas y llegamos a un acuerdo, por más que yo no supiera de dónde iba a sacar el dinero.
Nos costó bastante meter la peana en el autobús, pero antes de la apertura de las pocas tiendas que no vacaban, la estatua estaba emplazada frente a la casa de Rómulo el Guapo.
—¿No le chocará a nadie que haya elegido este lugar? —dijo el Pollo Morgan antes de adoptar su regia pose—. Por esta plaza no pasa ni Cristo.
—Bah, la gente ni se fija. Y en fin de cuentas, ¿qué más te da? Yo cubro el lucro cesante. Tú preocúpate de mirar fijamente aquel portal. Sin pestañear. Si entra o sale alguien, me avisas. Anota mi móvil.
—No puedo. Yo me debo a la inmovilidad.
—¿Y si tienes pis?
—Llevo dodotis.
—Bueno, pues toma nota mental y yo vendré a la hora de comer a que me des el parte.
A las nueve en punto ya estaba abriendo la peluquería. A las once y cuarto entró un majadero preguntando si había algún bazar oriental en las inmediaciones. Le dirigí hacia La Bamba, no sin antes proponerle, en vano, un lavado, un corte y un rasurado por el precio de un solo servicio. Ya no vino nadie más. A las dos cerré y fui a ver al Pollo Morgan.
—¿Alguna novedad?
Me dio la callada por respuesta. Ni siquiera se dignó bajar los ojos.
—¡Venga, hombre, que no nos ve nadie! —hube de insistir.
Sin apenas despegar los labios, el Pollo Morgan susurró su informe. A lo largo de la mañana pocas personas habían salido del edificio y menos habían entrado. De las que habían entrado, dos eran del grupo de las que previamente habían salido, y cuatro habían entrado sin haber salido antes, pero habían salido al cabo de un rato; una había entrado y todavía no había salido. De las que habían salido sin haber entrado, dos habían vuelto a entrar y los demás todavía no habían entrado.
—Lo has hecho muy bien, hombre —le animé—. Ahora, dime, entre los que han salido, ¿había una señora de inmejorable aspecto?
—Sí —dijo deponiendo su majestuosa arrogancia—. A las diez y media en punto salió una tía de campeonato. Como reina de Portugal, no llevo reloj, pero en el bar que queda a mis espaldas tienen puesta la radio a toda pastilla y cada media hora dan las noticias. Ahora, por ejemplo, deben de ser poco más de las dos. Así no pierdo la noción del tiempo.
—Cuanto más te conozco, más te admiro. Y la señora en cuestión, ¿cómo era?
De la descripción minuciosa e hiperbólica deduje que se trataba de Lavinia Torrada. Estadísticamente era improbable que en aquella birria de inmueble vivieran dos bombonazos. El nuestro había salido a la hora indicada por el Pollo Morgan sin compañía, pero a la puerta la esperaba un caballero que unos minutos antes había llegado en coche, lo había aparcado cerca de la casa, se había apeado, había entrado en el bar y luego había esperado en la acera sin dar muestras de impaciencia. Al salir la mujer de Rómulo el Guapo, ambos se habían saludado con media sonrisa y sendas inclinaciones de cabeza, sin besarse en las mejillas ni otras partes, ni siquiera darse la mano. Tras intercambiar una breve frase, la mujer de Rómulo y su acompañante habían andado en silencio hasta el coche, entrado en él y partido.
—Nada indicaba que fueran amantes —concluyó—, aunque bien podían estar disimulando. En estos casos, nunca se sabe. Además, él era un tipo vulgar. De mediana edad, hortera, con pinta de bobalicón. Nada que ver con ese monumento.
—Cosas más raras se han visto. ¿Pudiste anotar la matrícula del coche?
—Claro, ¿por quién me tomas?
Anoté los datos y entré en El Rincón del Gordo Soplagaitas. La radio vociferaba anuncios. Esto era lo más divertido del local, por lo demás aseado de aspecto y con un humarazo ambiental inferior a la media. Tras la barra había un camarero, posiblemente el que daba nombre al establecimiento, a juzgar por su volumen y su expresión. En la barra dos hombres, también gordos, dejaban caer sendas cascadas de sudor sobre sus respectivos platos de albóndigas. Con gusto habría hecho lo mismo, pero el menú costaba seis euros y yo no los tenía. Me dirigí al camarero y le dije:
—Perdone la molestia, pero tal vez usted, o ustedes, podrían ayudarme. Esta mañana, unos minutos antes de las diez y media, mi camioneta de reparto, conducida por un servidor, ha colisionado ligeramente con un Peugeot 206 de color rojo, matrícula de Barcelona 6952. En ese momento no me fue posible detenerme, pero ahora, realizadas mis gestiones y libre de otros compromisos, quisiera ponerme en contacto con el propietario del vehículo siniestrado para asumir la responsabilidad que me concierne. ¿Ustedes no lo conocerán, por un casual?
La pregunta, dirigida por igual al camarero y a los dos comensales, provocó un breve debate. La conclusión fue que el propietario del vehículo era cliente habitual del bar, donde solía tomar un cortado.
—El caso es —dije al término de estas revelaciones— que debo dar parte a la compañía aseguradora para ver si se pueden arreglar los desperfectos o si hay que entregarle un coche nuevo, modelo berlina, con tracción en las cuatro ruedas y elevalunas eléctrico. Nada de lo cual será posible si no nos ponemos en contacto. ¿Serían ustedes tan amables de rogarle encarecidamente que me llame a este teléfono móvil?
Anoté el número de Quesito en una servilleta de papel y la dejé sobre la barra. Al salir pasé junto al Pollo Morgan sin dirigirle siquiera la mirada por si me estaban observando los obesos del bar, tomé el autobús y en media hora me planté en la peluquería. Por el camino me compré un bocadillo de sardinas en salmuera (el más barato) con la intención de zampármelo en mi puesto de trabajo. Anticipando in mente la degustación, por poco me desmayo al ver una figura humana levantarse del sillón en cuanto abrí la puerta del establecimiento.
—¡Perdón, perdón! —exclamó Quesito—. No era mi intención asustarle. Como no estaba, preferí esperarle dentro en vez de esperarle fuera, a pleno sol.
—¿Estaba abierta la puerta?
—No, señor. Rómulo me enseñó a forzar cerraduras. Lo he hecho con mucho cuidado para no estropearla. ¿El olor a sardinas lo despide usted?
—Eso no es de tu incumbencia —repliqué—, y no andes toqueteando: aquí hay instrumental sensible y peligroso —añadí al ver que jugueteaba distraídamente con un peine.
—Perdón, perdón —repitió—. He venido a decirle que hace un rato han llamado al móvil preguntando por usted.
—¿Quién?
—No lo ha dicho.
—¿Y no se lo has preguntado?
—No se me ha ocurrido.
—¿Era un hombre o una mujer?
—No me he fijado.
—¿Y qué ha dicho?
—No me acuerdo.
—¡Por el amor de Dios, Quesito, así no iremos a ninguna parte! Has de poner más atención en lo que haces.
—Perdón, perdón. No volverá a pasar —dijo.
Empezaba a hacer pucheros; los frené con ademán vigoroso.
—No podemos perder tiempo en lamentaciones. Vayamos al aspecto práctico de la cuestión. ¿Tienes dinero?
—Tres euros.
—Dámelos.
—Son para un Magnum de almendras.
—Pues te quedas sin él. He contratado personal subalterno cuyos emolumentos han de ser satisfechos sin demora. Pídele dinero a tu madre.
—Oh, no. No, señor. No es posible. Mi madre no sabe lo nuestro. Se pondría furiosa si lo supiera. No le cuente nada. Por favor, por favor.
—¿Cómo le voy a contar nada si no la conozco ni sé cómo localizarla? De todas formas, has de conseguir algo de dinero como sea. Pídeselo sin revelarle su destino. Para ropa o para salir. Mentir nunca está justificado, pero a veces está menos injustificado, como en la ocasión presente.
Más tranquila y olvidada de sus pasadas torpezas, se fue tras prometerme volver si ocurría algo nuevo y buscar la forma de conseguir dinero. Como no me merecía mucha confianza en este aspecto, me quedé pensando de dónde sacar unos eurillos, al menos para pagar al Pollo Morgan, por no hablar de otros gastos eventuales, incluida mi propia manutención. Esta reflexión me hizo acordar del bocadillo de sardinas, y estaba por desenvolverlo cuando sin previo aviso entró una persona en la peluquería. A contraluz no la reconocí ni supe quién era hasta que no oí su voz meliflua.
—Disculpe la intromisión —dijo—. Soy Lin Siau, el encargado del bazar La Bamba. He venido a pedirle un pequeño favor. No lo haría de no verme apremiado por las circunstancias, pero en estas fechas no puedo recurrir a familiares ni conocidos, y como somos vecinos…
Era la primera vez que manteníamos una relación oral y me sorprendió su dominio de la lengua. Ni en este terreno le llevaba ventaja. Con cautela le pregunté en qué podía servirle.
—Una futesa —respondió con naturalidad, como si fuéramos viejos amigos—. He de recoger a mi hijo. Le he apuntado a un cursillo de natación. Así se entretiene y no nos hemos de ocupar de él todo el santo día cuando no hay cole. Hasta la semana pasada estuvo de colonias. En Valldoreix. Pero ahora está de vuelta y entretenerlo y ocuparse del bazar es un verdadero problema.
Hizo una pausa y yo no dije nada para no fomentar una camaradería improcedente. Él prosiguió sin necesidad de estímulo.
—Normalmente mi esposa se encarga de traerlo y llevarlo a la piscina, pero hoy está invitada a la despedida de soltera de su prima. Miau. En resumidas cuentas, que me toca ir a recoger al chico y le agradecería mucho si pudiera echarle un vistazo al bazar durante mi ausencia. No tardaré más de diez minutos. Pero me da palo cerrar y en el bazar hay tantas cosas por robar… En cambio aquí…
—Está bien —dije secamente, y luego, haciendo de tripas corazón, añadí con una sonrisa—: Haré lo que me pide con mucho gusto. Los vecinos estamos para ayudarnos en casos de apuro.
—Gracias, colega, eso mismo pienso yo.
Entorné la puerta de la peluquería y los dos cruzamos la calle, nos despedimos con gran prosopopeya a la puerta del bazar, él se alejó con paso ligero y yo entré, en parte para refugiarme del sol, en parte para no ser visto y tachado de colaboracionista por otros comerciantes del barrio, y en parte por curiosidad. Como no me interesan las tiendas si no puedo comprar lo que venden y como mi patrimonio reduce este interés prácticamente a cero, nunca había visitado un establecimiento de aquellas características. Una simple ojeada me dejó anonadado. Allí había de todo: lo que anunciaba el rótulo de la fachada y mucho más, incluida una variada representación de todas las artes plásticas, así como otros mil artículos, que mi desentrenado cerebro y mi decaído espíritu no tuvieron capacidad de registrar. Aturdido serpenteaba por los pasillos cuando en la penumbra del fondo llamó mi atención un curioso objeto aparentemente arrumbado. Al examinarlo de cerca vi que se trataba de un monigote de regular tamaño, de aspecto tan cómico que a pesar de mi abatimiento no pude reprimir una carcajada. Ni a renglón seguido un grito de terror al ver que el monigote venía hacia mí haciendo profundas reverencias.
—Perdone susto —le oí decir con voz cascada y temblorosa—. No era mi intención dar sorpresa. Soy humilde antepasado de señor Siau, gerente de este honorable local. Usted no me conoce pero yo a usted sí. Usted es honorable dueño de gran peluquería en acera de enfrente. Un día iré a cortar y peinar coleta.
—Mucho gusto —dije una vez repuesto de la impresión—. No esperaba encontrar a nadie. Y yo creía que, por definición, los antepasados estaban muertos.
—Tiene razón. Soy viejo, pero vivo y coleando, si permite chiste malo. Soy antepasado a medio hacer. Mi hijo Lin, primogénito de dinastía, me trajo de China, con permiso de General Tat, para tener antepasado en negocio. ¿Usted tiene antepasado en gran peluquería?
—No. Sólo me faltaría eso —respondí.
—Oh. Descendientes, tal vez.
—Tampoco.
—Le acompaño en sentimiento. Antepasados y descendientes son importantes. Pasado y futuro. Sin pasado y futuro, todo es presente, y presente es fugaz.
Acabó de cerrar los párpados y adoptó una expresión serena, acompañada de leves ronquidos. Así nos encontró Lin Siau, que regresaba arrastrando de la mano a un niño de unos diez años de edad, ocupado en repartir un helado de chocolate por toda su ropa.
—Disculpe —susurró Lin Siau—, olvidé advertirle de la presencia de mi padre. Espero que no le haya dado la lata. Tiene sus años y a nadie salvo nosotros con quien hablar. La cabeza se le va a ratos y por eso no quise dejarlo a cargo del bazar.
—De ningún modo —exclamé—, no me ha causado molestia alguna. Al contrario, hemos tenido una conversación de muy alto nivel. A decir verdad, la filosofía oriental está a la altura del resto de su producción.
Con ésta y otras cortesías nos despedimos. Al entrar en la peluquería encontré el bocadillo que había dejado casi entero convertido en un instructivo terrario. No me cupo otro remedio que coger el animado conjunto con unas pinzas y salir a echarlo al contenedor más próximo. Luego regresé y dejé que los minutos transcurrieran a un ritmo cada vez más lento. Al finalizar la jornada, al hambre y el tedio se había unido el pesaroso convencimiento de que nunca conseguiría salir de la grumosa ciénaga en que me hallaba. Estaba por cerrar e ir a ver si todavía quedaba algo del bocata en el contenedor cuando entró en la peluquería el hijo del señor Siau con un envoltorio en las manos. Hizo una profunda reverencia y dijo con voz aflautada:
—Hola, tronco. Soy Quim Siau, hijo de Lin Siau, aplicado estudiante durante el curso y esforzado aprendiz de nadador en época de asueto. Me envían mi padre, mi madre y mi honorable abuelo a entregarle una pequeña muestra de nuestra humilde gratitud.
Me entregó el envoltorio y se fue corriendo. Al abrirlo me encontré con un suculento menú compuesto de pan de gambas, won ton frito, fideos tres delicias y una rodaja de sandía. Antes de tener tiempo de emocionarme ya me lo había zampado todo. Estaba exquisito. Luego, restablecidas las fuerzas y reconfortado el ánimo, cerré la peluquería y decidí, como había hecho tantas veces a lo largo de mi vida, recurrir a mi hermana.