EMILY creció una barbaridad durante la travesía a Inglaterra en el vapor; se había disparado de pronto, como suelen hacer los niños a esa edad. Sus piernas y brazos, aunque más largos, nada perdieron del atractivo de su forma, y su rostro serio conservó íntegro su atractivo a pesar de haberse acercado, en una pequeña fracción, al tamaño del de usted. Lo único desagradable es que le dolían con frecuencia las pantorrillas, y a veces también la espalda; pero estos dolores, claro está, no se veían. (Todos los niños fueron provistos de trajes mediante una colecta general, de modo que no importaba si se le quedaba pequeña la ropa).
Era una chica muy mona, y como había perdido un poco la timidez, se hizo pronto la más popular de todos. Nadie parecía ocuparse mucho de Margaret; las señoras de edad meneaban muchísimo la cabeza a propósito de ella. Por lo menos, saltaba a la vista que Emily tenía infinitamente más sentido común.
Nunca hubierais creído que Edward pudiera resultar un caballerito tan distinguido después de lavarse y peinarse unos cuantos días.
Rachel no tardó en renunciar a Harold, para que nadie la interrumpiera en sus peculiares costumbres de partenogénesis, facilitadas ahora por los frecuentes obsequios de muñecas de verdad. Pero Harold al momento se hizo amigo de Laura, a pesar de lo pequeña que era.
La mayoría de los niños que iban en el vapor se habían hecho amigos de los marineros y les encantaba seguirlos por todas partes mientras se dedicaban a sus románticas ocupaciones: lampacear los puentes y cosas por el estilo. Un día, uno de aquellos hombres se encaramó —a poca altura— por el cordaje, levantando con ello un murmullo general de admiración. Pero todo esto carecía de novedad para los Thornton. Edward y Harry preferían contemplar las máquinas; a Emily lo que más le gustaba era pasear arriba y abajo por cubierta con un brazo alrededor de la cintura de la señorita Dawson, la hermosa joven del vestido de muselina, o quedarse tras ella mientras pintaba pequeñas acuarelas de enormes olas con barcos, en sus crestas, a punto de irse a pique, o mientras formaba coronas con flores tropicales disecadas y las colocaba en las fotografías de sus tíos y tías. Un día, la señorita Dawson la llevó a su camarote y le enseñó todos sus vestidos, hasta el último detalle… Aquello duró horas enteras. Era un nuevo mundo que se abría para Emily.
El capitán mandó llamar a Emily y la interrogó, pero ésta no añadió nada a lo que dijera en aquella confidencia espontánea y decisiva. Parecía haber enmudecido… De terror o de algo por el estilo. Por lo menos, el capitán no pudo sacarle nada. En vista de ello, optó sensatamente por dejarla sola. Probablemente lo contaría todo cuando le viniese en gana; a su nueva amiga, quizá. Pero no fue así. No quería hablar de la goleta, ni de los piratas, ni de nada referente a ellos. Lo que deseaba era escuchar, absorber todo cuanto le contaran sobre Inglaterra, adonde por fin se dirigían… Aquel lugar exótico, maravilloso y romántico.
Louisa Dawson tenía mucho juicio para sus años. Vio que Emily no quería hablar de los horrores que había pasado; pero estimó mucho más conveniente que la hicieran hablar a que estuviese cavilando secretamente sobre ello. La señorita Dawson poseía una idea bastante clara —como todo el mundo— de lo que puede ser la vida en un barco pirata. Era milagroso que aquellos inocentitos hubieran escapado con vida, como los tres hebreos que escaparon del horno encendido.
—¿Dónde solías vivir cuando estabas en la goleta? —preguntó un día a Emily de sopetón.
—Pues en la bodega —dijo Emily con indiferencia—. ¿Dijo usted que éste era su tío Vaugham?
En la bodega. Debía haberlo supuesto. Encadenados, seguramente, encerrados allí abajo en la oscuridad como negros —con ratas que correrían sobre ellos—, alimentados a pan y agua.
—¿Os asustabais mucho cuando había una batalla? ¿Los oíais luchar encima de vosotros?
Emily la miró con su apacible mirada; pero guardó silencio.
Louisa Dawson era muy sensata queriendo descargar de un peso semejante el espíritu de la niña. Pero también la devoraba la curiosidad. Le exasperaba que Emily no quisiera hablar de aquello.
Había dos preguntas que tenía particular interés en hacerle. Una, sin embargo, le resultaba insuperablemente difícil de abordar. Respecto a la otra, no pudo contenerse:
—Escucha, querida —le dijo, enlazándola con sus brazos—. ¿Nunca viste a alguien que hubieran matado aquellas gentes?
Emily enrigideció palpablemente.
—¡Oh, no! —dijo—. ¿Por qué íbamos a verlo?
—¿Ni viste nunca un cadáver, un muerto?
—No, no los había. —Pareció meditar un poco—. No había muchos —rectificó.
—¡Pobrecita, pobrecita mía! —exclamó la señorita Dawson, con acento compasivo y acariciándole la frente.
Pero si Emily era reservada, Edward, en cambio, no lo era. No había apenas necesidad de inducirlo. Se daba cuenta en seguida de lo que se esperaba que dijese, que, además, coincidía con lo que él deseaba decir. Todos aquellos ensayos de piratería de Harry y él, las acrobacias por los cabos, los asaltos a la cocina… todo eso les parecía en la goleta bastante real. Ahora estaba plenamente convencido de que todo había pasado de verdad. Y Harry lo respaldaba.
Edward estaba encantado de que nadie pusiese en duda la veracidad de sus relatos. Quienes se le acercaban en busca de cuentos de sangre no se iban de balde.
Rachel tampoco lo contradecía. Los piratas eran malos, terriblemente malos, como ella tenía sus buenos motivos para saber. De manera que era muy probable que hubieran hecho cuanto afirmaba Edward; seguramente, mientras ella no miraba.
La señorita Dawson tenía demasiado buen sentido para instar siempre así a Emily. Empleaba mucho tiempo simplemente en fomentar el apasionado cariño que la niña sentía por ella.
Le hablaba, gustosa, sobre Inglaterra. Pero, ¡qué raro que estos relatos insípidos pudieran interesar a quien, como Emily, había presenciado cosas tan románticas, tan terribles!
Le habló de Londres, donde el tráfico era tan intenso que apenas si podían pasar las cosas, donde las cosas iban todo el día de un lado a otro, como si no se terminase nunca la provisión de ellas. También intentó describirle los trenes, pero Emily no podía imaginárselos; lo más que entreveía era un vapor como aquél, pero por tierra… No, ella sabía que no podía ser así…
¡Qué persona tan estupenda era Louisa Dawson! ¡Qué maravillas había visto! Emily volvió a sentir lo que en la cámara de la goleta: cómo había pasado el tiempo sin que ella lo hubiese aprovechado. Dentro de pocos meses tendría once años; una edad muy respetable. Y en esa larga vida, ¡qué pocas cosas de interés o de verdadera importancia le habían sucedido! Claro que había lo del terremoto, y el haber dormido con un caimán. Pero, ¿podía compararse esto con las experiencias de Miss Dawson, para quien Londres era tan conocido que no le parecía ya maravilloso, y que había perdido la cuenta del número de veces que viajara en tren?
Su terremoto… Una gran cosa. ¿Se atrevería a hablarle de él a la señorita Dawson? ¿Sería posible que esto la hiciese ganar un poco en la estimación de la señorita Dawson, demostrando que también ella, la pequeña Emily, había tenido experiencias? Pero nunca llegó a atreverse; pues, ¿y si para la señorita Dawson los terremotos fueran tan familiares como los trenes? El chasco hubiera sido insoportable. En cuanto al caimán, la señorita Dawson le había dicho a Harold que se lo llevara a otra parte, y lo dijo como si se tratara de un gusano.
Algunas veces, la señorita Dawson se sentaba silenciosa, junto a Emily, acariciándola y mirándola unas veces a ella y otras a los demás niños, que jugaban. ¡Qué difícil era imaginar que estos niños, de aspecto ahora tan dichoso, habían estado durante varios meses en peligro de perder la vida a cada momento! ¿Cómo es posible que no hubieran muerto de pánico? Ella se habría muerto, estaba segura. O, por lo menos, ¿cómo no se habían vuelto locos, con la mirada extraviada y las manifestaciones más terribles y espeluznantes de la locura?
Siempre le había asombrado que la gente pudiera sobrevivir incluso a un momento de peligro sin morir instantáneamente de terror; pero, meses y meses… y siendo unos niños… No le cabía en la cabeza.
En cuanto a la pregunta, ¡le hubiese interesado tantísimo hacerla si se le hubiera ocurrido alguna fórmula lo bastante delicada!
Entretanto, la pasión que Emily sentía por ella se aproximaba a su crisis, y un día estalló. La señorita Dawson besó a Emily tres veces y le dijo que en lo sucesivo la llamara Lulu.
Emily saltó como si le hubieran disparado un tiro. ¿Llamar a esta diosa por su nombre propio? Se ruborizó mucho sólo de pensarlo. Los nombres propios de los mayores eran sagrados; algo que no debían pronunciar labios infantiles. Hacerlo era caer en la irreverencia más blasfema.
Pues el haberle dicho la señorita Dawson que la llamase así era tan embarazoso para ella como si hubiera visto un letrero en la iglesia con estas palabras:
ESCUPA AQUÍ, POR FAVOR
Desde luego, ya que la señorita Dawson le había dicho que la llamara Lulu, por lo menos no volvería a llamarla señorita Dawson. Pero pronunciar… la Otra Palabra en voz alta, a eso se negaban sus labios.
Así, durante algún tiempo, y con trabajosos subterfugios, consiguió no llamarla de ninguna manera. Pero la dificultad crecía en proporción geométrica, llegando a hacer forzadísima toda conversación. Al poco tiempo, rehuía encontrarse con la señorita Dawson.
Ésta sentíase terriblemente herida. ¿Qué le había hecho a esta niña tan extraña para ofenderla así? (Solía llamarla «La Hadita»). La querida niña parecía haberle tomado tanto cariño, y ahora…
La señorita Dawson acostumbraba seguirla por el barco, con mirada de pena, y Emily acostumbraba huir de ella con las mejillas arreboladas. No habían vuelto a sostener una conversación seria ni verdaderamente cordial, en el tiempo que el vapor tardó en llegar a Inglaterra.