I

LA noche dejó caer repentinamente su telón sobre aquel dedo amenazador.

Fuese o no su turno, el capitán Jonsen se pasó toda la noche de vigía. Hacía calor, inclusive para aquellas latitudes, y no había luna. El difuso brillo de las estrellas iluminaba muy bien los objetos próximos, pero no permitía distinguir nada en la distancia. Los negros mástiles se erguían, destacándose claramente entre la profusión de joyas celestes que parecían balancearse lentamente a un lado y a otro de sus cónicos remates. Las velas parecían lisas, pues se habían borrado las sombras de sus curvas. Drizas y brazas aparecían por unos sitios, y quedaban invisibles en otros, con una arbitrariedad que les quitaba todo aspecto de mecanismo.

La estrecha cubierta, si se la miraba hacia proa, con la luz de bitácora a la espalda, tomaba un matiz lechoso, combándose hasta el bauprés, al que se veía, en escorzo, esforzándose en apuntar a determinada estrella suspendida precisamente sobre el horizonte.

La goleta llevaba la velocidad suficiente para que el mar se partiese ante su roda con un leve rasgueo, quebrándose en una llovizna centelleante que también se encendía a los costados del buque —como si todo el océano fuera un tejido de nervios muy sensitivos—, titilando incluso en la indecisa palidez de la estela. Una fugaz tufarada de alquitrán en la nariz le recordaba a uno que aquello no era una fantasía de ébano y marfil, sino una máquina. En efecto, una goleta es uno de los artefactos más satisfactorios —mecánicamente—, más austeros y menos ornamentales que haya inventado el hombre.

A pocos metros relucía un luminoso banco de peces a profundidades diversas.

Pero a cien metros ya no podía verse nada: a esa corta distancia, el mar tomaba el aspecto de una masa negra e inmóvil. De cerca se apreciaban tan bien los detalles, que parecía imposible que un poco más allá pudiera permanecer invisible nada menos que todo un barco; imposible creer que no había instrumento óptico ni esfuerzo extenuante de los ojos que le permitiera a uno ver.

Jonsen recorría el velero a grandes zancadas, manteniéndose a sotavento, de modo que cuanta brisa hubiera —recogida en el hueco de las velas— le caía encima en una continua cascada de frescor. De vez en cuando escalaba el palo mayor, pese a que añadir aquella altura no pudiese aumentar en nada el alcance de la visión. Clavaba sus ojos en lo negro hasta que le dolían; luego bajaba y reanudaba sus inquietos paseos. Allí, a una milla, podía hallarse un barco con las luces apagadas, ¡y él sin poderlo ver!

El fuerte de Jonsen no era la intuición; pero esta vez tenía una extraordinaria certeza de que allí, muy cerca y cubierto por la oscuridad, se agazapaba su enemigo preparado para destruirle. También sometió sus oídos a una atención forzadísima; pero tampoco pudo oír nada, a no ser el murmullo del agua o algún ruido producido por su velero.

¡Si, por lo menos, hubiera luna! Recordó otra ocasión, quince años atrás. El barco negrero, del que era segundo de a bordo, se deslizaba veloz —con los cuarteles bien cerrados en las escotillas sobre su cargamento maloliente— navegando a toda vela, cuando se vio cruzar una fragata por la rutilante estela de la luna. Iba a tiro de cañón. Atravesó la franja luminosa y desapareció. Jonsen se había dado cuenta en seguida de que aunque la fragata y su luz de popa se habían hecho invisibles, ellos, en cambio, con la luz de la luna dándoles de lleno, serían perfectamente visibles para los de la fragata. Y en efecto, un cañonazo que les tiraron desde el barco «desaparecido» pronto lo probó. Jonsen quiso lanzarse a la desesperada contra él. En cambio, su capitán mandó aferrar todas las velas, y pasaron la noche entera con los palos pelados, inmóviles —claro está—, pero también invisibles a su vez, puesto que nada podía reflejar ya la luz. Cuando amaneció estaban tan lejos, que pudieron huir con toda facilidad.

¡Pero esta noche! No había rastro lunar que delatara al atacante; sólo esta convicción interna que se afianzaba por momentos.

Poco después de medianoche, al descender de uno de sus inútiles escalos al tope del palo mayor, se quedó un momento junto a la escotilla de proa, abierta como siempre. Se percibía claramente la cálida respiración de los niños. Margaret hablaba en sueños, en voz alta, pero no se podía entender ni una sola palabra claramente.

Movido por un capricho, Jonsen bajó a la bodega por la escala de cuerda. Abajo hacía un calor de horno. Una cucaracha alada zumbaba disparándose de un lado a otro. El ruido del agua, que desde arriba era chirriante, producía aquí un gorgoteo y un esporádico plop… plop… plop… contra el casco de madera: el más musical de los sonidos para un marino.

Laura yacía de espaldas a la tenue luz de la escotilla abierta. Se había desprendido de la manta; y la camiseta que hacía las veces de camisón de dormir se le había arrollado hasta el cuello. Jonsen se admiró de que algo tan parecido a una rana pudiera convertirse el día de mañana en un cuerpo de mujer. Se inclinó y trató de ponerle bien la camiseta; pero, en cuanto Laura sintió —entre sueños— que la tocaban, giró bruscamente y quedó boca abajo. Luego encogió las rodillas, apuntando con su traserillo a Jonsen, y siguió durmiendo en esa posición, roncando estrepitosamente.

Conforme se fue acostumbrando a la oscuridad, unas confusas manchas blanquecinas le revelaron que la mayoría de los niños se había quitado las mantas de encima. Pero no se fijó en Emily, que estaba sentada, observándolo en la oscuridad.

Cuando iba a marcharse, una sonrisa de persona experimentada alegró su cara: se agachó y propinó delicadamente un papirotazo con el envés de su dedo índice en el trasero de Laura, el cual se aplastó como un globo desinflado. Pero siguió durmiendo, descansando ahora de lleno sobre el estómago.

Jonsen aún contenía la risa cuando llegó a cubierta. Pero allí sus presentimientos recomenzaron con redoblada fuerza. ¡Podía sentir aquel barco de guerra al pairo, en la oscuridad, esperando la ocasión propicia! Por quincuagésima vez trepó por los flechastes y se instaló en su puesto de observación desojándose para, en resumidas cuentas, no ver nada.

Mirando a cubierta distinguió una figurita blanca —Emily— saltando a la patita coja y dando vueltas de campana. Pero al instante desvió su atención de ella.

De repente su vista, ya cansadísima, captó una mancha más oscura que el mar. Para cerciorarse varió repetidas veces la dirección de su mirada, volviéndola siempre al lugar de su descubrimiento. Allí seguía, a babor; imposible tener la seguridad… pero… Jonsen se descolgó por los obenques como una exhalación; parecía un muchacho… Al caer en la cubierta como un rayo, asustó terriblemente a Emily; ella ignoraba que Jonsen estuviese arriba. Pero él se asustó tanto como ella.

—¡Hace tanto calor ahí abajo…! —empezó a decir Emily—. No puedo dormir…

—¡A la bodega! —rugió Jonsen fuera de sí—. ¡No se te ocurra volver a subir! ¡Y no dejes salir a ninguno de los otros hasta que yo te diga!

Emily, por completo aterrada, se dejó caer por la escala lo más rápido que pudo y se arrebujó en la manta: en parte, porque había cogido frío en las desnudas piernas, pero ante todo porque así se sentía más segura. ¿Qué había hecho? ¿Qué ocurría? Apenas se había acostado cuando oyó sobre cubierta multitud de pasos apresurados. Los cuarteles de las escotillas fueron cerrados precipitadamente. En la bodega se hizo una profunda oscuridad. A Emily le parecía que aquella negrura se balanceaba sobre ella. No tenía a nadie al alcance de su mano, y no se atrevía a moverse ni un centímetro. Todos los demás estaban dormidos.

Jonsen reunió en cubierta a todos sus hombres. En absoluto silencio se acodaron a la barandilla. La mancha se iba haciendo más visible; parecía más próxima y más pequeña de lo que Jonsen creyera en un principio. Esperaron oír el ruido de los remos. Pero no; se acercaba silenciosamente.

De pronto la tuvieron encima, arañando el costado del velero y derivando hacia popa. Era un tronco de árbol, arrancado y llevado hasta el mar por alguna riada, y enmarañado de algas.

A pesar de esto, ordenó a toda la tripulación que permaneciese en cubierta hasta el amanecer. Lo obedecieron de buena gana. Sabían que no era incompetente. Solía hacer lo oportuno… Y si daba la impresión de embrollarse en cualquier caso de apuro, era por su costumbre de alborotar en los casos difíciles.

Aunque había ahora tantos ojos vigilando, no se dio ninguna otra señal de alarma.

Pero cuando empezó a vislumbrarse el pálido anticipo del alba, se tensaron los nervios de todos hasta parecer a punto de estallar. La luz, en rápido aumento, les descubriría su sino de un momento a otro.

Ahora bien, hasta que no se hizo por completo de día, Jonsen no se convenció de que no había por allí ningún barco de guerra.

A decir verdad, el barco en cuestión había hundido sus velas más altas en el horizonte menos de una hora después de haber sido visto desde la goleta por primera vez.