I

EL desprecio que sentían hacia Margaret y la actitud absolutamente despiadada de aquellos hombres ante la evidente enfermedad y los sufrimientos de la muchacha, estaban en proporción directa con la traición por ella cometida contra la inocencia que cabía esperar de su edad infantil.

Aquel asesinato les hubiera parecido grave, de haberlo cometido un hombre, por la incalificable falta de motivo; pero llevado a cabo por una persona de sus años y educación, era sencillamente monstruoso. La levantaron en brazos desde la escalerilla donde estaba sentada y, sin un momento de vacilación (sino la causada por el exceso de manos que intervenían), la arrojaron al mar.

Pero la expresión de su cara cuando desapareció a barlovento —como el cerdo blanco el día de la borrasca— quedó grabada para siempre en la memoria de Otto. Después de todo, era su apaño.

Subieron a cubierta el cadáver del holandés. El capitán Jonsen bajó y se inclinó un momento sobre la pobrecilla Emily. Esta apretó con más fuerza sus párpados, al sentir en el rostro el cálido aliento del hombre. No los abrió hasta que de nuevo quedó completamente sola, y volvió a cerrarlos cuando entró José a fregar con un estropajo el suelo de la cámara.

El segundo bote, que traía al resto de la tripulación y a los niños, casi tropezó con Margaret antes de verla. Nadaba desesperadamente, pero en absoluto silencio; el cabello se le pegaba unas veces sobre los ojos y la boca, y otras flotaba en la superficie cuando se le hundía la cabeza. La subieron al bote y la colocaron junto a los niños, en los asientos de popa. Fue así como volvieron a reunirse al cabo de tanto tiempo.

Estaba tan empapada, que era natural que los otros le hiciesen sitio; pero lo cierto es que se encontraba entre ellos. Sentados, la miraban con los ojos muy abiertos y serios; sin pronunciar palabra, Margaret, extenuada, rechinándole los dientes, trataba, sin conseguirlo, de exprimir el borde de su vestido. Tampoco hablaba. Sin embargo, al poco tiempo tanto los niños como ella notaron que se producía una especie de deshielo entre ellos.

En cuanto a los remeros, no les preocupó lo más mínimo por qué se hallaba en el agua. Supusieron que se había caído en un descuido, pero no mostraron ningún interés, ocupados en sus maniobras para atracar a sotavento de la goleta y subir a bordo. En aquellos momentos había un barullo tremendo a popa, de modo que nadie los vio llegar.

Una vez a bordo, Margaret se fue derecho a proa, bajó la escala de cuerda de la bodega y se desnudó, mientras los demás niños contemplaban con verdadero interés hasta sus menores movimientos. Después se envolvió en una manta y se echó.

Ninguno de ellos se dio exacta cuenta de cómo ocurrió; pero lo cierto fue que al cabo de media hora los cinco se hallaban absortos en uno de sus juegos favoritos. Estaban en ello cuando uno de los tripulantes se asomó por la escotilla y gritó: «¡Sí!» a los demás, alejándose. Pero los chicos ni lo vieron ni lo oyeron.

Sin embargo, a partir de entonces la atmósfera de la goleta sufrió un cambio. Un crimen suele producir este efecto en una pequeña comunidad. A decir verdad, la sangre del capitán holandés era la primera que se vertía a bordo, por lo menos en asuntos de negocios (no respondo de las riñas privadas). La manera como fue vertida impresionó profundamente a los piratas y les abrió los ojos ante una depravación humana que ni en sueños habían imaginado; pero, a la vez, les produjo una sensación de inseguridad en el cuello. Si sólo se hubiese tratado de la broma del circo, ningún barco de guerra norteamericano se hubiera lanzado a perseguirlos (las altas autoridades marítimas rehúyen, y es natural, todo contacto con lo ridículo); pero, supongamos que el vapor arribase a algún puerto y comunicara el secuestro de su capitán… O, peor aún, ¿y si el segundo del holandés había visto con algún maldito catalejo el cuerpo ensangrentado de su capitán en el momento de realizar su última zambullida? ¿No sería entonces de esperar la inmediata persecución?

No cabía confiar en que un jurado hiciese mucho caso de un alegato en estos términos: «Esta malvada acción no la hemos cometido ninguno de los hombres de la tripulación, sino una de las niñas que llevábamos prisioneras».

El capitán Jonsen se había orientado por fin gracias al cuaderno de bitácora del vapor. Así pues, viró la goleta y puso rumbo a su refugio de Santa Lucía. Pensó que no era probable que rondase todavía algún barco de guerra británico por la zona donde había ocurrido lo del Clorinda… Tenían demasiado que hacer. No le gustaba volver con el barco vacío; pero le parecía inevitable.

El signo más visible del cambio operado en el ambiente de la goleta fue un aumento espontáneo en la rigidez de la disciplina. No se bebió ni una gota de ron. Se montaba la guardia con la misma regularidad que en un buque de guerra. La goleta se hizo más limpia, más semejante, en todos los aspectos, a un barco de guerra.

Al día siguiente mataron a Trueno y se lo comieron, sin contemplación alguna hacia los sentimientos de sus enamorados: por cierto que toda la ternura que pudieran haber tenido hacia los niños se había esfumado. Hasta José dejó de jugar con ellos. Los trataban con una severidad objetiva —no totalmente desprovista de miedo—, como si aquellos desventurados se hubieran dado por fin cuenta de la diabólica levadura que se había metido en su masa.

Tanto sintieron los niños este cambio, que hasta olvidaron lamentar la pérdida de Trueno… excepto Laura, cuyo rostro estuvo rojo de ira durante medio día.

En cambio, el mono del barco, sin cerdo ya a quien hacer rabiar, por poco se muere de aburrimiento.