I

PASARON las semanas en un navegar sin rumbo. El transcurso del tiempo tenía para los niños —una vez más— la textura de un sueño: dejaron de ocurrir cosas; cada centímetro del barco les era tan familiar como el Clorinda o Ferndale. Se dedicaron tranquilamente a crecer, como en Ferndale, o como habrían hecho, si hubieran tenido tiempo, en el Clorinda.

Y entonces a Emily le sucedió un acontecimiento de importancia considerable. De repente se dio cuenta de quién era.

No existen motivos fundados que puedan hacernos comprender por qué no le sucedió eso cinco años antes o cinco años después; y no hay, en absoluto, modo de explicarse por qué le ocurrió precisamente aquella tarde.

Había estado jugando a las casitas en un escondrijo a proa, detrás del cabrestante, y, cansada de jugar, vagaba por la popa, pensando confusamente en unas abejas y en una reina de las hadas, cuando, de pronto, cruzó como una exhalación por su espíritu que ella era ella.

Atónita, contempló todos los aspectos de su persona que caían al alcance de sus ojos. No podía ver mucho; sólo un escorzo de la delantera de su vestido y sus manos cuando las ponía en el radio de acción de su vista. Pero le bastaba para formarse una idea elemental del cuerpecito que —ahora se daba súbitamente cuenta— le pertenecía.

Se echó a reír, casi mofándose de sí misma: «¡Vaya!», pensó. «Mira que haberte pasado esto precisamente a ti, entre tanta gente como hay por ahí. ¡Dejarte coger de esta manera! Ahora no puedes librarte de ello por muchísimo tiempo. ¡Tendrás que resignarte a ser una chiquilla, y crecer, y envejecer, antes de que puedas salir de esta endiablada carraca!».

Decidida a evitar toda interrupción en esta importantísima circunstancia, empezó a subir por los flechastes, en dirección a su asiento favorito: el tope del palo de mesana. Cada vez que movía un brazo o una pierna, este sencillo movimiento le producía una impresión de divertida sorpresa al observar lo pronto que la obedecían sus miembros. La memoria le decía, sin embargo, que siempre lo habían hecho, pero no se había dado nunca cuenta de lo sorprendente que resultaba.

Una vez instalada en su percha, examinó la piel de sus manos con el máximo cuidado: porque era de ella. Descubrió un hombro, tirándose del vestidillo y —después de mirarse por dentro para convencerse de que toda ella era continua bajo la ropa— lo encogió hasta tocarlo con la mejilla. El contacto de su cara y de la caliente desnudez de la concavidad de su hombro le produjo un confortable estremecimiento, como si fuera la caricia de alguna amiga cariñosa. Pero no podía explicarse si esa sensación se la proporcionaba la mejilla o el hombro, quién acariciaba y quién era acariciado.

Cuando se hubo convencido del hecho asombroso: que ella era ahora Emily Bas-Thornton (no sabía por qué se le había ocurrido insertar el «ahora», pues, desde luego, no pensaba en ninguna tontería transmigracional de haber sido antes alguna otra persona), se puso a calcular el alcance que podía tener ese descubrimiento.

En primer lugar, ¿a qué era debido que entre tantísima gente como podía haber sido, fuera precisamente esta persona determinada, esta Emily, nacida el año tal entre todos los años del tiempo, y encajada en esta determinada cajita de carne (bastante agradable por cierto)? ¿Lo había escogido ella misma o lo había hecho Dios?

Luego pensó si no sería ella, en realidad, algún ser superior y omnipotente. Pero esta consideración le huía, mientras más quería analizarla. Así, dejó de pensar en esto; quizá le volviese más adelante al espíritu.

En segundo lugar, ¿por qué no había reparado en todo esto antes? Llevaba viviendo más de diez años y nunca pensó en ello. Tenía la sensación que experimentaría un individuo que recordase de pronto a las once de la noche, hallándose sentado en su sillón, que había aceptado una invitación para cenar fuera aquella noche. No se explica uno por qué lo recordó en ese momento; pero tampoco es posible explicar por qué no lo recordó a tiempo de acudir a la invitación. ¿Cómo pudo estarse sentado toda la tarde sin que lo perturbase ni el menor presentimiento? ¿Cómo pudo estar Emily diez años siendo Emily sin haber notado un hecho en apariencia tan evidente?

No debe suponerse que la chica razonó todo ello de esta manera ordenada y bastante extensa. Cada consideración le acudía en un fogonazo y sin palabras. Y entremedias vagaba su espíritu, sin pensar en nada o volviendo a sus abejas y a la reina de las hadas. Sumando el total de sus instantes de pensamiento consciente, vendrían a ser entre cuatro o cinco segundos (más cerca de cinco, quizá), pero distribuidos a lo largo de casi una hora.

De manera que admitiendo que ella fuera Emily, ¿qué consecuencias podía tener esto dejando a un lado el encierro en aquel cuerpecillo determinado (que ahora empezaba a sentir por su cuenta una picazón aún no localizada, pero que seguramente estaría en algún lugar del muslo derecho) y el estar alojada tras un determinado par de ojos?

Esto implicaba una serie de circunstancias. Primero, su familia, una cierta cantidad de hermanas y hermanos, de los cuales nunca se había disociado; pero ahora tenía una sensación tan súbita de ser una persona en sí misma que los demás le parecían tan separados de ella como lo estaba el barco. Sin embargo, quisiera o no, estaba casi tan atada a ellos como a su propio cuerpo. Luego, existía este viaje, este barco, este mástil al que se había sujetado con las piernas… Empezó a examinarlo con una inspiración casi tan luminosa como la que le invadió al examinarse la piel de las manos. ¿Qué encontraría abajo cuando descendiese del mástil? Estarían allí Jonsen, Otto, los marineros…: todo el tejido de una vida cotidiana que hasta ahora ella aceptó tal como se presentaba, pero que ahora se le antojaba vagamente intranquilizadora. ¿Qué pasaría? ¿Habría algunos desastres en perspectiva, desastres a los que la hacían vulnerable su temerario casamiento con el cuerpo de Emily Thornton?

La sobrecogió un repentino terror: ¿se habría enterado alguien? (Quiero decir: si sabrían que ella era alguien en concreto. Emily —quizá incluso un ser omnipotente— y no una niñita cualquiera). No podía saber por qué, pero esa idea la aterrorizaba. Ya sería lamentable si descubrían que era una persona determinada, pero… ¡si descubriesen que era omnipotente! Eso tenía que ocultarlo por todos los medios. ¿Y si, a lo mejor, lo sabían ya y habían estado ocultándoselo a ella (como pudiera hacer un tutor con un infante regio)? Tanto en este caso como en el otro, lo único que debía hacer era seguir conduciéndose como si no estuviese enterada, y así quedarían chasqueados.

Pero, si era ese ser superior, ¿por qué no convertía a todos los marineros en ratones blancos, o dejaba ciega a Margaret, o curaba a alguien, o realizaba algún acto milagroso por el estilo? Después de todo, ¿por qué ocultarlo? Nunca se llegó a formular conscientemente esta pregunta, pero el instinto le indicaba enérgicamente la actitud a tomar. Desde luego, existían elementos de duda (si se hubiese equivocado y el milagro fallase…); pero lo que más influía en ella era la convicción de que dominaría la situación muchísimo mejor cuando fuera un poco mayor. Una vez hubiese descubierto su verdadera personalidad no habría posibilidad de volverse atrás; por eso, era mucho mejor mantener por ahora su superioridad en secreto.

Los adultos se embarcan en los engaños de la vida con bastante recelo, y a pesar de ello fracasan. No así los niños. Un chico puede ocultar el secreto más espantoso sin el menor esfuerzo, y es casi seguro que no lo descubren. Los padres, orgullosos de observar tantas facetas del alma de su hijo, que éste no conoce, casi nunca se dan cuenta de que si el niño se empeña en ocultar algo, llevan todas las de perder.

Así, Emily no sintió el menor recelo cuando decidió guardar su secreto, y no tenía por qué recelar nada.

Abajo, en cubierta, los pequeños se amontonaban repetidas veces en el hueco de un enorme rollo de cabos, haciéndose los dormidos, saltando de pronto con gañidos de pánico y danzando alrededor con gestos de gran abatimiento. Emily los contemplaba con esa atención impersonal que suele prestarse a un calidoscopio. Harry la descubrió y la llamó a gritos:

—¡Emily… y… y! ¡Baja y juega a la Casa-que-se-quema!

Al oír esto, revivieron momentáneamente sus intereses normales. Pero ese impulso espontáneo hacia el juego se apagó tan súbitamente como había surgido; y ni siquiera se sintió dispuesta a desperdiciar con ellos su noble voz. Continuó mirándolos sin responderles.

—¡Ven! —gritó Edward.

—¡Ven a jugar! —añadió Laura—. ¡No seas idiota!

En el silencio que siguió a estas llamadas, quedó flotando la voz de Rachel:

—No la llames, Laura; en realidad, no la necesitamos.