I

DURANTE toda la noche estuvo cayendo agua sobre los que estaban en el sótano a través del suelo de la casa; pero (quizá debido al madeira) no les hizo daño. Sin embargo, poco después de la segunda «voladura», cesó la lluvia; y, en cuanto amaneció, el señor Thornton serpenteó para inspeccionar los destrozos.

Nadie hubiera reconocido el paisaje; era como si lo hubiese arrasado una crecida. No podíais decir, geográficamente hablando, dónde estabais. La vegetación es lo que individualiza a un paisaje tropical, y no la conformación del suelo; y ahora toda la vegetación se había convertido en pulpa en una extensión de muchos kilómetros. El suelo había sido arrasado por ríos improvisados que mordían profundamente la roja tierra. Sólo se divisaba un ser viviente: una vaca que había perdido los dos cuernos.

La parte de madera de la casa había desaparecido casi por completo. Después que ellos lograran refugiarse, se habían derrumbado, una tras otra, las paredes. Los muebles se habían convertido en astillas. Hasta la pesada mesa-comedor de caoba, por la cual sentían los Bas-Thornton gran cariño —siempre la tenían con las patas metidas en aceite para librarla de las hormigas—, se había esfumado. Quedaban algunos fragmentos que podían haberle pertenecido o no; resultaba imposible saberlo a ciencia cierta.

El señor Thornton volvió al sótano y ayudó a salir a su mujer, la cual tenía los miembros tan agarrotados que apenas podía moverse. Se arrodillaron juntos y dieron gracias a Dios por no haberlos tratado peor. Luego, ya en pie, miraron atontados alrededor. Costaba trabajo creer que todo aquello lo había causado una corriente de aire. El señor Thornton palpó la atmósfera. Mientras estaba tranquila, ¡resultaba tan extraña y suave! ¿Cómo podía uno creer que el movimiento, algo tan impalpable, lo hubiese endurecido, que ese meteoro se hubiera apoderado la noche anterior de Betsy la Gorda, con la rapacidad de un tigre y el poder de elevación de un águila, y se la hubiera llevado en volandas —como vieron sus propios ojos— haciéndola cruzar dos campos de considerable extensión?

La señora Thornton comprendió aquel gesto.

—Recuerda quién es su Príncipe —dijo.

La cuadra había sufrido desperfectos, pero no estaba totalmente destruida, y la mula del señor Thornton tenía tales heridas que éste hubo de ordenar a un negro que la matase. El coche estaba tan destrozado que no admitía reparación. El único edificio indemne era uno de piedra, donde había estado el hospital de la antigua plantación. En vista de ello, despertaron a los niños, quienes se sentían mal y terriblemente desgraciados, y se mudaron todos allí, donde los negros, con energía y amabilidad inesperadas, hicieron cuanto pudieron para hacerles la situación más llevadera. Aquel local estaba empedrado y falto de luz: pero era sólido.

Los niños estuvieron malhumorados unos cuantos días, y sentían cierta aversión unos contra otros; pero, casi sin darse cuenta, fueron aceptando el cambio que se había operado en sus vidas. Es indudable que se necesita experiencia para distinguir lo que es una catástrofe de lo que no lo es. La infancia no posee apenas la facultad de discernir entre un desastre y el curso normal de la vida. Si Emily hubiera sabido que aquello era un Huracán, sin duda se habría impresionado muchísimo más, pues esta palabra rebosaba románticos terrores. Pero nunca llegó a saberlo, y una tormenta, por fuerte que sea, es después de todo una vulgaridad. El simple hecho de haber causado incalculables daños, mientras que el terremoto no causó ninguno, no le concedía el menor derecho a rivalizar con éste en la jerarquía de los cataclismos: un terremoto es algo aparte. Si permanecía silenciosa, y propensa a cavilar, no era porque pensase en el huracán, sino por la muerte de Tabby. Fue su primer contacto íntimo con la muerte y, además, una muerte violenta. La del viejo Sam no le produjo tanto efecto; después de todo, hay una enorme diferencia entre un negro y un gato favorito.

Además, resultaba bastante divertido acampar en el hospital: una especie de interminable jira en la que participaban —una novedad— sus padres. Esto le hizo considerarlos por primera vez como seres humanos y racionales, con aficiones comprensibles: por ejemplo, sentarse en el suelo para comer.

La señora Thornton se hubiera sorprendido muchísimo si le hubieran dicho que hasta entonces casi nada había significado para sus hijos. Le interesaba extraordinariamente la Psicología (el arte balbuciente, como dice Southey). Sabía numerosísimas teorías que no tenía tiempo de poner en práctica, y estaba convencida, sin embargo, de conocer profundamente los temperamentos de sus hijos y de constituir el centro del apasionado cariño de éstos. En realidad, era incapaz por naturaleza de calar en el alma de ninguno de ellos. Me parece que la señora Thornton —una mujer pequeñita y rechoncha— era de Cornwall. De niña era tan chiquitina que la llevaban en un cojín por temor a que pudiera dañarla la presión de un tosco brazo humano. A los dos años y medio sabía leer. Siempre leía cosas serias. En las enseñanzas de tipo más humano tampoco se quedó atrás: sus profesoras hablaban de sus modales como de algo que muy rara vez se encontraba fuera de las Casas Reales más antiguas. En efecto, a pesar de su figura —algo así como un almohadón—, sabía subir a un coche como un ángel a una nube. Tenía un temperamento muy vivo. El señor Thornton poseía también todas las buenas cualidades, excepto dos: la primogenitura y la de saber ganarse la vida. Con cualquiera de éstas, las otras hubieran sobrado.

A los hijos les hubiera sorprendido, tanto como a la madre, el saber qué poco significaban sus padres para ellos. Los chicos no suelen tener ningún poder de autoanálisis cuantitativo: sean cualesquiera los hechos, creen como artículo de fe que aman ante todo y por igual al padre y a la madre. Realmente, lo que los niños de Thornton habían amado en primerísimo lugar era a Tabby; en segundo lugar, a alguno de sus hermanos; y de la existencia de su madre apenas si se daban cuenta más de una vez por semana. Al padre lo querían algo más: en parte, debido a la ceremonia de montarse en los estribos cuando volvía a casa.

Jamaica persistía, y floreció de nuevo, pues sus entrañas son inagotables. El matrimonio Thornton también persistió, y se esforzó en reconstruir —con paciencia y lágrimas— cuanto era susceptible de reconstrucción. Pero no era cosa de exponer otra vez sus queridos pequeñuelos a un peligro como el que habían corrido. El cielo los había prevenido. Los niños tenían que irse.

Además, no se trataba sólo de un peligro físico.

—¡Qué noche tan horrible aquélla! —dijo una vez la señora Thornton mientras sopesaban el proyecto de enviarlos a Inglaterra a un colegio—. ¡Oh, querido, cuánto deben de haber sufrido estos angelitos! Piensa que el niño siente el miedo con mucha mayor intensidad. Pero han sido tan valientes, tan ingleses…

—No creo que se dieran cuenta. (Sólo dijo esto por espíritu de contradicción y no podría esperar que su mujer lo tomara en serio).

—Eso es lo que más me asusta, el efecto permanente, interno, que puede causarles un choque como éste. ¿Has notado que ni siquiera lo mencionan? En Inglaterra, por lo menos, se verán libres de estos peligros.

Mientras tanto, los niños disfrutaban plenamente del nuevo estado de cosas, aceptándolo como algo muy natural. La mayoría de los chicos, cuando viajan en tren, prefieren hacer transbordo en el mayor número de estaciones posibles.

La reconstrucción de Ferndale les resultaba de un interés absorbente. Estas casas —parecen cajas de cerillas— tienen una ventaja: es tan fácil construirlas como destruirlas. Así, una vez iniciado el trabajo, progresó rápidamente. El señor Thornton en persona dirigía al equipo de trabajadores, poniendo en práctica innumerables procedimientos mecánicos de su propia invención, y no tardó mucho en llegar el día en que se encontró asomando su hermosa cabeza por el boquete —en rápida disminución— del nuevo tejado, dando órdenes a gritos a los dos carpinteros negros con camisas a cuadros, quienes yacían despatarrados sobre aquél, clavando ripia tras ripia, cercando con ello al señor Thornton como si fuera la víctima en algún cuento horroroso. Finalmente, tuvo que retirar la cabeza, y las últimas ripias quedaron clavadas donde estuvo aquélla.

Una hora después, los niños lanzaban su última ojeada a Ferndale.

Cuando les dijeron que iban a Inglaterra, acogieron la noticia como un hecho aislado, emocionante de por sí, pero sin una motivación determinada; en efecto, no iba a ser a causa de la muerte del gato, y recientemente no había ocurrido nada más que tuviese importancia.

La primera etapa del viaje era por tierra, hasta la bahía de Montego, y se distinguió porque en ella no utilizaron un par de mulas, sino un caballo y una mula, para tirar del carricoche que les habían prestado. Cada vez que el caballo quería ir ligero, la mula se quedaba dormida en las varas; y, si el cochero la despertaba, se lanzaba al galope, lo cual irritaba al caballo. De todos modos, no podían haber llevado mucha velocidad, pues todos los caminos estaban encharcados.

John era el único que podía acordarse de Inglaterra. Se recordaba sentado en lo alto de un tramo de escalera, cuyo acceso cerraba un portillo, jugando con un carrito colorado, y sabiendo con certeza que en la habitación de la izquierda se hallaba un bebé en su cuna: Emily. Ésta decía que recordaba algo así como la «perspectiva de los muros traseros de algunas casas de ladrillos de Richmond». Los demás habían nacido en la isla… Edward, por chiripa.

Sin embargo, todos tenían ideas muy elaboradas sobre Inglaterra, a base de lo que sus padres les habían contado, y de los libros y las revistas antiguas que a veces repasaban. Inútil decir que se trataba de un país fabuloso, e ir allí resultaba casi tan emocionante como podría serlo morirse e ir al cielo.

John contó a los otros por centésima vez lo de la escalera y lo escucharon con gran atención (como escuchan los creyentes a un hombre que esté rememorando sus reencarnaciones).

De repente, Emily se recordó sentada en una ventana y viendo a un pájaro con una hermosa cola. Al mismo tiempo había sentido un horrible chillido, o quizá fuera alguna otra cosa desagradable… No podía recordar cuál de sus sentidos quedó más impresionado. No se le ocurrió que el chillido pudiese proceder precisamente del pájaro; y, en resumidas cuentas, todo le resultaba demasiado confuso para intentar describirlo. Por eso, pasó a preguntarse cómo sería posible dormir andando, como aseguraba el cochero que hacía la mula.

Pasaron la primera noche en Sainte Anne, y allí ocurrió otro hecho notable. El posadero era un criollo endurecido: en la cena comió pimienta de Cayena a cucharadas. Pero, fijaos bien, no era pimienta corriente de Cayena, como la que venden en las tiendas (muy adulterada con campeche), sino la auténtica, muchísimo más picante. Indudablemente, esto era un acontecimiento de primera categoría. Ninguno de ellos lo olvidó jamás.

La desolación de las tierras por donde pasaban era indescriptible. El escenario tropical es siempre aburrido, vasto, feracísimo… Los verdes son de una gran uniformidad; las grandes ramas tubulares soportan hojas muy pesadas; ningún árbol destaca su perfil porque siempre queda aplastado sobre alguna otra cosa… No hay sitio. Este profuso enjambre de plantas llega hasta las mismas cadenas de montañas, y hasta las cumbres son tan numerosas, que en la cima de una de ellas os veis rodeados por otras, y no hay manera de ver nada. Las flores podéis verlas a centenares. Figuraos, pues, toda esta exuberancia molida —como con almirez y mortero— triturada, hecha pasta, ¡y creciendo ya de nuevo! El señor Thornton y su esposa casi gritaron de júbilo cuando atisbaron por fin el mar, por el peso que se les quitaba de encima, abarcando al poco tiempo toda la bella curva de la bahía de Montego.

En alta mar había una marejada muy respetable, pero en el refugio de arrecifes de coral, con su estrechísima entrada, el agua tenía la tersura de un espejo. En esta ensenada se hallaban anclados tres barcos de diferentes tamaños, y cada una de estas hermosas embarcaciones se reflejaba en el agua que la sostenía. Cerca de la rada estaban las islas Bogue, e inmediatamente a la izquierda, en la tierra baja —en la base de las colinas—, desembocaba un riachuelo pantanoso e infestado de cocodrilos (según comunicó el señor Thornton a John). Los niños no habían visto nunca un cocodrilo y esperaban que alguno se aventurase hasta la ciudad, adonde acababan de llegar; pero ninguno llegó hasta allí. Les decepcionó atrozmente que los hiciesen subir en seguida a bordo del velero, pues no habían perdido aún la esperanza de que apareciese en cualquier esquina algún cocodrilo.

El Clorinda había echado el ancla a seis toesas de profundidad; el agua estaba tan clara y la luz era tan brillante, que al acercarse al barco desapareció de pronto el reflejo de éste, y en su lugar podían ver el fondo bajo él y más allá. La refracción lo hacía semejante a una tortuga, como si terminase en la línea de flotación, y el ancla, con su cable, parecía tremolar horizontalmente como una cometa invertida, retorciéndose (debido a la ondulación de la superficie) entre los contorsionantes corales.

Ésta fue la única impresión que causó a Emily el subir a bordo; pero el barco era por sí mismo un objeto lo bastante extraño como para requerir toda su atención. Sólo John podía recordar la travesía con toda claridad. Emily creía acordarse también, pero lo que recordaba era su propia representación de lo que le habían contado. En realidad, se encontró con que un barco de verdad era algo totalmente distinto a lo que creía recordar.

Debido a algún capricho del capitán, estaban tensando los obenques con una tirantez que los marineros consideraban excesiva, por lo que gruñían mientras estiraban los cabos. John no los envidiaba al verlos allí, a pleno sol, dándole vueltas a aquella manija. En cambio, sí envidiaba al tipo encargado de sumergir la mano en una vasija de alquitrán de Estocolmo —tan aromático— y engrasar con él las vigotas. Se hallaba embreado hasta los codos y John ardía en deseos de verse como él.

Al momento los chicos se diseminaron por el barco, oliendo aquí, maullando allá, husmeándolo todo como gatos en casa nueva. El señor Thornton y su esposa permanecieron junto a la escotilla mayor, un poco molestos por la gozosa ocupación de sus chicos, lamentando ligeramente que no se produjese la adecuada escena emotiva.

—Creo que lo pasarán muy bien aquí, Frederic —dijo la señora Thornton—. Me hubiera gustado haberlos podido enviar en el vapor; pero los niños saben divertirse hasta entre las incomodidades.

El señor Thornton rezongó:

—¡Más valdría que no se hubieran inventado las escuelas! —exclamó de pronto—. ¡Así no serían ahora tan indispensables!

Se produjo una breve pausa para que aclarase la lógica de sus palabras. Luego siguió:

—Ya sé lo que va a ocurrir: ¡saldrán hechos unos… inútiles! ¡Unos pequeños inútiles como los chicos de los demás! Tengo la firmísima convicción de que son preferibles cien huracanes a eso.

La señora Thornton se estremeció, pero dijo con valentía:

—¿Sabes? Creo que se iban encariñando demasiado con nosotros. Hemos constituido de modo tan exclusivo el centro de sus vidas y de sus pensamientos… A los espíritus en formación no les conviene depender tan por completo de una persona.

La cabeza grisácea del capitán Marpole emergió de la escotilla. Un lobo de mar: claros ojos azules que inspiraban confianza; un rostro alegre, arrugado, de color tafilete, y una voz gruñona.

—Es demasiado bueno para ser verdad —murmuró la señora Thornton.

—¡Qué disparate! ¡Es un sofisma figurarse que la gente no corresponde a su tipo! —dijo irritado el señor Thornton. Sentíase en un mar de confusiones.

Desde luego, el capitán Marpole tenía todo el aspecto del Capitán Ideal para Niños. La señora Thornton llegó a la conclusión de que vigilaría a los niños sin resultar pesado con sus advertencias, pues ella era partidaria de la gimnasia valiente, aunque prefería no verlos practicándola. El capitán Marpole contempló benignamente el enjambre de diablillos.

—Lo van a adorar —dijo a su esposo al oído. (Lo que quiso decir con esto era que él los adoraría). Esto del capitán era un punto importante, tan importante como la personalidad del director de un colegio.

—De modo que éstos son los críos, ¿eh? —dijo el capitán, estrujando la mano de la señora Thornton. Ella se esforzó por contestar, pero se le había paralizado la garganta. Hasta la locuaz lengua del señor Thornton se hallaba impedida. Miró fijamente al capitán, señaló convulsivamente con el pulgar a los niños, luchó consigo mismo para soltar una alocución muy preparada y acabó declarando con voz de falsete:

—Ahí los tiene usted.

Entonces el capitán fue a atender a sus cosas y los padres permanecieron sentados durante una hora sobre el cuartel de la escotilla principal, completamente solos. Ni siquiera cuando todo estuvo dispuesto para levar anclas fue posible reunir al rebaño para un adiós colectivo.

Ya trepidaba el remolcador; tenían que bajar a tierra. Emily y John pudieron ser capturados, y hablaban, muy cortados, con sus padres como con unos extraños, utilizando sólo la cuarta parte de sus facultades mentales. Mientras una jarcia, suelta aún, le bailoteaba ante las narices, John no acertaba a comprender aquella dilación y se encerró en un mutismo absoluto.

—Señora, tenemos que zarpar ya —dijo el capitán—. Deben ustedes irse a tierra.

Las dos generaciones se besaron muy ceremoniosamente y se dijeron adiós. Los adultos estaban ya en la pasarela antes de que Emily empezase a comprender el significado de todo aquello. Salió corriendo detrás de su madre, se agarró con fuerza a la abundante carne de ésta y rompió a llorar, diciendo entre sollozos: «¡Ven tú también, mamá, anda, tú también!».

Podéis creerlo, hasta ese momento no se le había ocurrido que aquello era una despedida.

—¡Piensa en la aventura que será esto para ti —dijo la señora Thornton heroicamente—, mucho más que si yo también fuese! ¡Tendrás que cuidar de los pequeños como si fueras una persona mayor!

—¡Pero si yo no quiero ya más aventuras! —gimoteó Emily—. ¡Ya he tenido un terremoto!

El ambiente pasional estaba demasiado caldeado para que nadie supiera a punto fijo cómo acabó la despedida. Lo único que recordaba la señora Thornton era lo cansadísimo que le había quedado el brazo de tanto agitarlo en dirección a aquella mota que se alejaba constantemente a impulsos de la brisa terrestre, y que después se detuvo algún tiempo al sobrevenir una calma, para seguir luego viento en popa y hundirse finalmente en el horizonte azul.

En el mismo buque se dirigían a Inglaterra Margaret Fernández —apoyada ahora en la borda— y su hermanito Harry. Nadie vino a despedirlos, y la niñera mestiza que los acompañaba se había refugiado abajo en cuanto embarcaron, para poderse marear lo antes posible. ¡Qué guapo le había parecido a Margaret el señor Bas-Thornton, con su distinción británica! Sin embargo, era bien sabido que no tenía dinero. Margaret volvía hacia la costa su blanco rostro y la barbilla le temblaba a intervalos. Poco a poco fue desapareciendo el puerto; el desorden de la turbulenta e intrincada masa de colinas se iba achatando bajo el cielo. Se desvanecieron las casitas blancas y los blancos chorros de vapor y humo de las refinerías. Por fin, la costa —con esa pálida y tenue titilación que recuerda al polvillo de las uvas— se sumergió en el espejo azul y esmeralda.

Se preguntó si los niños de Thornton serían para ella una distracción o un fastidio. Todos eran menores que ella; una lástima.