EMILY disfrutó mucho con las figuras de cera, aunque le cogiera por sorpresa encontrar expuesta al público una reproducción en cera del capitán Jonsen, con el rostro ceñudo y ensangrentado, y un cuchillo en la mano. Se llevaba bien con el señor Mathias. Se sentía muy mayor, saliendo así por fin sin la rémora de los pequeños. Después la llevó a una pastelería de la calle Baker e intentó convencerla de que le sirviera el té; pero a Emily le daba mucha vergüenza y al final hubo de servírselo él mismo.
El señor Mathias —como la señorita Dawson— empleaba buena parte de su tiempo y de sus energías en ganarse la simpatía de la niña. Por lo menos, logró que no desconfiase en absoluto de él, si juzgamos por la completa sorpresa que le causó cuando se puso a hacerle una pregunta acerca de la muerte del capitán Vandervoort. La estudiada indiferencia con que fueron hechas las preguntas no consiguió engañarla ni por un momento. No sacó nada en limpio; y Emily, en cuanto llegó a su casa, y apenas había arrancado el coche de él, se sintió muy mal: seguramente había comido muchos pasteles de crema. Pero mientras —en la cama— sorbía buchitos del agua de un vaso con ese humor fatalista que sigue a los vómitos, Emily tuvo muchas cosas en qué pensar, así como la oportunidad de hacerlo sin emoción.
Su padre —cosa rara en él— pasaba aquella noche en casa y ahora contemplaba a su hija, oculto en las sombras del dormitorio de ésta. La fantástica imaginación del hombre transformaba a la chiquilla en el personaje de una gran tragedia; y mientras se le enternecían las entrañas, su intelecto se deleitaba con la bella y sutil combinación de las fuerzas contrarias que él intuía en aquella situación. Se encontraba como los espectadores que no pudiendo desde sus butacas más que sufrir y compadecer, no hubieran sido capaces de perderse la función por nada del mundo.
Pero mientras la miraba, experimentó una emoción que no era ni piedad ni deleite: se dio cuenta, con un repentino y doloroso sobresalto, ¡que la temía!
¿Era alguna ilusión producida por la luz de la vela, o la indisposición que sufría, lo que le hacía ver en el rostro de Emily aquella mirada inhumana, pétrea, de basilisco…?
Cuando salía de puntillas del cuarto, la oyó exhalar un gemido súbito y desesperado, y sacando medio cuerpo de la cama, empezaron otra vez a producírsele unas arcadas ineficaces y dolorosas. Thornton la convenció para que se bebiera de golpe el vaso de agua, y le sostuvo entre las manos sus sienes empapadas de sudor frío hasta que, por fin, cayó para atrás, exhausta, en una pasividad absoluta, quedándose dormida al instante.
En varias ocasiones, después de aquello, el señor Mathias la llevó de excursión, o bien se quedaban en casa y la interrogaba. Pero seguía sin saber nada.
¿Qué ideas cruzaban ahora por la cabeza de la niña? Ya no puedo leer los pensamientos más profundos de Emily, ni manipular sus cuerdas. De aquí en adelante hemos de contentarnos con conjeturas.
En cuanto a Mathias, no le quedaba sino reconocer su derrota a manos de la chica, y luego tratar de explicársela a sí mismo. Dejó de creer que Emily tuviera algo que esconder, porque, de haberlo tenido, estaba convencido de que no lo hubiera podido ocultar.
Pero, aunque no le servía para saber nada, no dejaba de ser —espectacularmente hablando— un testigo valiosísimo. Así, como Thornton había sugerido, hizo copiar a su amanuense, con su hermosa letra, una especie de catecismo compendiado. Se lo dio a Emily y le dijo que se lo aprendiera.
Ella se lo llevó a casa y lo enseñó a su madre, quien dijo que el señor Mathias llevaba mucha razón; debía aprendérselo. Así pues, Emily lo pinchó con un alfiler en el marco de su espejo y cada mañana se aprendía las respuestas a dos nuevas preguntas. Su madre se lo repasaba junto con las demás lecciones, y la reprendía por el tono de canturreo con que repetía las respuestas. Pero, ¿cómo es posible recitar con naturalidad lo que se ha aprendido al pie de la letra?, se preguntaba Emily. No puede ser. Y Emily se sabía ese catecismo al derecho y al revés antes de que llegara el día.
Una vez más fueron en coche a la ciudad; pero esta vez fue a la Central Criminal Court. Afuera había una multitud enorme, y a Emily la hicieron entrar con la máxima rapidez. El edificio era impresionante, y estaba lleno de policías. Se iba poniendo más nerviosa a medida que se prolongaba la espera en la salita adonde los habían hecho pasar. ¿Se acordaría de su papel o lo olvidaría? De vez en cuando llegaba por los pasillos el eco de las voces que citaban a una u otra persona. Su madre la acompañaba, pero el padre sólo entraba de cuando en cuando a dar un vistazo, dándole alguna noticia a su esposa en voz baja. Emily tenía consigo el catecismo, y lo releía sin cesar.
Por último, vino un policía y se encargó de conducirlos a la Sala.
Una Sala de lo Criminal es un sitio muy curioso: el lugar donde se verifica un ritual tan complicado como el de cualquier religión y desprovisto a la vez de toda grandeza o simbolismo arquitectónico. Un juez con sus vestiduras, en ese ambiente tan poco majestuoso, es como si una alta dignidad eclesiástica oficiara en un lugar cualquiera. Nada hay que nos haga comprender que la grandeza del lugar sólo consiste en la presencia de la muerte.
Cuando Emily entró en la Sala, pasando por delante de muchos hombres con batas negras que escribían con plumas de ave, no distinguió al principio al juez, al jurado, ni a los presos. Su mirada quedó clavada en el rostro del escribano, que se hallaba sentado bajo el Tribunal. Era un hermoso rostro de anciano, que reflejaba cultura y refinamiento. Con la cabeza hacia atrás, la boca entreabierta y los ojos cerrados, dormía beatíficamente.
Aquella cara seguía grabada en su mente mientras la conducían al banco de los testigos. Le hicieron recitar el Juramento, que constituía uno de los párrafos iniciales de su catecismo; y al pronunciar esas frases tan conocidas, se desvaneció su nerviosismo, y con plena confianza fue canturreando sus respuestas a las conocidas preguntas que le iba haciendo el señor Mathias, vestido de máscara. Pero hasta que terminó, mantuvo los ojos en la barandilla frente a ella, por temor a que algo pudiera turbarla.
Por fin, el señor Mathias se sentó, y Emily empezó a mirar en derredor. Más arriba del hombre durmiente había otro, con un rostro aún más refinado, pero completamente despierto. Se dirigió a ella, y Emily pudo observar que era la voz más amable que oyera en su vida. Vestido con un extraño disfraz, y divirtiéndose con un lindo ramillete, parecía algún brujo, viejo y benigno, que empleaba su magia en hacer el bien.
Debajo de ella estaba la mesa donde se encontraban sentados tantos hombres con peluca. Uno se entretenía en dibujar caras jocosas; pero la suya era muy circunspecta. Otros dos se hablaban al oído.
Entonces se puso en pie otro hombre. Era más bajo que el señor Mathias y de más edad, y no tenía nada de guapo, ni siquiera de interesante. También se puso a interrogarla.
El, Watkin, el abogado defensor, no era tonto. No se le había escapado que, entre todas las preguntas de Mathias a la niña, no había la menor referencia a la muerte del capitán Vandervoort. Esto quería decir, claro está, o que la pequeña no sabía nada de ello —lo cual supondría una importante laguna en la prueba— o que lo que sabía redundaba en beneficio de su cliente. Hasta ese momento había pensado seguir la táctica de siempre: interrogarla partiendo del testimonio ya dado, atemorizarla quizá, y, en todo caso, confundirla y hacer que se contradijera. Pero cualquiera, incluso un jurado, podía descubrir este juego. Además, no había esperanza alguna —por bien que se presentaran las cosas— de una sentencia absolutoria; lo más que cabía esperar era librarse de la acusación de asesinato.
Y de pronto decidió cambiar de sistema. Su voz también se hizo amable (aunque, claro es, carecía del timbre de benignidad plena que caracterizaba a la del juez). No intentó en absoluto confundirla. Con esta simpatía que manifestaba hacia ella contaba ganar para sí la de la Sala.
Sus primeras preguntas fueron de carácter general; y las prolongó hasta que las respuestas de la niña revelaron una absoluta confianza.
—Vamos a ver, mi querida señorita —dijo por último—. Hay otra pregunta que deseo hacerle, rogándole la conteste en voz alta y clara, para que todos podamos oírla. Se nos ha hablado aquí del vapor holandés que llevaba esos animales a bordo. Se ha insinuado una cosa horrible. Se ha afirmado que secuestraron a un hombre de ese barco —su capitán, para ser exactos— y que lo llevaron a la goleta, y allí lo asesinaron. Ahora bien, lo que deseo preguntarle es lo siguiente: ¿Vio usted que ocurriera algo así?
Quienes contemplaban en ese momento a la reservada Emily la vieron empalidecer sobremanera y echarse a temblar. De repente dio un chillido: un segundo después comenzaba a sollozar. Todos escuchaban, en helada inmovilidad, con un nudo en la garganta. A través de las lágrimas de Emily, se escaparon estas palabras:
—… Estaba allí, tumbado en su sangre… ¡Qué horrible estaba!… Y… y se murió… ¡dijo algo y luego se murió!
Esto fue lo único articulado que pronunció. Watkin se desplomó en su asiento, como herido por un rayo. La impresión fue inmensa en la Sala. Mathias no se mostró sorprendido; su actitud más bien parecía la de quien ha estado cavando una fosa en la que, por fin, ha visto caer a su adversario.
El juez se inclinó hacia ella y trató de interrogarla: pero Emily no hacía más que sollozar y chillar. Intentó consolarla: pero estaba demasiado histérica para poder calmarse. De todos modos, había dicho de sobra para lo que requería la causa. Así que dejaron a su padre sacarla de allí.
Cuando bajaba con él, vio por primera vez —desde hacía tantos meses— a Jonsen y a la tripulación, amontonados en una especie de jaula. Estaban mucho más delgados que la última vez que los viera. ¿Qué le recordaba aquella terrible expresión en el rostro de Jonsen, cuando sus ojos se encontraron con los de ella?
Su padre apresuró el regreso a casa. Tan pronto como estuvo en el cabriolé, volvió a ser ella misma con sorprendente rapidez. Se puso a comentar todo lo que había visto, como si se hubiera tratado de una jira: el hombre dormido, el que dibujaba caras divertidas, y el del ramillete en la mano… y, ¿había recitado bien su papel?
—El capitán estaba allí —dijo—. ¿Lo viste?
Poco después, preguntó:
—¿Para qué era todo aquello? ¿Por qué tuve que aprenderme todas esas preguntas?
El señor Thornton no hizo el menor intento de contestarle: hasta se contraía, instintivamente, para no tocar a su hija Emily. Numerosas posibilidades le daban vueltas por la cabeza. ¿Era posible que la chica fuera tan idiota como para no comprender de qué se había tratado? ¿Podía creerse que no supiera lo que había hecho? Miró a hurtadillas su carita inocente, sin la menor huella de las recientes lágrimas. ¿Qué podía pensar de ella?
Pero notó que el semblante de Emily se iba ensombreciendo, como si la niña hubiera leído sus pensamientos.
—¿Qué le van a hacer al capitán? —preguntó con un leve matiz de ansiedad.
Tampoco a esto le contestó. Emily llevaba grabada en su espíritu la cara del capitán, con aquel último gesto… pero, ¿qué sería aquello que se esforzaba en recordar?
De pronto estalló su recuerdo:
—Padre, ¿qué le ocurrió a Tabby finalmente aquella noche horrible del huracán en Jamaica?