CUANDO los demás se hubieron marchado, Mathias ofreció un cigarro a Thornton, con quien simpatizaba. Ambos permanecieron un rato sentados junto al fuego.
—Bueno —dijo Thornton—, ¿está usted satisfecho de la entrevista?
—Bastante.
—Noté que les preguntaba usted principalmente sobre el Clorinda. Pero seguramente usted ya tendrá todos los informes necesarios a ese respecto, ¿no?
—Naturalmente. Cualquiera de las afirmaciones de los chicos podría comprobarla con la declaración, tan detallada, de Marpole. Lo que deseaba era averiguar si eran fidedignos en sus respuestas.
—¿Y qué ha sacado usted en consecuencia?
—Lo que he sabido siempre. Que preferiría interrogar al diablo antes que a un niño.
—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué quiere usted saber de ellos?
—Todo. Todo lo sucedido.
—Lo sabe usted ya.
Mathias replicó, exasperado:
—¿No comprende usted, Thornton, que sin una gran ayuda por parte de ellos no podremos probar nada?
—Y ¿en qué estriba la dificultad? —preguntó Thornton en tono contenido.
—Podríamos probar la piratería, desde luego. Pero desde el 37 la piratería ha dejado de castigarse con la horca, a no ser que haya habido asesinato.
—Y ¿no basta que hayan matado a un niño para que cuente como asesinato? —preguntó Thornton con la misma frialdad.
Mathias lo miró con curiosidad.
—Podemos imaginarnos cómo ocurrió —dijo—. El muchacho fue llevado, sin duda, a la goleta con los demás; y ahora se le echa de menos y no se le encuentra. Pero, legalmente, no tenemos ninguna prueba de que haya muerto.
—Claro, a lo mejor atravesó a nado el golfo de México y llegó a Nueva Orleans.
Al concluir estas palabras, quedó partido el cigarro de Thornton en dos pedazos, por obra de sus dientes.
—Ya sé que esto es… —empezó a decir Mathias con suavidad profesional, pero luego tuvo el buen sentido de contenerse—. Lo siento, pero aunque para nosotros, personalmente, no haya duda de que el chico ha muerto, en cambio para la ley existe una duda. Y si hay una duda legal, el jurado puede negarse a dar un veredicto de culpabilidad.
—A no ser que les diera un ataque de sentido común.
Mathias hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Y los demás niños no han dejado escapar hasta ahora ninguna alusión respecto a lo que pudo ocurrirle?
—En absoluto.
—¿Les ha preguntado su madre…?
—Agotadoramente.
—Sin embargo, deben de saberlo.
—Es una lástima, verdaderamente —dijo Thornton con retintín—, que cuando los piratas decidieron matar al chico no invitaran a sus hermanas a presenciarlo.
Mathias estaba dispuesto a hacer concesiones. Se limitó a cambiar de postura y aclararse la voz.
—A no ser que podamos conseguir pruebas concretas de asesinato —ya sea el de su hijo de usted, ya el del capitán holandés—, existe positivamente el peligro de que esos hombres salgan con vida de esta causa; aunque, claro está, los deportarían. Todo esto no me gusta nada, Thornton —prosiguió confidencialmente—. A los abogados nos molesta solicitar una condena sólo por piratería. Resulta demasiado vago. Los jurisconsultos más eminentes no han encontrado todavía una definición satisfactoria de la piratería. Y dudo de que lleguen a dar con ella. Una escuela sostiene que piratería es toda felonía cometida en alta mar. Pero esto hace inútil esa denominación especial. Además, las otras escuelas del pensamiento jurídico disienten de esa opinión…
—¡Al lego, por lo menos, le parecería de una piratería muy rara el hecho de suicidarse uno en su camarote o de realizar un acto ilegal con la hija del capitán!
—Para que vea usted lo difícil que es llegar a una noción clara de este asunto. Por eso, preferimos siempre utilizar la figura jurídica de «piratería» para reforzar otras acusaciones más serias. Por ejemplo, el capitán Kidd no fue ahorcado por ser un pirata, si hemos de ser exactos, sino —según se hizo constar en el proceso— por haber dado muerte a su artillero con premeditación y alevosía, utilizando para ello un balde de madera valorado en ocho peniques. Eso ya es algo concreto. Y lo que nosotros necesitamos es también algo que sea concreto. No lo tenemos. Y si pensamos en la acusación de piratería contra el vapor holandés, nos encontramos con la misma dificultad; un hombre que llevan a la goleta y que ha desaparecido. ¿Qué ocurrió? Sólo podemos presentar conjeturas.
—¿Y por qué no recurrir al testimonio de los cómplices?
—Ese es otro procedimiento ineficaz al que me repugnaría recurrir. No, los testigos naturales, los más indicados, son los niños. Hay una cierta belleza en hacer de ellos —que han sufrido tanto a manos de esos hombres—, el instrumento con que la Justicia los castigue.
Mathias se calló y miró a Thornton de cerca.
—¿No ha podido usted, en todas estas semanas, sacarles nada tampoco sobre la muerte del capitán Vandervoort?
—Nada.
—Pero ¿cree usted que realmente no saben nada, o que ocultan algo porque los amenazaron y están bajo esa coacción?
Thornton exhaló un leve suspiro, casi de alivio. Y dijo:
—No, no creo que los amenazaran. Pero sí creo que puedan saber algo y no quieran decirlo.
—Y ¿por qué?
—Porque está claro que en el tiempo que estuvieron en la goleta le tomaron mucho cariño a ese hombre, Jonsen, y a su ayudante, el individuo llamado Otto.
Mathias se mostraba incrédulo:
—¿Es posible que a unos niños se les escape hasta ese punto la forma de ser de un hombre, que se equivocasen de esa manera?
La mirada irónica de Thornton alcanzó una intensidad verdaderamente diabólica.
—Creo que es posible equivocarse así hasta para los niños.
—Pero este… efecto… Resulta en extremo improbable.
—Es un hecho.
Mathias se encogió de hombros. Después de todo, un abogado criminalista nada tiene que ver con los hechos. Le conciernen sólo las probabilidades. Al novelista es a quien conciernen los hechos, pues su tarea consiste en decir lo que un determinado individuo hizo en un momento determinado; el abogado no tiene tal menester, ni puede esperarse de él que pase más allá de mostrarnos lo que el hombre corriente haría —según todas las probabilidades— bajo unas circunstancias presuntas.
Mathias, mientras rumiaba estas paradojas, se sonreía a sí mismo, un poco ceñudo a la vez. Sería contraproducente expresarlas.
—Creo que si saben algo, podré sacárselo —fue cuanto dijo.
—¿Piensa usted llevarlos de testigos? —preguntó Thornton de repente.
—No a todos ellos, desde luego. ¡Dios no lo quiera! Pero temo que tengamos que presentar por lo menos uno de ellos.
—¿Cuál?
—Hombre… habíamos pensado llevar a la muchacha de Fernández. Pero, ¿no le parece a usted que no daría resultado? Es un poco… así.
—Exactamente. —Luego añadió Thornton, con un característico gesto—: Cuando salió de Jamaica estaba bastante bien de la cabeza… Aunque siempre fue un poco tonta…
—Me dijo su tía que parece haber perdido la memoria, o una gran parte de ella. No, si la llevo será sólo para aducir su estado mental.
—¿Entonces?
—Creo que llevaré a su Emily.
Thornton se levantó y dijo:
—Bien; usted mismo tendrá que prepararle lo que haya de declarar. Escríbalo y haga que se lo aprenda de memoria.
—Desde luego —dijo Mathias, contemplándose las uñas—. No tengo la costumbre de ir a los juicios sin prepararme. De todos modos, es un fastidio utilizar de testigo a los niños…
Thornton se detuvo en la puerta.
—… Nunca se puede contar con ellos. Dicen lo que creen que uno desea hacerles decir. Y luego dicen también lo que creen que el abogado de la parte contraria quiere hacerles declarar… si les gusta su cara.
Thornton gesticuló (costumbre extranjera).
—El jueves por la tarde pienso llevarla al museo de Madame Tussaud. A ver si tengo suerte —concluyó Mathias.
Y se despidieron.